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Al 'Ventorrillo Patascortas' dan ganas de ir a lomos de un burro. Causa rareza bajarse de un coche, porque atravesar el arco de entrada es dar un salto a otra época. Justo a esa en que los arrieros pasaban por aquí a por un plato de comida o un aguardiente camino de la faena diaria. Hay datos que apuntan que sus primer permiso para dar comidas fue otorgado allá por 1490.
Hoy es, sin duda, una de las ventas malagueñas con más solera. A poco más de media hora de la capital, diez minutos del casco urbano de Casabermeja, constituye una de las excursiones gastronómicas más apacibles, sabrosas y entretenidas de toda la provincia. Los platos de cuchara y las carnes a la leña son los pilares de un menú sin espacio para florituras y con raíces en la cocina popular.
Con su sombrero de Cowboy, Miguel Campoy (73 años) se lía un cigarro mientras recibe a los comensales bajo un enorme eucalipto y junto a un frondoso laurel. Tiene la mirada limpia y una conversación tan interesante como dispersa. Sus anécdotas se convierten en aventuras junto a una copa de vino dulce de Málaga. A su lado, Loli Pérez, de 68 años, lleva el delantal puesto y avisa de que tiene los fogones encendidos, que calientan la comida en una humilde cocina. Solo su aroma alimenta. Estas cuatro manos son las que han hecho posible la realidad de este restaurante, forjado gracias al carácter de ambos y al entorno rural que les rodea. Aquí los almuerzos son largos, los vecinos de la zona entran y salen como si estuvieran en su casa y el ambiente familiar hace que todos los días se festeje. El motivo es lo de menos.
Basta hojear la carta para entender que en esta cocina no hay hueco para técnicas vanguardistas o productos lejanos. Para qué, cuando hay comida casera. “Siempre quise servir solo los platos que hacía mi abuela: ella fue la que me enseñó”, dice Loli, que sigue guisando para sus clientes los alimentos que toda la vida ha puesto en la mesa de su hogar. Dice que entre fogones el mayor secreto es la paciencia. El movimiento se demuestra andando y a ella le toca hoy remover y remover la olla de migas, la primera de este otoño.
Para el día también ha preparado un exquisito puchero con su pringá y las consiguientes croquetas, pero en el fin de semana las propuestas de cuchareo van saltando de los callos a la berza o del potaje de habichuelas al gazpachuelo viudo (es decir, sin marisco ni pescado). “Cada semana hago algo diferente”, destaca la mujer, que de vez en cuando se lanza a preparar unos maimones: sopa a base de pan, ajo, tomate y pimiento que se sirve muy cuajada y con pepinos pelados de acompañamiento. “Si los pruebas, te comes dos platos”, dice entre risas Miguel, que cuando se levanta con ganas, se marca unas sabrosísimas patatas a lo pobre.
“Este no es un sitio de bullas, de tener mucha gente. Al contrario: cuando todas las mesas se reservan, se acabó. Nos gusta atender con calma, que todo el mundo esté a gusto. Se trata de disfrutar”, añade el hombre, responsable de la inmensa mayoría de árboles que se ven en el entorno: sus cuentas indican que ha plantado 9.500 árboles, de los que unos 2.500 han sobrevivido a incendios, sequías y el ganado. Ecologista convencidísimo y fuerte defensor de los derechos de los animales, es el único que se saltó la tradición familiar de ser Guardia Civil. Lo fueron su bisabuelo, su abuelo, su padre, sus tíos... Y también, su hijo y su nieto. “Pero a él no hay quien lo meta en vereda”, dice su mujer entre risas mientras él guiña un ojo y da un trago al vino color bronce.
En el salón principal las sillas son de colores, estilo flamenco. Hay un puñado de mesas alrededor de una chimenea circular que parece un imán en los fríos días de invierno: nadie quiere alejarse de allí. Salvo a una pequeña habitación donde solo hay una mesa, una especie de reservado con vistas al campo. Las paredes están repletas de aperos. Hay peroles, viejos candiles de carburos, una paleta de panadero y otra que se utilizaba en las eras para aventar el trigo. También hay una romana, antiguas cestas de metal para recoger los huevos de las gallinas y un ubio para arar con bueyes. Son objetos que Miguel ha ido recibiendo a cambio de arreglar motores de tractores, de hacer chapuzas, de ayudar aquí y allá a sus vecinos. “Todo a base de trueques”, dice.
En la bodega hay vinos del terreno y botellas procedentes de propuestas locales como Lagar de Cabrera, con sede en Moclinejo, en la Axarquía malagueña. Sus vinos encajan a la perfección con los arroces que, por encargo, elabora Loli. Y con la sencilla variedad de carnes cocinadas a la brasa que hay en la carta (salvo el chivo con salsa de almendras y el rabo de otro, también especialidades de la casa).
Al fuego de la leña también se calienta el aceite donde se fríen decenas de patatas peladas a mano cada día. Es otra de las preferencias de la clientela. Acompañadas por un par de huevos fritos, son todo un homenaje a la gastronomía de toda la vida. A su cargo está Juan Miguel Campoy, quien dedica los fines de semana a echar una mano en el negocio de sus padres, como sus hermanas, que atienden a los comensales. Delante del fuego, Juan Miguel vive en una sauna continua mientras mima las llamas para que den el calor justo. Ni más, ni menos.
Miguel y Loli siguen viviendo en la parte de arriba del edificio. Abajo, donde se despliega la venta, residieron hasta hace no mucho (cuando sus tres hijos eran pequeños). Ambos son de Málaga, pero llegaron aquí en 1979 después de que él trabajase en la Renault de Marbella y ejerciera de vigilante jurado de El Corte Inglés cuando se estaba construyendo. Su padre había comprado el viejo inmueble en los años 70 y, finalmente, decidieron irse a vivir a él, arreglándolo poco a poco. En los 90 decidieron retomar la actividad histórica del edificio y en 1995 abrieron la venta. Hubo un paréntesis de diez años, pero en 2014 retomaron el negocio, que se ha convertido en un referente para quienes quieren escapar de la ciudad sábados, domingos y festivos, únicos días en los que el 'Ventorrillo' abre sus puertas.
Antes de cerrarlas, eso sí, hay hueco para el postre. Una de las especialidades de Loli es el flan de chirimoya, pero también hay de queso, chocolate o Baileys. Cuentan quienes lo han probado que su tiramisú es único, como lo es la denominada tarta de la felicidad: una especie de cuajada con nata, leche condensada y una ligerísima base bizcocho. El toque dulce, que igual acompaña un café con hielo que un licor de hierbas o un pacharán, anima a seguir. Toca decir hasta luego, volver a la realidad y, por qué no, reservar para el próximo fin de semana.
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