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Espontáneo y dicharachero, Carlos contagia con su carcajada fácil a compañeros y clientes que visitan su restaurante. En septiembre de 2017, el cocinero dejó aparcado su food truck para plantar 'Raíces', su proyecto más serio y personal. Y lo ha hecho en su tierra natal, Talavera de la Reina, frente al río Tajo. "No podía ser en otro sitio", dice Carlos. Lleva ya ocho meses rodando, y la cabeza del chef es todo un hervidero de ideas convertidas en atrevidas mezclas.
En cocina, Carlos se pone serio, hay que concentrarse. Su chaquetilla blanca resalta entre las camisetas negras y los uniformes vaqueros de sus compañeros. Aunque el espacio es pequeño, todos tienen su lugar, su función en cada paso del menú para que todo vaya como la seda. Un frenesí entre fogones, woks y platos que van y vienen, que brinda un espectáculo improvisado a los comensales que se arriman a la cristalera que separa la cocina del resto de la sala.
En la radio suena una canción de Rosendo y comienzan a salir los primeros snacks del menú: cremosos de sesos de cordero y mahonesa de tamarindo, mejillones en escabeche con verduritas escaldadas y steak tartar en un airbag con gel de pimiento frito. Todo servido sobre una baldosa de cerámica de Talavera.
Les siguen los snacks calientes: croqueta de ropa vieja con mahonesa de pimentón de la Vera y un cachito de chorizo dulce; y la empanadilla de cordero al estilo marroquí, con mahonesa de ras al hanut y un gel de ciruela. "Mi cocina es muy cañera", advierte el cocinero de 27 años, al que le vuelven loco las espumas, los aires y los geles para completar sus platos.
La estética del restaurante da más pistas sobre la personalidad de Carlos. Un enorme corazón fabricado por cubiertos reciclados simboliza su amor por la cocina, mientras la calavera pintada sobre cerámica de Talavera recuerda su vivencia con los food trucks, con los que recorría toda España vendiendo baos de carrillera y rabo de toro, y hot dogs hechos con pan de maíz.
Las paredes de ladrillo están llenas de agujeros donde los clientes dejan su pequeño homenaje, desde un pequeño playmobil, a una foto hecha con polaroid o decenas de dedicatorias aún sin abrir. "Me da miedo leerlas por lo que puedan decir", bromea el chef. Los ciervos regadera conviven con las lámparas hechas de alambre y cadenas de bicicleta, mientras que en los baños, la vieja BH de su abuelo cobra una nueva vida sobre los lavabos. "El restaurante tiene un look de lo que es nuestra locura, la belleza dentro de la imperfección", describe.
El siguiente plato que sale de cocina son las carillas, un puchero de legumbres muy tradicional de Talavera de la Reina al que Carlos impregna su toque personal con una salsa china hoisin y un guiso de crestas de gallo y pechugas, aire de tomate y cebolla. "Las mejores del mundo están en Velada, a unos 12 kilómetros de Talavera. Las compramos allí hasta que se acaban, porque la producción es muy escasa". El plato, ahumado en romero, tiene una llamativa presentación en mesa al destapar el cuenco en forma de botijo.
Solo han pasado tres años desde que Carlos ganara la tercera edición de Masterchef. Desde entonces, su vida ha dado un giro de 360 grados. Su curiosidad por la gastronomía le entró el año que comenzó a trabajar de vigilante nocturno. "Fue por casualidad. Me planteé aprovechar el día estudiando un curso de cocina. Iba a clases siempre de empalmada, cuando salía de trabajar, y lo aprobé todo", dice orgulloso.
"Luego fue mi madre la que lió todo apuntándome al concurso sin que yo lo supiera. Cuando me quise dar cuenta estaba dentro, y no solo eso, sino que gané el concurso", dice aún sin evitar mostrar su sorpresa. "La televisión me dio alas para ser cocinero, pero no me enseñó a moverlas", asegura. "Ahora es cuando estoy formándome día a día entre los fogones".
Siempre hay algún salazón en el menú. Esta vez preparan un jurel en salazón con ajo blanco de lechuga y salicornia, encurtidos, limón en salazón y huevas de arenque y trucha. Después llega el boquerón en vinagre con pico de gallo, cilantro, gel de aceituna y un cornicabra ecológico que traen de Navalmorales "con una personalidad enorme". Carlos lo describe como un aceite intenso, picante y amargo al mismo tiempo. "No gusta a todo el mundo y acompañando al vinagre del boquerón es un plato con mucha garra. No es un aceite correcto, pero es que nosotros tampoco somos correctos", advierte, mientras deja junto al plato una cesta de pan para mojar.
La música cambia. Ahora suena Extremoduro y tras la cristalera se ve cómo colocan cuidadosamente las verduras de temporada con romescu, yema de huevo y puerro quemado. El plato lleva alcachofa, brócoli, espárrago, cebolla, coliflor, romanescu, col y nabo negro, todo hecho al vapor. "La salsa romescu la hacemos con tomate, ajo, avellana, almendra y carne de ñora, lo que le da mucho sabor. Primero horneamos todo y lo achicharramos en el wok, para después triturarlo". El resultado: unas cucharadas de intenso sabor con un agradable crunch. "Los bocados tienen que ser canallas, si no, vaya aburrimiento", dice con rotundidad.
"Fuera cubiertos", anuncia Carlos, "es la hora de comer con las manos, llega el momento Street del menú", dice mientras coloca sobre la mesa sin manteles un plato al que llaman Bocado de calamar. "Lo hacemos rebozado y lo servimos con un bizcocho elaborado con la tinta del calamar, una piel de bacalao frita, mahonesa de yuzu y kétchup kimchi", explica el cocinero, al que le gusta jugar con diferentes texturas.
Le sigue la hamburguesa brioche con un 33 % de mantequilla, rellena de carrillera y servida con mahonesa de ajo negro por encima y yema de huevo. "Este es nuestro guiño a esas hamburguesas que servíamos en el food truck, pero en una versión más pija. La otra era más gamberra", dice sin evitar soltar una de sus carcajadas.
Para los pescados, la carta propone trucha o bacalao. La primera la prepara marinada en gin tonic en un ceviche con limón marroquí, leche de tigre, almendras y aire de leche. Para el bacalao, Carlos apuesta por cocinarlo a baja temperatura con una salsa bearnesa de ají que hace al horno y una sopa espumosa de salsa de curry verde, de espárrago y judías verdes, acompañado con aire de remolacha.
Aún quedan dos platos más antes de llegar a la carne: el primero es el Carabinero cabezón con arroz meloso relleno con una salsa que prepara con tomate, puerro quemado, lemongrass, flores de cilantro, chiles secos ahumados y albahaca, todo muy aromatizado. "La cabeza es la joya, por eso la ponemos sobre un pedestal. Es otro de los platos fijos del menú", asegura el chef, que compatibiliza su amor por los fogones con su reciente paternidad. "Abrimos al público de jueves a domingo, para poder descansar y estar con la familia", asegura.
El siguiente pase es un plato de setas –trompetillas y cardos– deshidratadas con un guiso de manitas de cerdo y espuma de batata. "Aquí el toque cañero se lo da un potente caldo de pollo y el jugo de las setas que recogemos nostros mismos por la zona de Arenas de San Pedro, en Ávila". Sobre el plato, Carlos ralla un poco de trufa negra, mientras el comensal lee en alto el mensaje escrito en la espalda de Jordan, uno de los cocineros: Déjame entrar en tu paladar, y te daré un trozo de mi alma. "Lo escribió un día un cliente con rotulador sobre la cristalera y nos gustó tanto que lo imprimimos en el uniforme", explica el talaverano.
Ahora sí, es el turno de servir las carnes. Dependiendo del menú, ofrecen carrilleras de cerdo con salsa de miel, canela y whisky de Bourbon con maíz quemado, cebolla dulce y mostaza; o solomillo de cerdo ibérico marcado a la plancha, granos de mostaza y una crujiente mazorca encurtida. "Todas nuestras carnes las traemos de Otero, un carnicero de la zona que trabaja muy bien. En sus granjas elegimos los mejores corderos y cerdos", dice Carlos mientras revela que su intención es conseguir que la mayor parte de los productos de su carta sean de la comarca. "Queremos que Talavera nos alimente", recalca.
La recta final del menú la marca un prepostre de fruta de temporada –frambuesa, frutas del bosque, manzana y naranja– impregnado de ron con helado de yuzu y granizado de ron y manzana. Un plato que refresca, limpia y prepara el paladar para el colofón final: la Muerte por chocolate.
"Es un postre muy cañón" que juega con diferentes texturas de este dulce por excelencia. "Preparamos una tierra de chocolate con mousse, bizcocho y gominola –todo de chocolate negro–, helado de chocolate blanco con pimienta y jengibre y caldo de chocolate amargo caliente por encima". "Vais a flipar", concluye.
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