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Es martes y Miguel apura un plato de lentejas en una mesa del comedor más reputado localizado frente a la catedral donostiarra del Buen Pastor. Qué extraño, pensará el ignaro, pues no aparecen en ninguna página de la carta del ‘Narru’ y, vaya, tampoco se ofrecen ese día fuera de la misma. Resulta que el octogenario acude a diario al restaurante comandado por Iñigo Peña y el cocinero ha tenido la deferencia de compartir con él la comida del personal.
Todo por no repetirse y dar el trato adecuado a una clientela, local y extranjera, fiel y muy solvente. Ha de serlo para afrontar con regularidad una oferta gastronómica donde figuran lujos más o menos populares y/o accesibles como son ostras, kokotxas, anchoas de Bakio, besugos, lenguados y bogavantes.
Más allá de aderezos, la calidad de la materia prima distingue precisamente la propuesta del establecimiento, señalado unánimemente como templo del producto en una ciudad que tradicionalmente no ha racaneado en dicha cuestión. Un culto que el chef practica gracias a su gusto personal, su cercanía a los mercados de San Martín y La Bretxa (ubicados a 200 y 900 metros), donde acude a diario y no coincide con muchos colegas, y la proximidad de puertos como el de Pasajes, que mantiene una vibrante actividad pesquera.
“Yo hago lo que a mí me gusta comer y, efectivamente, lo que me gusta es el producto de temporada. Todos los días voy al mercado, veo lo que hay e intento hacer una selección que a mí me guste. Y luego me debo al cliente, siempre, y tenemos un perfil de público de cierta edad, gente de trabajo que anda entre semana y tiene poder adquisitivo. Lo que busca al final es eso, no mucho relato ni fuegos artificiales, cosas concretas; el que sale y anda mucho está ya de vuelta, tiende un poco a volver a lo que es comer cuatro o cinco cosas de temporada, de mercado. A nivel de técnica sí que afinamos con algunas cosas pero esto no es ‘Enigma’ ni ‘Disfrutar’, ni mucho menos”, se explaya el hostelero.
El otro gran pilar sobre el cual pivota su propuesta son los fundamentos de la cocina tradicional vasca, que se aprecian nítidamente en las almejas a la marinera, los callos con morros, la txuleta de vacuno mayor y pescados nobles “de anzuelo” a la parrilla, tanto besugos como rodaballos y salmonetes. Y es que, permíteme que insista, sin tradición no hay vanguardia, y Peña es bien consciente de que la primera no está en absoluto reñida con la contemporaneidad.
Tanto el bar como el restaurante y la gran terraza porticada del ‘Narru’ se encuentran desde el 24 de octubre de 2019 en los bajos del hotel 'Arbaso', en pleno centro de San Sebastián, alejado lo justo de polos de atracción turística tan tensionados como la Parte Vieja. Es ya la tercera localización de un negocio que originalmente abrió sus puertas en 2007 en el dinámico barrio de Gros y posteriormente, a partir de 2011, prestó servicio a clientes y visitantes del hotel ‘Niza’, junto a la playa de La Concha. Y la evolución experimentada salta a la vista.
“Hemos ido creciendo a nivel de calidad. Aquí, al final, se cuidan mucho más los detalles, sin ser un ‘tres soles’, buscamos algo familiar. Yo empecé con un menú del día, entresemana era nuestro fuerte tanto en Gros como en ‘Niza’, y ahora solo trabajamos carta y menú degustación. Me siento en un momento estupendo y con ganas de seguir haciéndolo mejor, más fino”, expone Iñigo Peña, quien antes de emprender se curtió (“pasé por ahí”) a las órdenes de referentes de la cocina como Juan Mari Arzak, Andoni Aduriz y Martín Berasategui, de quien asimiló la disciplina, la limpieza, el tesón.
Toda la experiencia, especialmente la adquirida en solitario, la vuelca ahora en ejemplos de esencialismo como el anunciado “Salpicón de bogavante del Cantábrico”. Al igual que sucedía en ‘Güeyu Mar’ (Ribadesella), el término “salpicón”, contemplado tantas veces como una suerte de ensalada donde aprovechar restos y recortes de marisco, no hace justicia al cuenco donde él presenta porciones del cuerpo del crustáceo cocido y posado sobre un aliño a base del coral de su cabeza. Un bocado puro, lustroso, prácticamente 100% bogavante, que figura entre los aperitivos y entrantes más tentadores.
Otro es, sin duda, el que alinea cuatro kokotxas sometidas a otras tantas preparaciones diferentes ordenadas de la siguiente manera: confitada, rebozada, salsa y parrilla. Así, de izquierda a derecha, se sugiere degustar unas delicias de merluza que arriban a diario. “Generalmente las kokotxas que encuentras en las pescaderías son de barcos de volanta que pasan varias jornadas pescando, pero ahora en Francia han hecho un paro biológico y éstas son de la cofradía de aquí, de San Pedro (Pasai San Pedro), de barcos que salen a faenar cada día”, explica el chef a propósito de ese crisol de sutilidades.
La despensa marina brinda más oportunidades de disfrute, pues la audacia irrumpe en muestras de mar y montaña como el centollo con papada y el rabito de cerdo con carabinero de Isla Cristina (que se marca en plancha y se termina de atemperar en salamandra) sobre demiglace del propio rabito, pleno de colágeno. Un prodigio de untuosidad esa última combinación, potente, ‘pegalabios’ y con el agradecido crujiente de la casquería deshuesada, marcada a la plancha instantes antes de llegar a la mesa, à la minute.
No falta una buena croqueta de jamón y qué decir del privilegio de comer la mejor verdura en el momento adecuado, cuando lo dicta la naturaleza y no el ser humano, cuando Iñigo exhibe maestría a la hora de aliar, por ejemplo, la exultante delicadeza y frescura de tres exquisitos embajadores de Navarra, alcachofa, borraja y espárrago, y la de su majestad el guisante lágrima. Difícil no conmoverse ante el contraste de texturas, colores y suculencias vegetales, así como ante la alusión con nombre y apellido a los productores e intermediarios directos.
“Los guisantes son de Urnieta, de la casera de Irune, en el Mercado de San Martín. Y el espárrago se lo he cogido a ‘Aitor Lasa’, una tienda pequeña; son los primeros de un señor que planta en cortes y debe ponerle calefactores al invernadero”, detalla el cocinero. Asimismo, compra el rabito a los “hermanos Carrasco”, el pan a ‘Triticum’ y Joseba Arguiñano, y la trufa es “de Víctor, un chaval joven de Lleida”.
Entre tanta muestra de desnudez y delicado abrigo, afín al esclarecedor “compra bien y procura no estropearlo” proclamado por el legendario Pedro Arregui (‘Elkano’), resulta que el plato “más vendido” del ‘Narru’ es un ravioli. “Hacemos un guiso de rabo de ternera y con la carne rellenamos los raviolis. Añadimos un poco de yema, foie (metemos en un sifón caldo del día y foie) y un poquito de trufa laminada, ahora en temporada”, describe Peña a propósito de un manjar que permanece todo el año en carta y en otros momentos se remata con setas.
Otra preparación que ahonda en la sencillez y no falla es la que superpone en capas patata crocante, huevo fluido y trufa rallada, una fórmula infalible cocinada a baja temperatura que no deja de ser una singular reinterpretación de un revuelto o de una tortilla de Betanzos.
Para rematar la faena, en el apartado de postres no faltan tópicos como la tarta de queso, la de manzana, la tabla de quesos y el inevitable capricho de chocolate, que aquí combina distintas texturas con aceite y sal. Y aporta distinción una especie de lemon pie deconstruida que incluye helado, galleta, crema y merengue tostado y se anuncia simplemente como “Limón, yogur y maíz”.
Con dicho despliegue de talento, producto y fidelidad a su raíz culinaria, Iñigo Peña cosecha hoy éxitos y reconocimientos, pero rehúye protagonismos. Para ratificarlo señala lo raro que es verle en encuentros y saraos de distinta índole, en lugar de a pie de obra, y añade que él es “como Bittor” (Arginzoniz), el esquivo ideólogo y patrón de ‘Etxebarri’ (Atxondo, Bizkaia). Y como Hilario Arbelaitz, otro espejo para este profesional que no quiere oír hablar de liderazgos ni revoluciones, por mucho que incluso por edad (43) y experiencia le señalen como el cocinero llamado a capitanear la generación que debe dar por fin relevo mediático, jubilación mediante, a los padres de la nueva cocina vasca.
“Eso es lo que dice la gente, pero yo al final estoy a otra cosa, vengo aquí a trabajar, a hacer lo que me gusta, y no pienso en que quiero ser ‘Arzak’ ni ‘Akelarre’. Tengo mi familia, tengo mis amigos y cuando salgo del trabajo procuro hacer vida familiar, no pienso en ningún ‘folclore’. El rollo ése de personaje no me va, personalmente, pero respeto a todo el mundo. Yo paso el tiempo aquí dentro (en su cocina), no por ahí, en éste y el otro evento. Considero que tengo que estar aquí, que es donde estoy a gusto”, sentencia.
En el horizonte, junto a la silueta del Buen Pastor, apenas se vislumbran proyectos más allá de consolidar la propuesta y su excelente reputación. No quiere oír hablar de asesoramientos ni de nuevas sucursales de ‘Narru’ (“aquí estoy muy bien, quiero hacerlo bien, pero quiero hacerlo bien aquí dentro”), y seguirá montando en bicicleta y practicando su principal afición: ir a comer a otros restaurantes. “Me encanta compartir una buena mesa con mi familia o con mis amigos. El jueves estuve con mi mujer en el ‘Kai Sushi’, suelo ir donde Pablo (Loureiro, ‘Casa Urola’), suelo ir a Getaria… Y en los últimos tiempos el que más me ha gustado es ‘Lera’, lo pasamos muy bien donde Luis Lera”, enumera Iñigo.
Curiosamente, entre sus hobbies no figuran la pelota vasca ni la pala, especialidad practicada por su bisabuelo, el bilbaíno (de Deusto) Ángel Albizu, conocido en los frontones como ‘Narru II’. De cuero es la pelota utilizada en ese deporte, “cuero” se dice “narru” en euskera y de ahí el nombre del restaurante. Así que tampoco falta el componente emocional en un modelo de éxito que seguirá dando que hablar y dando de comer.
'RESTAURANTE NARRU'. San Martin Kalea, 22, 20005 Donostia, Gipuzkoa. Teléfono: 843 93 14 05
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