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No paro de recibir en el móvil fotos de los platos de Roberto. A los probados a los diez días de instalarse en un puesto que es un estallido caribeño en el mercado de Vallehermoso, se suman esos otros que surgen de repente. “Es una cocina del día, veo unas colas de gamba roja en la pescadería de José o unas codornices royal de Higinio, me las llevo y pienso la receta sobre la marcha, igual al día siguiente tenemos otra cosa. Hay platos más estables y otros más rápidos, más improvisados. Es un concepto de cocina muy libre. Pongo mucho énfasis en hacer buenos caldos, que son la base de todo. Tengo una marmita borboteando permanentemente”. El rastro de sus atrayentes platos comienza en esa olla XXL que bulle tanto como su cabeza.
Hay tantas ganas en el ambiente de que te guste lo que Roberto va sacando a la mesa, que antes de empezar estás predispuesto. La causa limeña con un meloso guiso de manitas, cacahuete y envuelta en una transparente tajada de papada ibérica de ‘El país de Quercus’, entra en la categoría de vicio.
Cuando el comensal de al lado te lleva ventaja, la gula y la envidia te ciegan a partes iguales y piensas en aumentar la comanda de una carta base muy corta, en la que los precios son un aliciente. Desde los 4,90 euros del pappadum de abanico ibérico a los 14 euros del plato más caro, el curry ají de gallina.
Otro plato que merece que vuelvas, con la excusa de llevar cada vez a un amigo, es la Codorniz con salteado de quinoa y ajete, que “va cocinada al vacío y marinada con pasta de huacatay y rocoto, cilantro, y aji amarillo, bañada en una demi glass reducida y chocolate, en la que las patitas se fríen y la pechuga está marcada”, explica Roberto, que deja para los que se acerquen el secreto del curry aji de gallina. Un mix en el que toda la experiencia del cocinero se da cita y pone en evidencia que Tripea más que una moda, puede ser un trampolín.
Platos sencillos, en los que los ingredientes se aman entre ellos. Como en los jalapeños rellenos de torta del Casar, chorizo, ponzu y cilantro. O los shitakes y champis al ajillo, con una crema de huevo frito bien rica. Claro, que el tiradito de corvina salvaje, con una leche de tigre muy especial, fruta de la pasión, camaroncitos, lima kaffir, sal ahumada y ajo frito, es capítulo aparte.
Poco más de un mes abierto y cuesta encontrar una banqueta de las 16 que holgadamente rodean la mesa formada por tres tablones de madera. Difícil no encontrarte con alguno de los que olfatean las novedades y siguen la pista a Roberto desde que despuntara en Nakeima.
“Desde pequeñito me gustaba cocinar con mi madre. Con siete años trasteaba en la cocina y le ayudaba. Mis padres me llevaban a comer por ahí y me dejaban elegir dónde íbamos cada vez. En primero de bachiller decidí que lo que quería era entrar en la escuela de hostelería de la Casa de Campo. Tuve que hacer un módulo antes en la escuela María Zayas de Majadahonda para luego poder acceder. Los sábados y domingos trabajaba cogiendo práctica. Primero en La Giralda, luego con Darío Barrio en Dassa Bassa, después con Andrés Madrigal en Alboroque, en el Celler de Can Roca, de vuelta con Madrigal en Bistró y en Casa de América”.
Pero Roberto tenía la inquietud de conocer in situ la cocina peruana, chifa y nikkei. Y allí se fue un año, con Pedro Miguel Schiaffino, a la cocina amazónica de Malabar. En Lima se enamoró del restaurante Maido, de Mitsuharu Tsumura. “Me dejó loco y no paré hasta lograr estar allí un tiempo. En ambos restaurantes me abrí al conocimiento de otros productos, aprendí otra forma de cocinar y me desarrollé como cocinero. Tuve que habituarme a una infraestructura diferente. Las cámaras estaban cerradas con candado y era complicado conseguir el producto a no ser que fueras muy previsor. Sin saber nada te dan una carta y tienes que espabilar. Dices ¿cómo saco yo esto adelante? Cuando hay emplatados de siete preparaciones diferentes y el chef es muy exigente hay que resolver cualquier problema rápido y eso aporta una rica experiencia”.
De regreso a España, estuvo dos años con Luis Arévalo en Nikkei 225. Se lanzó a la piscina con Nakeima y dos años después Arévalo le tentó para que se encargara de la cocina caliente en Kena. Ahora su proyecto personal se hace realidad. “Tripea es un nombre que tenía pensado de hace tiempo y viene de la jerga de Sudamérica, de 'vamos a tripear', a comer con gusto. Hay quien lo asocia a los sabores ácidos y cítricos. Los inversores son los mismos que los de El tiradito, pero la parte gastronómica es idea mía, como el diseño del local y el logotipo, que lo ha hecho mi hermano. Yo he seleccionado todo, desde el menaje a las banquetas”. Que quede claro que Roberto no quiere competir con nadie, más que consigo mismo.