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David Pérez está frenético a las diez de la mañana del sábado. Tiene completo el día, con la habitual mezcla de clientes que reúne 'Ronquillo': vecinos con ganas de puchero, cazadores con hambre de monte y visitantes atraídos por la fama que va almacenando esta casa familiar de Ramales de la Victoria, transformada desde 2010 en restaurante formidable.
David y su hermana Cecilia, jefa de sala, se criaron entre las piedras donde ahora acogen a todo tipo de estómagos ansiosos con carta y menú con los que ponerse las botas en distintos formatos. Detrás, bulle el entusiasmo cinegético de David y las decenas de establecimientos en los que se adiestró, desde 'Nerua' (3 Soles Guía Repsol), 'El Bohío' (2 Soles Guía Repsol o 'Túbal' (1 Sol Guía Repsol), hasta restaurantes de Francia o Italia. Lo habitual era que aguantase un año: en cuanto consideraba que había aprendido, buscaba otro maestro.
Decir que hablamos de un chef con el culo inquieto es quedarse corto. David es puro nervio, un carácter fogoso y desprendido que le hace hablar de su negocio como una parte de su pueblo, del que se siente embajador. De la que reservamos mesa nos propone una visita a las cuevas de Ramales –un paraíso de espeleología–, nos recomienda una ruta de bares para tomar el vermú y hasta unos apartamentos rurales que acaban de abrir en este valle espléndido que reúne paisajes de tres comunidades: Cantabria, Castilla y Euskadi.
Tres tierras fronterizas que aparecen mezcladas en su cocina, concentradas en suculentos guisos, que bien podría encabezar el jabalí al estilo de su madre: tal cual lo esperarías en un pueblo, tal cual esperarías que lo mejorara un cocinero con genio. Que la tradición parezca nueva es un talento que solo se alcanza cuando el amor por el origen se combina con viajes y curiosidad. Y David va servido de todo eso.
Los hermanos Pérez se criaron en esta casa de piedra que sus padres regentaban como fonda y que hace una década reformaron, añadiendo durante el confinamiento por la pandemia otra planta espléndida de comedor. Es el final de una trayectoria que David inició por obligación, que no por gusto: "Yo no quería esto porque era muy duro. Salíamos del colegio, comíamos rápido y servíamos a los obreros que venían a comer. Y por la tarde, si no tenías nada que hacer te ponían detrás de la barra. Pero me marché pronto de casa y empecé a dar servicios en restaurantes para ganar dinero". Por fortuna para sus clientes, aquella aventura cuajó.
Jabalí, cochinillo, perdiz, pato, corzo o torcaz. La carta de 'Ronquillo' y su menú degustación parece un zoo, un corral de aristócrata, una sala de despiece con viandas montaraces cuyo aroma invade todo el restaurante. David ama la caza y se aprovisiona de las mejores piezas a las que aplica cocciones suaves, amortiguando la brutalidad de algunos sabores pero conservando la esencia. Platos que llenan la boca sin invadirla, como la liebre a la royal, la brocheta de cochinillo con caracol o la ensalada de perdiz, que esconde un polvo de chocolate blanco y negro que rememora la costumbre de rematar el animal con el amargor del cacao.
Las mollejas de ternera las ahúma en una falsa parrilla; los callos, morros y la pata de la vaca los estofa con el tiempo y la comunión que los siglos de tradición mandan. "Nunca he sido muy técnico, pero sí muy guisandero", dice el chef, cuyos platos hacen que te cuestiones de inmediato su primera afirmación: la pechuga de torcaz con su arroz deja con los ojos abiertos, porque el ave está en su punto exacto —roja, pero sin sangre— y el arroz, igual.
De hecho, solo los entrantes, que reúnen la mitad de los 18 platos del menú degustación, constituyen un desfile de técnicas e imaginación que informan de un chef con tanto oficio en el despiece como en la combinación delicada. Blini de cochinillo; jamón de pato curado en su casa; lengua de jabalí encurtida en picante, y, para hacer del entrante múltiple un mar y montaña, un bocarte con queso y una tosta de queso y anchoa con mermelada de tomate y albahaca. Es difícil empezar una comida con tanto sabor.
Los montes cántabros como despensa
David atesora otro mérito: tanto en su carta como en su menú abundan los hongos y el foie, dos ingredientes que durante años han copado recetas pero que no siempre se distinguen por su calidad. Lógicamente, no hay mejor proveedor que la propia casa, que las setas recogidas en los montes cercanos y el hígado de un animal bien cuidado. Un mundo opuesto a los lineales de supermercado. David usa foie de Espinosa de los Monteros y hongos de su entorno, y habla de sus proveedores como quien habla de sus vecinos: los considera parte de su cocina.
El chef se siente parte de un ciclo, de una cadena, y su propósito principal al calzarse el delantal es levantar el sabor de cuanto se dispone a preparar: "Pienso que menos es más. Hacemos mucho trabajo previo, y procuramos que haya pocas guarniciones". Las colmenillas rellenas de foie revientan el paladar. La ensalada de cecina con foie, pimientos asados, cebolla frita y quesos de vaca curados invita a dar un pregón de fiestas de verano. Con esa misma filosofía encara los pescados, que también abundan, pues no en vano estamos en Cantabria. Albóndigas de verdel, mero con puerro y espárrago, o una merluza a la brasa con tomate en texturas imbatible de nuevo por su naturalidad.
En la carta de vinos cuenta con la asesoría de Unicorn Wines, que dirige Andrés Conde Laya, uno de los expertos en la vid más erudito y desconocidos de este país. De ahí que en 'Ronquillo' encuentres referencias del Jura o Borgoña, junto a bodegas pequeñas de denominaciones españolas, con un apartado propio para las cántabras, como no podría ser de otra forma para alguien que no sabe hablar de su cocina sin contarte una y mil aventuras de su pueblo.
Le sucede también con los quesos cántabros —tan poco conocidos fuera de su tierra—, que David busca y rebusca entre aldeas y cuevas y que, una vez servidos, explica con un entusiasmo que contagia. Sus ganas, su bonhomía y su talento para transformar en cocina cuanto le rodea hacen también de 'Ronquillo' un pequeño paraíso. Un coto dentro de Cantabria por el que saltar entre matorrales y mares por toda España.
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