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Un restaurante es un espacio, pero también es un momento. Una experiencia que se envuelve en un tempo inexacto. Al cruzar la discreta entrada de 'UMA' (1 Sol Guía Repsol 2021) a uno le queda claro que las prisas han de quedarse fuera y que dentro todo está concebido para olvidarse del reloj. Hay uno en cada mesa, de arena. Una camarera lo tumba nada más sentarse para “detener” el goteo de la fina sílice por el embudo de cristal.
Iker Erauzki ya prepara de espaldas uno de los últimos platos en incorporar su menú, la lubina ahumada de Aquanaria con gazpachuelo de rábano picante, caviar y hojas de wasabi en un caldo de pescado ligado con una suave mostaza de Dijon. Lo hace en una cocina abierta vestida de un mármol blanco impoluto donde cuelga un juego de baterías color bronce sobre su cabeza. Es una cocina abocada a la sala, de esas que dejan ver todos los entresijos, y en la que Anna Yébenes, mujer y socia de este vasco que creció en París, oficia con soltura. “Lamentablemente, justo ahora, con la restricción, horaria sí hay que apuntar el tiempo”, espeta.
Llevan desde 2014 comandando este restaurante con nombre de cubertería africana —"uma" significa "tenedor" en swahili— que ha cambiado tres veces de emplazamiento. Abrieron en Sants con un espacio minúsculo (cinco mesas para 14 comensales) y, al poco, ya eran número 1 en las listas más populares de internet. “Abrimos con el dinero de nuestra boda. Yo me crié en París y, desde muy joven, tuve claro que quería ser cocinero”, recuerda.
Viaje de vuelta al País Vasco mediante para “conocer las bases de la cocina vasca de su abuela” y trabajar en el restaurante de un pueblo donde le pasaban los bueyes por la puerta haciendo el arrase, una escapada a Barcelona le deja “enamorado para siempre” de la ciudad. Tuvo varias experiencias en grupos de restauración, pero, al final, convino que los restaurantes “eran fábricas de comida” de las que se acababa yendo porque le pedían “que trabajase peor porque la gente se vuelve golosa y quiere ganar más dinero”. Tras cinco años de parón para “ganarse muy bien la vida con asesorías, formaciones y escribiendo libros de recetas” —entre ellos el primero sobre flores comestibles en España—, volvió a los fogones con negocio propio porque se considera “un empleado de servicio” y le faltaba “atender a la gente”.
El éxito les llevó al gran Eixample, a crecer y sumar socios en un proyecto que, aunque les puso en la órbita del sector, casi les arruina: “Fue una muy mala decisión. Pero encontramos nuevo inversor, dando un paso adelante en esta ex galería de arte de 250 metros”. La ilusión sigue intacta, la piel renovada y muchas ganas por delante.
Esa dermis es de color cobalto refrescada por el blanco de varias columnas alargadas que enmarcan la única sala y múltiples detalles en la vajilla, las sillas y la decoración que dan pincelas rosas y doradas. Una de ellas es un inmenso cuadro sobre las cabezas cosido con hilo de cocina dorado: “como nosotros este cuadro es una segunda oportunidad. Lo teníamos en el primer local. Lo abandonamos allí y me lo traje cuando ya lo habían tirado a la basura. En el trasporte se rompió y tuvimos incluso que parar el tráfico. Lo repinté, blanqueé y cosí. Me recuerda que todo puede mejorarse y cambiar”.
La campana de mantequilla es la excusa para razonar la herencia francesa del camino que Erauzkin ha recorrido hasta llegar aquí: “Mi cocina es de mi abuela, pero también de todo lo que he ido recogiendo estos años aquí y allá… De lo que he vivido, nunca pisé una escuela de cocina…”. Y de ese resumen vital está hecho su menú sorpresa que se lleva a la mesa al unísono —“quien no llegue a la hora empezará por el pase que toque, esto es como una función”, avisa—. No habría que fallar mirando la manecilla para no perderse el primer snack, una liviana seta del castanyer, que crece en árboles caídos y se usa sobre todo para sopas: “Yo la compro seca, la hidrato en caldo de chipirón, la vuelvo a secar y la frío”. La sirve acompañada de mayonesa de gochujang (dulce y picante) y le acompaña un mochi de queso brie trufado tapado por dos generosas láminas de trufa. Normalmente sería una elaboración dulce, pero Erauzkin tiene debilidad por incorporar el dulce en los pases salados y el salado en los postres.
También bascula por dar protagonismo a la verdura, cada vez más, y por intentar conseguir platos monocromáticos. Las tres corrientes convergen, por ejemplo, en el tercer pase; una coliflor picasiana laminada en crudo aguantada por una salsa de chocolate blanco, láminas de obulato neutro que texturizan y una bola de caviar que queda escondida. “Lo llamamos caviar al revés porque, normalmente, las huevas coronarían el plato y aquí no me importa la validez del caviar, lo importante es la coliflor”, señala. Lo hizo para La Gran Dama el día que presentaron el Garden Gastronomy, pero fue Javi Vergara, de 'Mugaritz' (3 Soles Guía Repsol), quien le había dado la idea y hecho entender años antes que “cuando no te gusta algo no es que no te guste, es que no has encontrado la manera en que te gusta”. El tiramisú de erizo de mar y trufa, un mascarpone trufado donde también juega al despiste dulce-salado, es otro de los platos donde busca “una simbiosis de gran suavidad”.
“Me gusta la cocina china y coreana muchísimo”, reconoce el cocinero, cuyo homenaje a uno de los platos asiáticos más icónicos es la “endibia Pekín”. Otro plato monocromo que lleva al terreno de las verduras. Confitan la endivia con grasa de pato convirtiéndola en un falso confit braseado levemente en la robata sobre una crema de calçots ya que es temporada. “Las crujientes láminas rotas de salsa hoisin encima que emulan el crepitar del fuego y la piel del pato. El crujiente es el plato”, sostiene. En París vivían justo al lado del barrio chino, en Ménilmontant, y cuando vuelve van a Le pacifique, uno de esos restaurantes tradicionales con pecera, "un clásico familiar”. Si Jacques Maxim de Hotel Negresco de Niza hizo de la flor de calabacín un ingrediente de alta cocina, Iker le toma el testigo, pero con una endivia.
El resto del menú se apea de las verduras y toma rumbo a la proteína, pero no demasiado. “No bautizo el menú porque voy adaptándolo a mi crecimiento personal y al producto del mercado o los retos que me proponen”, señala el cocinero.
Carême fue quien clasificó por primera vez las salsas, quien les dio un protagonismo en los libros gastronómicos que hasta entonces no tenían. “¿Cómo se acaba un plato? —pregunta al aire—. Mojando pan —responde—. Revindico las salsas porque muchas veces quedan tapadas, por eso cuando las cosas son normales les dedico todo un menú completo”. De esa idea nació el XO de txangurro, un plato que ha extraído de ese menú. Y es que la gastronomía moderna debe mucho a los inmigrantes, especialmente a los asiáticos. Es un bocado vasco-japonés delicado, intenso y de gran belleza por su sencillez. La salsa, que inventaron unos cantoneses de Hong Kong en los 80, hace referencia a Extra Old, “extra viejo”. Aunque cada chef tiene su receta se suelen usar camarones o vieiras fermentadas en ajo, chiles frescos, jengibre y otros muchos ingredientes. Erauzkin lleva esta elaboración sabrosa y aromática a su tierra, al terreno del txangurro —descansa bajo un velo de coco casi transparente. “Siempre intento que sean livianas, que no salgas pesado porque el menú es largo”, espeta.
En esa carta en mutación constante algunos platos mueren de éxito y otros es imposible quitarlos. En el primer grupo está la migración de los patos: huevo a baja temperatura y crema de ceps coronados por un algodón de azúcar con foie helado rallado por encima. Antiguamente, se extraía el hígado de las ocas antes de realizar la migración porque era cuando habían comido para aguantar el viaje. De esta historia Erauzkin elaboró este best seller que ha sacado ya de carta “pese al clamor popular”. El que no puede descatalogar es la sopa de amor, el primer plato que creó para Anna porque ella “no le deja”. Inspirada en la Tom Yum Soup, lleva “cebolla pochada, cabeza de gambas, gochujang, tapioca cocida en leche de coco, brotes de flor de almendro, lima, cilantro, citronella y germinado de cilantro”, detalla el cocinero. “Si hay cosas que no puedes cambiar nunca el menú no avanza”, suspira.
De ese pie que tiene en el país vasco surgen dos platos que tiran de recetario familiar como aquellos bueyes delante de la puerta. El mar y montaña vasco-catalán y el faldón de rodaballo. El primero, una crema de alubias estofadas “de la abuela, a fuego super lento 4 o 5 horas” de la que se quedan solo con el caldo. Sobre este, acomodan una tostada de pan de algas, un crujiente prensado de tripa de bacalao y oreja de cerdo coronando con una cigala desnuda en formato XXL el conjunto. “Todo lo bueno junto —sostiene el cocinero—. Por separado podría no cuadrar, pero junto es brutal, ¿verdad? Es muy cassolà”. El corte del pescado es la pieza que guarda para sí mismo porque es la que más le gusta porque es “super melosa y tiene ese puntito crocante”. La presenta marcada por el lado de la piel con un peso para que suelte la gelatina. El otro lado y los guisantes que acompañan ya se cocina solo con el contacto, y el calor residual del pil-pil de plancton marino.
El cochinillo segoviano confitado a baja temperatura durante 12 horas con su propio jugo y dados de calabaza que acompaña un cazo de cobre con bien de salsa para seguir mojando pan es la única concesión cárnica ahora mismo en el menú. Y lo tiene porque en su casa tiene que contentar a la clientela. “Como buen vasco adoro los pescados. Por mí, no pondría ningún plato con carne. Además, cocinarlos es muchísimo más divertido. En mi boda no puse carne y Anna, que es cordobesa, temía que a alguien no le gustase. Al final, convenimos que nos daba igual”, recuerda.
Los postres son pura coherencia, un lugar donde Iker vuelve a buscar la belleza y a jugar con lo inesperado. Por ejemplo, en las fresitas silvestres con un crumble de caviar, emulsión de chocolate blanco, bizcocho de sésamo y una bolita dentro de remolacha y fresa. Un pantone de grises y negros con corazón rojo fresa en el interior. Y del negro invierno, a los “primeros días de primavera”. Un cojín en el que descansa un pequeño bosque naranja con crujientes pétalos de boniato que “alzan el vuelo” sobre una crema helada de naranja y azahar, una mermelada de kumquat y frambuesa. “Creo que la primavera huele a azahar. Es esa idea, cuando se juntan las naranjas del invierno con las primeras flores que van a brotar”, sintetiza. Un postre en el que vuelven las flores que en un momento identificaron su cocina. “Si pienso en lo efímera que es la naturaleza y en cómo nos entrega placeres que son livianos y que duran lo que duran, más me gusta ponerme el reto de cocinarlos”. La fugacidad y la belleza; la temporalidad al fin de ese paso del tiempo que lo es para todos.