Actualizado: 21/04/2021
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Jordi, Josep y Joan Roca en las cocinas del Restaurante. Noviembre 2019"
'Miramar', de Montse Serra y Paco Pérez, lleva el paisaje íntimo del cocinero al plato. Una mirada marítima y muy personal al norte de la Costa Brava que acaba de encumbrarse a la categoría de los Tres Soles Guía Repsol 2021.
Aunque todos los mares son el mismo mar, solo alguien con mirada lúcida sabrá encontrar su mar íntimo. El mar es como Filemón: un maestro del disfraz. 'Miramar', el restaurante de Montse Serra –pilotando la sala– y Paco Pérez –marcando el rumbo culinario–, hace lo que su nombre indica: mira el mar, una franja que baña el norte de la Costa Brava y lame el sur Francia.
La sala propicia ese espionaje –sobria, amplia y dominada por colores oscuros que realzan la luminosidad que penetra el ventanal–, es el observatorio perfecto para acotar el mar con discreción, el mismo que llegará a la mesa. En tres o cuatro ocasiones, los ingredientes proceden de lugares que están a la vista. Sirva de ejemplo la Royal de anémonas, que el comensal debe regar con agua de mar –servida en jarra, ojo– y que se inspira en un paseo por Cap Ras, a un par de kilómetros.
La gamba de Llançà vestida de mar –recubierta por un gel elaborado con alga licuada– es otro homenaje a lo local y el arroz de barca no solo refiere lo próximo, sino también la memoria de Llançà: con él, Paco Pérez sublima el rancho de abordo de los pescadores.
"Hay que recuperar la cocina de chup chup", afirma Paco, quien en 2018 publicó un recetario dedicado a los rustidos, –Coccotes– y sin embargo no da la espalda a las técnicas más innovadoras. Este arroz se terminará con un aceite de codium elaborado en el restaurante: "cosecha del 2021", comenta la camarera.
Quizá sea esa mirada cercana lo que empapa con delicadeza y acierto los 25 pases del menú degustación que también se refleja en la carta de vinos. Presentada en un dispositivo electrónico, de diseño muy visual, comprende referencias de grandes regiones vitivinícolas del mundo sin olvidar el Empordà, donde los viñedos están tocados por la sal y la Tramontana.
En mi caso, a lo largo del menú, tomaré una copa de Caminante, un blanco de la bodega empordanesa 'Terra Remota' elaborado con garnacha blanca, chardonnay y chenin; otra copa del maravilloso Conciso de Niepoort, una compleja malvasía ensamblada con dos variedades más; y una última, de 'Planeta Cometa', Fiano siciliana embriagadora en el mejor de los sentidos. Tres vinos que muestran la versatilidad del blanco.
El menú empieza con cuatro oleadas compuestas por un helado marino –cítrico y iodado–, camarones con un dashi en gelée, una abrumadora ostra al natural, servida con caviar, limón y crema del molusco y un "suma" de erizos –ahora es plena temporada–. Los erizos son uno de los fetiches de Paco, quien recuerda "aquellas comidas populares, a pie de playa, en las que se comían con pan con tomate", las tradicionales garoinades.
Las cuatro entradas fijan la definición y nitidez de sabores con la que se desarrollará un ágape que no repara en producto, sensibilidad ni destreza técnica. Los siguientes dos bocados suben la intensidad sápida: una tartaleta de buey de mar con champiñones –esferificaciones nitro– y una interpretación muy sabia del chili crab, elaborada con cangrejo azul –un invasor pinzudo–.
Los guiños a otros mares se repetirán. El sashimi de toro con botarga líquida aúna Italia y Japón y los siu mai inspirados en una sopa de pescadores juntan Tailandia y Marsella. Estos dumplings –de cigala y masa firme y sabrosa– combinan aromas de estragón y azafrán, un ligero punto picante, y recuerdan a una Bullabesa.
Las holoturias al pilpil superponen texturas, cocciones –al wok y a la plancha– y sabores –acentuados por un detalle de ajo negro–. Otra nueva muestra de dominio de las texturas llega con el salmonete con holandesa de laurencia –una alga–, que alcanza las simas de sabor pelágico. Sigue un juego de pieles –sardinas, bacalao y anguila– y salsas –tomate, pilpil, bordelesa–, un juego de territorios entre Cataluña, Euskadi y Galicia. Sin desmerecer al resto, me quedo con Cataluña, será deformación sentimental.
Tras una original anchoa en salazón, terminada a la brasa y servida aplastada, en un obulato –papel transparente de fécula de patata–, el capitán Pérez tuerce el timón hacia la huerta. Vendrán unas delicadas alcachofas encurtidas y en texturas, los calçots con romesco –convertidos en una crema ahumada– unos sabrosos gurumelos con melanosporum y sabayón y unos delicados guisantes lágrimas de Llavaneres con espuma de parmesano.
Esos guisantes son, sin duda, la mejor 'esferificación' jamás creada. Para terminar, Paco mira al cielo y caza un pichón, que cocina usando la misma y laboriosa técnica con la que se prepara el Pato Pekín. Es la única concesión a la carne y resulta tan ligera como sabrosa.
El prepostre es un complejo helado de cacao y pichón con aromas de jazmín. Le seguirá un falso mochi de coco, cardamomo –¿y azafrán?–. A continuación, llega un turrón con trufa que se prolonga en boca y, antes de los petit fours, hace su aparición un talentoso plato de pistacho, cacao y matcha. El nivel de los postres es altísimo y supone un lucido y lúcido paso adelante de esta casa.
Desde mi primera visita, en 2013 Miramar ha vivido una evolución titánica. “Ha llovido mucho desde entonces”, afirma Paco Pérez. Sin embargo, sigue con el rumbo puesto un mar que es el mismo que hace ocho años, pero completamente distinto.
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