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A los 19 años, Jordi Coromina (1981) abandonó la casa de payés familiar y cambió Sant Martí Sescort, en Osona, provincia de Barcelona, por Londres. El pueblo se quedó con 161 habitantes mientras estuvo fuera. Así empezó un viaje, real y metafórico, en el que este hortelano se formó como cocinero; primero por necesidad y después por vocación. No pisó escuela alguna. Lo que aprendió lo aprendió en los fogones de 'The Gate', un restaurante vegetariano de la capital de Reino Unido, 'Can Jubany' (3 Soles Guía Repsol), 'Relae' (Suecia), 'In de Wulf' (Bélgica) y 'Effervessence' (Tokio).
Pero el nido lo estableció definitivamente en las cumbres de Tavertet (Osona), a mil metros de altura y de nuevo cerca de su casa. 'L’Horta' de Tavertet (Recomendado por Guía Repsol) es una anomalía en la comarca. La cabaña porcina de Osona supera el millón de cabezas pero Coromina se dedica, sobre todo, a los vegetales y ofrece únicamente un menú degustación. Modesto en el trato, cuando se le pregunta por qué ha elegido un camino que desde un punto comercial parece arriesgado, afirma: "No sé hacer otra cosa". Quizá sea verdad, pero la sensibilidad estética y técnica que despliega en sus platos hace sospechar.
Coromina plantea platos con pocos ingredientes, que parecen apuntar en la dirección del minimalismo nórdico y la tradición kaiseki. Apuesta por enfatizar las texturas, crujientes o blandas, y se mueve en distintos registros de sabor, desde lo agridulce y ácido a lo más neutro.
El menú de hoy –tememos que sus menús son únicos e irrepetibles y cambian de un día para otro– empieza con encurtidos: judías y rodajas de zanahoria acompañadas de tacos de panceta curada durante tres años y brotes de oxalis; un ejercicio intenso de umami y acidez para poner en forma las papilas gustativas. Le sigue una quenelle de calabacín con pepino fermentado y un toque de menta, plato suave y confortable, que da paso a una experiencia crujiente: la zanahoria joven con melocotón y palosanto es crocante, dulce y ácida. Toda una declaración ideológica (temporalidad) y estética (minimalismo, cromatismo).
El menú continúa con un plato improvisado, es un arroz con cigala que se acerca a la ortodoxia cantonesa, en concreto al congee, especialidad del sur de China parecida a gachas de arroz con pescado. La explicación, sin embargo, es mucho menos exótica. "Esta mañana mi madre ha hecho arroz hervido y se le ha pasado. He pensado que esta textura tan ligada del almidón quedaría bien con la cigala", aclara el cocinero. El plato, irrepetible, está terminado con unos toques crujientes y tostados difíciles de descifrar pero que bien podrían ser arroz salvaje. La calidad de la cigala, excelente.
Prosiguen las sorpresas con un plato de judías, melocotón y almendra, refrescante y en la senda de lo ácido y crujiente, que contrasta con lo neutro y blando del plato anterior y con lo untuoso del que seguirá: remolacha asada al carbón, servida sobre una yema curada y envuelta con una fina lámina de panceta. El acierto es rotundo y el plato resulta sabroso y atávico.
Llega un arroz más o menos canónico –aquí nada lo es, afortunadamente– de boletus. "En realidad no son boletus, son un tipo de boletus que se coge por aquí, pero no sé el nombre exacto", dice Coromina. Es un arroz de sabor intenso, elaborado sin sofrito, cuya potencia sápida se debe al agua de las setas, que son maravillosas.
Antes de pasar al último y único postre llega un plato inesperado. Media manita de ministro terminada a la parrilla y acompañada de cebollitas encurtidas. Nadie diría que este cocinero se dedica en cuerpo y alma a los vegetales: el plato, sencillo, es perfecto, y aunque suena una concesión al público –tampoco estaría mal–, cuando se le piden explicaciones por la aparición cárnica Coromina declara: "Yo no estoy enfadado con la carne". El único postre podría definirse como magistral. Es un plato de moras con membrillo y amazake, una bebida cremosa y dulce a base de arroz fermentado de origen japonés.
Acompaña todo el menú una botella de 'Mas Candí', del Penedés: Con barbas y a lo loco. Es una mezcla de xarel·lo y sumoll que tarda unos 10 minutos en abrirse y exhibir sus aromas frutales y florales, ocultos al principio por potentes notas cárnicas y a hidrocarburo. Es solo una muestra de una carta elaborada con referencias naturales, libres y biodinámicas, apuesta coherente con la parte sólida.
Insistimos a Jordi. Le preguntamos por qué apuesta por una cocina tan radical para la zona. Esta vez confiesa algo más: "Me gusta el huerto. Me gusta ir por la mañana, cultivar, cosechar, esperar el momento óptimo de una lechuga y pensar qué puedo hacer con ella". Tal vez, este cocinero de familia hortelana se fue a para volver reinventado. Pero sin perder unas raíces que le adhieren al territorio donde nació y, al mismo tiempo, le permiten volar.