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El término sostenibilidad se ha adherido como una lapa al discurso gastronómico de la mayoría de los cocineros y restaurantes de cierto nivel. “Kilómetro cero” y “pequeño productor” son las principales coletillas gastro de nuestro tiempo. Pero la sostenibilidad puede entenderse de una forma más radical y holística. Puede referirse también a la dignificación de productos aparentemente humildes, poniéndolos al mismo nivel que los que siempre hemos asociado al lujo.
Son retos que solo llegan a buen puerto cuando las limitaciones -la necesidad de trabajar con lo que la naturaleza y sus circunstancias te dan cada día y no con lo que querrías tener- se contrarrestan con grandes dosis de intuición, experiencia, flexibilidad e ingenio. Es mucho más fácil ganarte al comensal con unas cocochas de merluza que con una zanahoria; con las partes nobles de un atún rojo que con una vaina de guisantes fermentada. Aun así, esta es la senda elegida por Ricard Camarena. La clave de un discurso que lleva modelando, de forma casi inconsciente, desde sus inicios como cocinero.
La investigación con las verduras y hortalizas y la cultura del aprovechamiento ya estaban presentes en las propuestas de ‘Arrop’, el proyecto de restauración asentado en Gandía con el que el cocinero valenciano comenzó a hacerse un nombre dentro del mundillo. El punto de inflexión se produjo en 2006, con la concesión del premio al “Restaurante Revelación de Madrid Fusión”. Desde entonces, la propuesta de Camarena ha evolucionado sin cesar, pero no ha pegado volantazos dramáticos. Sus pasos siempre se han encaminado en la misma dirección: una cocina cada vez más sosegada y equilibrada, sin teatro ni fuegos artificiales. Su lema es Nada debe estar en el plato porque sí.
Saltamos en el tiempo y nos trasladamos a 2017, año en el que ‘Ricard Camarena Restaurant’ -buque insignia de un grupo de restauración al que actualmente pertenecen ‘Canalla Bistro’ (Recomendado por Guía Repsol), ‘Habitual’ (1 Sol Guía Repsol), ‘Central Bar’ (Recomendado por Guía Repsol) y ‘Barx’- se trasladó desde el centro de la capital del Turia a un emplazamiento más periférico, pero lleno de encanto, situado en el barrio valenciano de Marchalenes.
Las instalaciones de este restaurante gastronómico, reconocido con 3 Soles Guía Repsol, están integradas dentro de Bombas Gens, un conjunto arquitectónico industrial construido en 1930 que, tras décadas de abandono, fue rehabilitado por la Fundació Per Amor a L’Art para albergar actividades artísticas, sociales e investigadoras.
Cuando franqueamos la puerta de entrada a ‘Ricard Camarena Restaurant’, escaneamos con la mirada el espacio elegante y sobrio diseñado por Francesc Rifé, uno de los interioristas más destacados de la restauración contemporánea española. Los colores neutros, el mobiliario discreto y la iluminación cálida e indirecta ponen al comensal en materia. El discurso reflexivo de Camarena no podría tener mejor contexto que este espacio aislado del ruido urbano y conectado con un centro de exposiciones por varias zonas ajardinadas.
Actualmente tenemos dos caminos a nuestra disposición para adentrarnos en el universo de Camarena: un menú omnívoro -pero en el que apenas hay rastro de elementos cárnicos- y el menú Oxalis, que es 100 % vegetal. Ambos comparten precio (185 euros), varios platos comunes y una misma línea de trabajo: una cocina muy personal, sencilla en apariencia, pero complicada en su elaboración. La de Ricard es una creatividad muy pulida, de las que no dejan costuras a la vista.
Cuando el cliente entra en la web del restaurante para reservar una mesa, no encuentra demasiada información sobre lo que va a ocurrir. “Intento que el cliente venga sin expectativas concretas, porque conllevan prejuicios”, admite el cocinero. “No quiero trabajar sobre parámetros convencionales ni secuencias predecibles, como la norma de acabar con un pescado y una carne. Mi objetivo es crear contextos en los que las cosas ocurran de manera muy natural. Te pongo un ejemplo: No puedes convencer a alguien de que una judía hervida con aceite y sal, por buena que sea, es algo exquisito, porque existen prejuicios. Pero si presentas esa judía dentro de un contexto nuevo, que la convierte casi en un producto exótico, el comensal empezará a construir una relación nueva con esa judía. Al final, se trata de dejar al cliente sin base comparativa, para que haga el ejercicio íntimo de decidir si le gusta o no le gusta, pero no cuánto le gusta en relación a algo que ya conoce”.
Esta es una de las reflexiones centrales de la pequeña revolución interna que empezó a gestarse en la cabeza de Camarena en 2019, un año después de recibir el Premio Nacional de Gastronomía al Mejor Jefe de Cocina. “Descubrí que había ciertos patrones de conducta, adquiridos con el paso del tiempo, que en realidad no eran míos. Tenía la sensación de no estar en el sitio adecuado, así que empecé a renunciar a muchas cosas”, explica. Él y Mari Carmen Bañuls, su socia y compañera de vida, tomaron decisiones estratégicas, como trabajar cuatro días en lugar de cinco a la semana o reforzar su alianza con su agricultor de cabecera, Toni Misiano, cuyos campos están ubicados en la comarca de la Huerta Norte, muy cercana a Valencia.
Los cambios se multiplicaron y aceleraron como consecuencia de la pandemia y el consiguiente confinamiento. Tras casi tres meses de abandono forzoso, los cultivos de Misiano se habían desbocado: los frutos habían sobrecrecido en la mata y las hierbas se habían adueñado del lugar, así que el agricultor lo dio todo por perdido. Ricard no quiso creerlo y decidió comprobar sobre el terreno la magnitud del desastre. Allí, a pie de mata y con un cuchillo en la mano para tomar muestras, empezó a vislumbrar que aquel problema podía transformarse en una oportunidad. Ese calabacín gigante y fibroso seguía teniendo posibilidades culinarias; las flores de esos nabos asalvajados presentaban unas notas picantes sumamente interesantes.
En lugar de huir hacia adelante y buscar soluciones alternativas en productos-refugio, Camarena disfrutaba maquinando cómo podría aprovechar ese producto “nuevo”, al que nunca antes había prestado atención: “¿Lo encurtiré?, ¿lo escaldaré?, ¿lo saltearé?”. “No sé si las limitaciones te hacen mejor cocinero, pero desde luego creo que te convierten en otro tipo de cocinero”, señala. “Te obligan a ser mucho más flexible y a despojarte de muchos prejuicios. Hasta una merluza blanda tiene cosas interesantes”.
Aunque los cultivos de Misiano volvieron a funcionar con normalidad, Camarena no quiso desprenderse de esos “productos fallidos” que habían conducido a felices descubrimientos. Ahora es él quien le pide a su agricultor que deje sobrecrecer los calabacines en la mata. Su textura firme y fibrosa, que no permitiría trabajar con esta hortaliza de un modo convencional, se transforma en el carabassot asado que encontramos en el menú, acompañado de ensalada de hierbas frescas y cacahuetes. A lo largo del menú nos “reencontraremos” con este mismo producto, pero en momentos diferentes de su ciclo de vida: el calabacín común que envuelve el bocado de steak tartar en uno de los entrantes; la flor del calabacín baby que forma parte de la sopa fría de flores, y la tartaleta elaborada con pieles cocidas y crema de calabacín, con la que pondremos fin a este maravilloso recorrido.
La cocina de Camarena, que siempre ha estado ligada a la mediterraneidad y a los productos de temporada, es ahora más libre que nunca. El chef nacido en Barx ha relajado una de las principales imposiciones de la alta gastronomía; la de trabajar exclusivamente sobre pautas estandarizadas y estudiadas al milímetro. Digamos que le ha metido un poco de jazz a la partitura. Por eso, el menú de degustación puede variar sustancialmente a lo largo de una misma temporada. “Me permito toda la improvisación que sea necesaria. Hasta el punto de que antes de un servicio hay cuatro de diez platos que todavía no están claros. A veces los termino mientras ya se están sirviendo los aperitivos”, explica.
Ricard maneja especialmente bien la cadencia del menú, hilando un plato con otro de forma armoniosa, pero alternando temperaturas y registros gustativos para que la atención del comensal no decaiga en ningún momento. “Para mí el menú tiene que estar muy equilibrado en todos los sentidos. Una de mis principales preocupaciones es no saturar el paladar. En lugar de optar por sabores potentes, que pasan rápido, fatigan y no dejan poso, trato de mantener las papilas gustativas despiertas con sabores largos y complejos, que perduren en el tiempo. Mi trabajo desde hace unos años se dirige sobre todo a crear procesos que consigan generar umami en la boca, para que el retrogusto te siga alimentando, pero que al mismo tiempo tengan siempre una parte de ligereza, frescor y fragancia”.
La primera etapa del menú arranca de la mano del propio Ricard Camarena con una degustación de entrantes. El cocinero, de pie tras una estantería de botes de cristal donde vemos algunas de las semiconservas caseras que son marca de la casa, nos presenta una personal interpretación del all i pebre valenciano en el que se sustituye la patata por un aguacate que, tras cocerse en una olla express al vapor, adquiere una textura similar a la del tubérculo, aunque ligeramente más dulce. Los entrantes incluyen también la flor de un pepino recién nacido, acompañada de salpicón de bogavante; una anchoa macerada durante cuatro años y una empanadilla de verduras sin harinas ni almidón, con un interesante toque ahumado proporcionado por un apiobola asado a la brasa.
Pero, sin duda, el entrante estrella es el sorprendente Atún-Algarroba, que es puro umami. Se trata de una ventresca de atún curada durante cuatro meses, pero no con sal, sino con polvo de algarroba -un fruto muy abundante y común en la Comunidad Valenciana-. “Cuanto más contacto tiene con la algarroba y más avanza su deshidratación, el atún se va transformando en un producto nuevo y muy singular, diferente a cualquier cosa”, apunta Camarena, mientras nos da a probar tres piezas, cada una de un corte distinto. “¿Cómo llegó a esta asociación de sabores?”, le preguntamos. “El planteamiento surgió de un silogismo casi absurdo. A mí el olor de la alga nori siempre me ha recordado al de la algarroba. Así que pensé que si el atún lo curan con algas, a lo mejor también podría funcionar curarlo con algarroba molida. Descubrí que si dejamos que los sabores se fusionen durante suficiente tiempo, teníamos como resultado un bocado difícil de olvidar, que atrapa mucho. Así que, como ves, la idea no surgió de algo muy meditado. Me gusta más la creatividad que surge de la intuición”.
Regresamos a nuestra mesa, donde continuamos el recorrido acompañados por el Micalet 2020, de Javier Revert, que nos ha propuesto el sumiller Salvatore Catalano. Este vino blanco, afilado y muy mediterráneo, es una de las referencias que trabaja este joven viticultor de la Font de la Figuera, al sudoeste de la provincia de Valencia. Procede de una pequeña parcela con viñas plantadas por el abuelo de Revert con las variedades autóctonas malvaria, verdil y tortosí.
Con este interesante blanco criado en damajuana nos adentramos en la etapa central del menú, en la que Camarena continúa ensalzando los sabores mediterráneos con propuestas frescas, limpias y elegantes, tirando a menudo de infusiones, espumas y cremas ligeras. Es el caso de las alcachofas, leche de chufa y aceite de hoja de higuera; o el suculento plato de quisquillas, que nos presenta sobre un consomé de verduras asadas, amontillado y hierbabuena, pero con tres sabores y texturas diferentes: una con huevas de arenque, otra con queso feta y huevas de la misma quisquilla, y la última con lenteja caviar.
Le sigue un colinabo asado relleno de mousse de lubina a la brasa, recubierto por láminas de lubina maceradas en suero de yogur. A continuación, un delicado plato de espárragos, cremoso de caviar y coco, que acompañan de un pancake esponjoso, estilo baghrir marroquí, cubierto con crema de espárrago y caviar.
El pan llega a la mesa a mitad de recorrido y no como un mero complemento, sino como un plato principal que demanda protagonismo -otro friendly reminder de que Camarena no quiere trabajar sobre guiones preestablecidos-. Se trata efectivamente de un pan muy especial -en realidad, dos panes en uno- que se elabora diariamente en el restaurante. Se trabaja en dos etapas independientes: una masa de croissant, por una parte, y un pan de masa madre por la otra. Después se unen y se deja fermentar durante 24 horas, para hornearlo posteriormente. El resultado, en apariencia, es similar al de un bizcocho marmolado, que además se sirve caliente.
Este pan mantecoso y tierno enlaza muy bien con los sabores lácteos del siguiente pase, que de hecho es uno de esos platos identitarios de la cocina de Camarena. Tomate de su huerta confitado en mantequilla de oveja y zatar (una mezcla de hierbas, especias y semillas muy utilizada en Oriente Medio). Es simple y llanamente una delicia absoluta, cuyo recuerdo te acompaña días después de visitar el restaurante.
En este plato ha entrado en juego la conocida semiconserva de tomate pera que Camarena emplea como ingrediente en todos los restaurantes de su grupo -y que los clientes también pueden adquirir directamente allí mismo, igual que las botellas de colatura de anchoa de confección propia, que el cocinero utiliza desde años como sazonamiento sustitutivo de la sal común-. La principal ventaja de la semiconserva es que no altera tanto el sabor primigenio del tomate. El proceso de elaboración es el mismo que el de una conserva convencional, pero la cocción es más corta y se le aplica menor temperatura, lo que también obliga a conservar los botes en refrigerador y acorta su caducidad.
Pasamos de un plato lácteo a otro con notas cítricas, que también es uno de los clásicos del cocinero valenciano: ostra, aguacate, sésamo y horchata de galanga. Y de la cumbre de las notas afiladas descendemos al valle dulce y amable de la cebolla asada, anguila ahumada y holandesa de levadura fresca. En este caso es el corazón de esa misma cebolla que hemos conocido en uno de los pequeños bocados del inicio, la que acompañaba como comparsa a la anchoa macerada.
En este punto, Camarena propone un alto en el camino. La infusión fría de pepino y calamar acompañado de polvo helado de yogur es un plato “estratégico”, cuyo objetivo es refrescar y limpiar el paladar antes de reanudar la marcha con un arroz cremoso con mantequilla de oveja y hierbas de monte, setas y trufa de verano. Nos dejamos llevar por la recomendación de Salvatore Catalano: un Nelin de 2018 de la bodega Clos Mogador del Priorato. Un vino blanco con cuerpo, con base de garnacha blanca y macabeo.
Al ya comentado carabassot asado le siguen una sopa fría de flores de calabacín y jazmín baby, y una inolvidable berenjena frita con miso. Dos platos cuyo ambigüedad dulce-salado sirve de eslabón para encarar el último tramo de nuestro viaje. Descendemos a la tierra con una liviana mousse de cereza, almendra, yogur y eucalipto. Los petit fours -galleta de mantequilla con helado de espárrago blanco, tartaleta de calabacín y mochi de calabaza con crema de leche de cabra- tampoco son dulces superfluos. En ellos seguimos adivinando lo que ha traído Misiano de la huerta esta semana y no hacen más que redondear el discurso de sutilidad y creatividad al servicio de la sostenibilidad.
Ricard nos prometió que saldríamos de su restaurante sin esa molesta sensación de exceso que, a veces, nos atiza tras una larga comida cargada con centenares de ingredientes. Lo prometió y damos fe de que cumplió su promesa. Sí, es posible disfrutar de una comida sabrosa, estimulante, comprometida y que además no produce “resaca”. Chapeau.
‘RICARD CAMARENA RESTAURANT’ - Avenida de Burjassot, 54. Valencia. Tel. 963 35 54 18.
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