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Los que estén familiarizados con el mapa socio-cultural catalán (nada que ver con la política, más bien un asunto antropológico) sabrán que Santa Coloma de Gramenet es una localidad famosa por formar parte del cinturón rojo, una parte del área de influencia de Barcelona caracterizada por su pertenencia a una zona fuertemente industrializada.
Ciertamente, Santa Coloma fue siempre una localidad con fuerte arraigo para el currante, pero si es célebre por algo es por su sólida adscripción a un sentimiento de comunidad, casi de familia, que se ha percibido en sus calles durante décadas. Es un pueblo orgullosamente obrero, en el que las crisis se perciben con fuerza y las etapas de bonanza se atraviesan con una simple mueca: la del que sabe que tarde o temprano siempre vuelve a llover para los de abajo.
Sirva esta introducción como prólogo o introducción a la historia de 'Lluerna', un restaurante tan orgulloso de ser de Santa Coloma como cualquiera de sus habitantes. Fundado por un ex de la cocina de 'El Bulli' cansado de las exigencias de la alta cocina y obsesionado en crear una vivencia culinaria sin precios prohibitivos y con todas las esencias de la tradición catalana.
Así nació un restaurante tan sólido como el background de su responsable y tan arrojado como el que no tiene nada que perder. "Nosotros queríamos que fuera aquí y queríamos que fuera de una manera muy determinada. ¿Que si hemos hecho pedagogía?
Creo que nuestros clientes nos han enseñado tanto a nosotros como nosotros a ellos" dice Víctor Quintillà, un tipo que sonríe a lo ancho, que cocina con una pasión incontestable (solo hace falta verle mirar un pichón para saberlo) y que es el chef de un local pequeño pero matón, con menús de los 40 a los 80 euros.
Su espléndida carta de vinos y su poca voluntad de intervenir en las mesas hace el resto: "No me gusta sobre-explicar los platos, me parece que deberían hablar por sí mismos. Por eso, tampoco les ponemos nombres pomposos. Es como si me pides un vino. Yo te preguntaré qué te parece, pero no iré luego a aleccionarte sobre sus bondades. Tú lo pruebas y me dices qué tal. Y ya está", explica.
En la mesa aparecen un arroz con tartar de gambas y una reducción de caldo hecho con la propia gamba que es a un tiempo delicadeza y potencia. Un plato pensado para reivindicar la sencillez de la materia prima y demostrar que se le puede volar a uno el paladar por los aires con una receta aparentemente pacífica.
Luego llegarán una berenjena con aires de pudding a la que acompaña un suflé y una lubina sobre un pil pil de almejas. Una cocina grande sin aires de grandeza que retrata al cocinero como lo haría un fotomatón: pegado a la vieja escuela y primando el sabor y el aroma por encima de la presentación. "Ya lo haremos bonito –les digo a mis cocineros– pero hagámoslo bueno primero" confiesa Quintillà, siempre con un ojo en la cocina.
Los adjetivos resultan ya más resbaladizos para disertar sobre el espléndido pichón de la familia Tatjé con anchoas (un plato en el que el propio cocinero recomienda untar pan) o el desconcertante rabo de cerdo Duroc con cohombros, una deliciosa invención que desdibuja esas líneas imaginarias que imponen nuestros prejuicios gastronómicos.
Los postres, ya con el estómago celebrando el acontecimiento, no pueden ser más apropiados: un fresquísimo cebiche de mango y coco que enarca cejas (y provoca rubor y ganas de echarse un baile) y un canelón de queso de cabra que reivindica el propio queso como postre en mayúsculas.
Lo razonable de sus tarifas hace que nadie se prive de repetir. "El 90 % de nuestra clientela es local", dice Quintillà. Los precios se vigilan del mismo modo que la calidad de la cocina, quizás porque esto no es Barcelona y aquí el visitante piensa en parámetros más terrenales, algo que el chef y su jefa de sala y socia, Mar Gómez, siempre mantienen en su lista de prioridades.
Tanto es así que, puerta con puerta, uno puede meterse entre pecho y espalda un mollete de huevo frito y jamón ibérico, en un bar acabado de abrir, gestionado con la misma filosofía y ya objeto de deseo de los vecinos. "A lo mejor no vienes al 'Lluerna' porque es tarde, o tienes prisa o porque –simplemente– no te quieres zampar un menú de siete platos. Pero aún así, no dejaremos que te vayas con hambre", remata Quintillà, un hombre de Santa Coloma que no tiene ni la más mínima intención de ser de ningún otro sitio.