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“¿Esto qué es? Dan ganas de cogerlo con la mano, huele super bien. Sabe como a marisco o pescado y tiene un punto cítrico. Si me dicen que es otra cosa, alucinaría”. Sensaciones así son las que genera la experiencia de comer o cenar a ciegas en el restaurante 'Noloveo' de Zaragoza. Puro juego, regreso a la infancia, a ese momento de la vida en el que no necesitábamos cubiertos para alimentarnos. Y disfrute, porque el menú diseñado por el chef Toño Rodríguez tiene mucho nivel.
Desde hace cinco años, Diego Marcos tenía entre ceja y ceja la idea de abrir un restaurante donde comer o cenar a oscuras. “Siempre me ha gustado hacer cosas diferentes y en un viaje a Vietnam lo tuve claro”, comenta. Conoció y visitó una franquicia que hace algo parecido en Madrid, “pero la verdad es que nuestro proyecto es distinto, trabajamos una experiencia absolutamente sensorial”.
Cuando uno ve reportajes gastronómicos como los que aparecen, por ejemplo, en la web de Guía Repsol, el detalle de las recetas y su plasmación visual es lo que más llama la atención. En el caso de 'Noloveo', sin embargo, el relato de lo que sucede en su interior invita a la discreción, a omitir algunos detalles. Es parte de su encanto: no contar ni mostrarlo todo para que haya margen para el misterio y la sorpresa. Por ese motivo, los platos fotografiados no son exactamente los mismos que se sirven durante el pase. Sencillamente, tienen un aire.
Para el chef que los ha diseñado, Toño Rodríguez, fue todo un reto. Su cocina es muy visual, entra por los ojos, “y justo me pidieron todo lo contrario”, recuerda. Eso sí, se remite al concepto clásico de entrante, primero, principal y postre (43 euros; ncluye la bebida). En total, cuatro pases que suman once bocados con varios aperitivos, productos del mar y de la tierra, y un dulce y eléctrico final. Así que los comensales no se quedan con hambre.
Entonces, ¿de qué se puede hablar si está "prohibido" hacerlo de ingredientes y técnicas de cocina, y ver los platos? Pues de sensaciones y, sobre todo, de emociones, que en esta cita casi cuentan más que lo que te llevas a la boca.
La vista es el más desarrollado de los cinco sentidos. Vivimos en una sociedad cada vez más visual con estímulos tecnológicos permanentes que crean una realidad paralela a la verdaderamente real. Por eso, esta experiencia es como entrar en una nueva dimensión. Al comedor se accede sin antifaz. No hace falta. Hay proyectos parecidos en los que este sentido se limita parcialmente, pero en 'Noloveo' da igual llevarlo que no. La oscuridad es absoluta.
Al principio, uno no se da cuenta, pero se trastocan totalmente las percepciones del tiempo y el espacio. Es después de haber vivido la experiencia cuando surgen reflexiones en forma de preguntas: ¿No le estaremos dando demasiado protagonismo al sentido de la vista a la hora de comer?, ¿hasta qué punto condiciona nuestra percepción del gusto lo supuestamente bonito?...
Además de las creaciones del chef Toño Rodríguez, el protagonismo en 'Noloveo' recae en Mateo Ruiz y Sonia Fernández. Son ciegos y en este proyecto ejercen de camareros. A Sonia le entró la risa el día que recibió la llamada: “Me pilló haciendo la compra y me lo tomé un poco a cachondeo. ¿Yo camarera?”. Luego conoció los detalles y el puzzle fue encajando
Se formaron durante varios meses, se han repartido las doce mesas del comedor estableciendo las zonas de paso de cada uno, y de ahí al pistoletazo de salida de esta aventura en el mes de abril. “No ha sido difícil interiorizar los recorridos –explica Mateo–, tenemos mucha memoria espacial; lo más complicado es cuando nos encontramos frente a frente con un plato, hay que tener reflejos”.
La historia de cómo se vive esta experiencia desde la piel de los comensales empieza 30 minutos antes de la hora fijada para el servicio. En la recepción hay una barra y algunas sillas y mesas altas para acomodarse. Y muy importante, la luz está bastante atenuada para ir creando ambiente
Alba Ramos ejerce de anfitriona y sirve una cerveza o un cóctel de bienvenida mientras Mateo y Sonia se presentan a los clientes. “Vamos a ser vuestros guías, casi vuestros ojos –comentan–, es importante que dejéis en las taquillas los teléfonos, relojes y cualquier dispositivo que tenga luz”.
Además, les animan a pasar primero por el baño, como cuando vas al cine, para, en la medida de lo posible, no levantarse a mitad de "sesión". Los comensales reciben el número de mesa y a través de él tienen que dirigirse a los camareros para resolver cualquier duda. También para ir al servicio, por supuesto.
Ha llegado el momento de entrar a la sala y Mateo le dice a la pareja que le acompaña que uno de ellos ponga la mano en su brazo derecho. Así es cómo acceden al comedor, en fila. “No os preocupéis, no hay escalones, simplemente seguidme y esperad a que os ubique en la mesa”. Fácil, sí, pero una vez sentados les recomienda que no hagan demasiados movimientos con los brazos antes de comentar algún detalle más. “Voy a empezar a servir –prosigue–, necesito que imaginéis que el plato es un reloj: arriba las doce, abajo las seis, a la izquierda las nueve y a la derecha las tres”. También explica la ubicación de las copas, que no corren peligro.
En teoría, con estas pequeñas instrucciones es suficiente. También les invita a vivir la cita con intensidad, pero sin que derive en jolgorio o desenfreno. “Es un riesgo que se corre cuando vienen grupos grandes; el problema es que puede afectar a la experiencia de otros comensales –reconoce Diego Marcos–, pero intentamos que no suceda”. Los primeros cinco minutos son de un cierto desasosiego, que habitualmente se queda en la desconfianza inicial y se pasa rápido. Pero los camareros reconocen que “alguna persona ha sufrido claustrofobia y ha tenido que salir”.
La sensación más curiosa es que da igual tener los ojos abiertos que cerrados. No ver enfrente a tu interlocutor es extraño. Si en el ambiente reina una cierta inquietud, de poco sirven una mirada cómplice o la mueca de una sonrisa. Si acaso, ayudan más una pequeña carcajada o una caricia manejándose con cuidado por encima de la mesa.
Lo verdaderamente llamativo es que el resto de los sentidos se empiezan a desplegar como si un resorte los hubiera activado. “Huele como a fresa, ¿no lo notas?”, se escucha en una mesa. En ese momento llegan los primeros entrantes y las instrucciones de cómo degustarlos. No son muchas. En todo el menú prácticamente solo hay un plato que requiere la cuchara. El resto se puede comer con las manos. Y muy importante, sin pringarse.
“¡Qué maravilla, es como volver a ser un niño y lo mejor de todo es que nadie ve lo que haces con la comida!”, exclama una joven. Su compañero descubre un ingrediente colocado sobre una galletita. “Mira cómo cruje, huele a algo que conozco, pero no sé exactamente qué es”.
En todas las mesas han desaparecido los nervios iniciales y la sensación general es de disfrute, de estar viviendo un momento especial alrededor de un recetario cargado de matices. “¡Ay... ¿Pero esto qué es? Parece una piedra. ¿Se come?”, se escucha de nuevo. “Sí, sí –responde una voz al otro lado–, ya me lo he metido a la boca, al morder tiene la textura del salmón, está riquísimo”.
Olfato, tacto, gusto... Solo falta el oído. De alguna forma ya se ha activado a través del diálogo, pero la música de fondo también forma parte del espectáculo. Pop rock inglés de los años 80, bandas sonoras de películas, música chill out para los postres... Cada pase tiene su ritmo.
La sinfonía completa de los otros sentidos ya está a pleno rendimiento. Además, se van agudizando a medida que transcurre la velada. Así es como los comensales empiezan a reconocer más olores, texturas, sabores... Y también canciones.
El colofón laminero anuncia que el menú degustación llega a su fin. Así lo comentan Mateo y Sonia, que recomiendan a los clientes no moverse hasta que lleguen ellos. La salida tiene que ser igual de ordenada que la entrada.
Al haber estado un buen rato a oscuras, cuesta adaptarse a la nueva realidad. La luz en la recepción es tenue, pero parece una llamarada a pleno sol de mediodía del mes de julio. En cualquier caso, todo vuelve pronto a la normalidad. Los teléfonos y relojes regresan a sus dueños y llega otra de las sorpresas: “¡Hemos estado a oscuras más de dos horas, pero me da la impresión de que no ha pasado ni una, es increíble!”.
El tiempo ha volado para todo el mundo y en el ambiente se transmite el deseo de que no acabe. Pero la experiencia toca a su fin con una copa de cava en la mano, el photocall para el recuerdo y la evocación, ahora sí, de los platos degustados en una pantalla gigante. “Pues he acertado casi todos”, se escucha. Un largo “¡ohhhh...!” de admiración es la expresión más repetida.
En este momento de sobremesa, Mateo y Sonia son casi como de la familia. “Lo que más nos gusta –aseguran– es la sensibilidad que demuestra la gente; se pone en nuestra piel y entiende mejor por qué suenan los semáforos o están las marcas del suelo; es importante que la sociedad se conciencie de que podemos hacer muchas más cosas que vender cupones”. Antes de la despedida, Sonia comparte uno de los comentarios que más le hacen: “La vista condiciona mucho la comida”. Una reflexión que todos nos deberíamos hacer.
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