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Cuando me hablan de templos del producto, concepto formalizado en el magnífico libro de Borja Beneyto y Carlos Mateo, me viene a la cabeza un enclave rural y una cocina que trabaja la despensa de proximidad. Sin embargo, hay templos urbanos.
‘Ultramarinos Marín’, restaurante-asador, abrió el pasado septiembre en la calle Balmes de Barcelona, cerca del cruce con Diagonal, respetando en buena parte el interiorismo del anterior negocio, que fue un bar de toda la vida. “Pintamos y pusimos este módulo”, comenta el cocinero Adrià Cartró señalando tres fogones y una plancha de la que saldrán maravillas en cuanto empiece el servicio.
La espina dorsal del local es una barra. Enfrente hay mesas sencillas, casi espartanas, y una pared colmada de conservas de tomates y piparras; encima, dentro de una vitrina, se exhiben guisos, terrinas, oricios, alcachofas y escabeches lujuriosos -jurel, mejillones de bouchot…-; y detrás de la barra el equipo dirigido por Adrià se moverá en la estrechez con el nervio y precisión de una pandilla de ninjas.
Al fondo de la sala y detrás de una cortina hay más: una brasa y la cocina de producción, donde elaboran también chacinas y embutidos. Borja García, jefe de cocina que prefiere la discreción de ese espacio, cuenta que algún día se correrá el telón y abrirán la zona al público. Mientras tanto, los mejores asientos están en la barra. Sentado en un taburete asistiré al espectáculo -de verdad, lo es- del pase.
Todo empieza con una tapita de chicharrones, panceta ahumada y frita a la perfección, acompañados de cebollitas y piparras encurtidas en la casa. Es un gran combo y, probablemente, estos chicharrones vengan del Olimpo de los cerdos y sean una declaración de intenciones. Por ahí irán las cosas: excelente producto y elaboraciones clásicas llevadas al máximo nivel.
Confirma mis sospechas el jurel escabechado, de una finura y jugosidad sin precedentes. ¿Es un simple escabeche? Sí, pero prepararlo así no está al alcance de todo el mundo. Siguiendo con el jurel, me presentan tres cortes de este pescado cortados en sashimi. “Jurel ahumado”, dice Adrià, “aquí intentamos que la brasa sea, sobre todo, un sabor”. El corte tiene el grosor preciso, el humo es un leve perfume persistente y el pescado se mantiene terso.
Antes del siguiente plato le pido a Adrià una muestra de sus salsas, he leído que son gloriosas, y al poco lo confirmo. Me sirven cuenquitos con alioli, romesco, mayonesa, una suerte de tártara -sin mostaza- que han bautizado como picada de la casa y olivada. Cada una de ellas es el mejor ejemplo posible en su género y, como si las ideas platónicas se materializaran en bocados, llegarán el resto de platillos.
De la plancha, que Adrià la maneja como un maestro del teppanyaki, saldrán cigalitas de Sant Carles de la Rápita con un toque de limón y garum -a la unilateral y con la cola aún gelatinosa-, seguidas por una tapa de puntillitas y otra de sepionets, que son raviolis preñados de mar.
De la vitrina saldrá la mejor escalivada que yo haya comido, elaborada exclusivamente con brasa, las hortalizas llegan a un nivel de caramelización asombroso y su concentración de sabor es notable. También viene de la vitrina la terrina Cinco Plumas, elaborada con picantón, codorniz, foie gras, pollo de payés y coquelet. Es un manjar de altos vuelos con una persistencia y untuosidad extraordinarias. Igualmente destacable es la lengua ahumada, una pieza de chacinería magra y, de nuevo, ahumada, que despierta instintos primitivos.
De los guisos probaré las alcachofas con berberechos, que vienen cocinadas en un sabroso fumet de pescado que liga el intercambio entre bivalvo e inflorescencia, y también el goloso y pegajoso guiso de oreja con garbanzos.
Cuando parece que he terminado con la parte salada, Adrià, que salta como un tigre de la salamandra a la plancha, se marca un vacile importante: “¿Quieres probar el pollo?”. La pregunta me sorprende, ¿pollo a la plancha para terminar? Él confirma que he entendido bien y acepto con extrañeza.
Bueno, pues es increíble en qué puede terminar un contramuslo deshuesado. Adrià lo ha hecho otra vez: elevar al máximo una preparación hasta el punto de que uno se olvida de estar comiendo pollo a la plancha, porque es el mejor pollo a la plancha posible, otro nivel.
“Este es el único plato que hemos tenido que ensayar”, dice Adrià con socarronería, “para hacer así el contramuslo necesitas una temperatura de plancha que no es compatible con el resto de preparaciones, estuvimos un mes para clavarla”. Y eso lo explica todo: ensayaron treinta días una técnica a la que el 99 % de restaurantes no dedica ni cinco minutos.
Con este desfile salado yo me hubiera ido más que feliz. Pero Adrià me propone un postre: tocinillo de cielo. Tengo ojeriza a este dulce, pero a estas alturas me dejo hacer sin chistar. Y hago bien, porque es un tocinillo poco edulcorado, con una textura envolvente y esponjosa -lo cuecen en horno de vapor- que se remata con nata montada, ni más, ni menos, pero qué bien puede hacer una buena nata.
La propuesta y el ambiente giran en torno a la informalidad en la presentación, pero la grandeza de las elaboraciones. Lo mismo ocurre con la oferta líquida. No hay una carta de vinos escrita, sino que el equipo de sala aconseja al cliente. En mi caso elijo una copa de la media docena de interesantes botellas abiertas para ese menester. Es un txakoli de Txomin Etxaniz que me acompañará fielmente hasta el último bocado con su medida acidez.
Cuando salgo por la puerta, seguro de dejar atrás una especie de taberna donde toman cuerpo las preparaciones ideales, distingo a tres cocineros y a un colega del periodismo gastro entre los comensales. Normal, ‘Ultramarinos Marín’ es un templo y, por tanto, lugar de peregrinación.
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