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En la serpenteante carretera que conduce a la cascada de Ézaro, una flecha señala el desvío a ‘Landua’ -del gallego, bellota- por una pista de tierra que acaba en este restaurante que enamora, antes de internarse ya a pie por los intrincados y peligrosos senderos del monte Pindo. María Cambeiro nos recibe con su hijo Río de dos años con los rizos agitados por esa mezcla de viento y brisa purificadora, que te desintoxica en el acto. Los clientes no pueden evitar inmortalizar el macizo que tienen delante nada más bajar del coche, un museo al aire libre por la variedad de formas de las rocas.
“Queremos vivir”. Con esta frase Alberto Cruz resume su filosofía. No forzar, permitir que la temporada se recree en el plato. “Vamos al día, así el menú se plantea según los productos que encontramos en la lonja o en el bosque de aquí delante”. Bonito de Burela, tomate de variedades autóctonas como el negro de Santiago o Avoa de Osedo (abuela de seda) de la cooperativa ecológica de Carnota ‘Rainha Lupa’, las setas que salen debajo de los carballos y los pinos que les rodean, o la caballa forman parte del menú de verano, la única temporada que han trabajado hasta ahora, ya que abrieron en julio.
María la define como “cocina cercana en la que no hay extrañezas”, aunque un lugar así en medio de este paisaje ya es una extrañeza. Cambeiro es traductora jurado, lo que le ha permitido teletrabajar desde hace años y no separarse de Cruz en su periplo por distintos destinos.
Se conocieron en Vigo en 2007 cuando ella estudiaba y él continuaba los pasos paternos como cocinero en ‘Gastravaganza’, un restaurante que era de lo más moderno entonces. Tres años en Londres en el hotel H10, otra temporada en ‘Talaso Atlántico’ en Baiona, después en Mallorca, justo el lugar donde nació ‘Landua’. “Estábamos pasando el día en Cala Llamp y pensamos en abrir un pequeño restaurante en la casa rural de mi madre a orillas del embalse de Santa Uxia. Nada que ver con lo que Alberto había estado haciendo, algo más personal y auténtico que duó desde el 2015 al 2017, cuando nos fuimos a Barcelona, al Mandarin”, explica María.
Hace dos años, antes del covid, un amigo les envió la foto de la que hoy es su casa y el restaurante, que ocupa el espacio del alpendre o cobertizo reconstruido. Flechazo instantáneo. Las ventanas originales de madera en verde esmeralda procuran alegría a la piedra. En el interior pino natural que ilumina y grandes ventanales para gozar del paisaje abrupto que te hace sentir un pequeño privilegiado por estar allí. Así que volvieron al lugar donde ya habían dejado huella, está vez independientes.
La felicidad que envuelve a la pareja impregna los platos, que cada vez que les visites habrán mudado. El menú es joven y fresco como el Atlántico y sosegadamente rural como la comarca ganadera a la que pertenecen, con una sinceridad que atrapa al niño de 10 años y al abuelo de 80. Comienza el pase con tomate confitado en aceite con hierbas, sopa de tomate y lomo de bonito de Burela en salmuera, ácido, dulce, graso en su justa medida y tan apetecible como una tormenta de verano cuando aprieta el calor.
Le sucede otro pescado azul, la caballa. Soberbia sencillez. En esta ocasión asada brevemente, “con un caldo de espinas y bresa de verduras y jengibre, que junto con un miso oscuro y un toquecito de lima, acompaña el lomo junto con tiernas judías y calabacín mini de nuestro huerto”, explica Alberto. En la finca hay ejemplares de frutales, como kiwi, níspero, manzano, cerezo, aguacatero, membrillo y al pie de la casa, tojos, castaños, robles, sabugueiro (sauco), acebo, silva, ginestra o hinojo silvestre, que se usa también en la cocina.
Tras la caballa, llega el momento de llevar a la mesa la vertiente ganadera de las comarcas de Dumbría y Mazaricos, donde las vacas pastan a sus anchas. El canelón de costilla asada a baja temperatura, con una besamel suave y el jugo intenso tras reducir el caldo de carne con tendones que riega en hilo este bocado meloso, busca ligereza a pesar de su contundencia.
Una merluza jugosa con una salsa verde ligada con el aderezo preciso para no sobrecargar pero con la intensidad necesaria para competir con el canelón que le antecede. La secuencia sorprende, un bocado tan delicado en medio de dos carnes, pero funciona. La merluza se cocina a 63º y se cubre con una tersa emulsión de pilpil.
La carrillera de vaca de Bandeira con remolacha agridulce encurtida para equilibrar la grasa es el último plato. El jugo satinado es fundamental. “A veces hacer una salsa o un jugo lleva días, es la parte más compleja del plato”, apostilla Cruz, al que no le gusta pecar de exceso y busca ensalzar los sabores sin enmascararlos.
El postre tiene la misma marca de la casa, los mínimos ingredientes y el máximo deleite. Una espuma de arroz con leche y sorbete de manzana asada culmina el menú, acompañado de vinos de pequeños productores que han recuperado viñedos y han logrado entre todos ensalzar las distintas variedades gallegas.
‘Landua’ es una excusa perfecta para descubrir un entorno excepcional con el monte, los pastos, el río y el Atlántico a tus pies. Y hacerte incondicional de esta pareja con tanto talento y ganas.