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Los congresos de cocina han reunido durante años a chefs vestidos de largo en una suerte de competición por exponer hallazgos, inventos fabulosos, transformaciones químicas, complejas ingenierías capaces de trocar el mar en arenas y la tierra en vapor, que lógicamente dejaban al público ojiplático. Comida irreproducible en casa, cocinas que funcionaban como fantásticos laboratorios aeroespaciales. La gastronomía, sin embargo, quizá empujada por la economía o por cierto cansancio del espectáculo, está regresando poco a poco a sus raíces, sin despreciar nada de lo avanzado en la persecución del sabor, pero buscando lo genuino de cada lugar como verdadera celebración de la diferencia. Una frase que se escuchó en el congreso Santander Foodie resume este fenómeno: "Todo en mi cocina entra en un burro: el agua, el pescado, el vino".
La primera edición del Santander Foodie, concebido para acercar a profesionales y aficionados, proporcionó un emocionante recorrido en zigzag por esta nueva cocina natural, a través de África, América y Asia. Empezando por ese burro que a diario nutre la despensa de Najat Kaanache. Y siguiendo con Benito Molina, Masahito Okazoe o Luis Arévalo. Cuatro nombres que equivalen a cuatro gentilicios.
Es una chef formada en 'El Bulli', 'Noma' o 'El Celler de Can Roca' (3 Soles Guía Repsol), con una experiencia que envidiaría cualquier colega de profesión, pero que hace dos años se aventuró a abrir un restaurante en la Medina de Fez ('Nur') con solo lo puesto: fuegos para calentar, y literalmente nada más. Ninguna máquina. Ninguna publicidad. Hombres y mujeres del lugar a los que adiestra ella misma. "Cocinamos como siempre se ha cocinado allí. Cocinar solo con fuegos te enseña a ser más natural". La necesidad espabila.
Las verduras, los hongos y las viandas que descarga del burro se transforman a diario en encurtidos, ahumados, fermentados, escabeches… En historia de la Medina. Najat, nacida en Donosti pero de familia marroquí, ha tenido que "desaprender todo lo aprendido" para recuperar las técnicas milenarias usadas en el Norte de África, cuando la cocina casera necesitaba combinar dos propósitos: alimentar con el mejor sabor al menor coste y conservar lo cocinado durante el mayor tiempo posible; lo cual continuaba a su vez transformando los sabores.
Najaat solo presentó un plato en Santander como resumen de su retorno: un tiburón ahumado para cuya preparación envuelve el pescado en papel de aluminio y lo cuelga sobre una cazuela donde infusiona tés de aromas herbales, sin perfumes estridentes. Alrededor de esa pieza nuclear, concentrada en su esencia, Najaat dispuso hasta una decena de ingredientes sacados en su mayoría de botes que había transportado hasta Cantabria como lo hacen los burros de sus proveedores, solo que con todos los productos metamorfoseados: calabazas y coliflores fermentadas, remolachas encurtidas, hongos con aceite; un crujiente de sésamo con reducción de vinagres "que secamos de manera natural porque no tenemos ninguna máquina deshidratadora".
Con esa artesanía surgen entre cristales y humo bacterias de sabores antiguos: "Durante ocho años he usado las bolsas al vacío, pero en Marruecos el plástico se prohibió hace dos años, porque todo el plástico acaba en el mar. Ahora usamos la oscuridad para mantener muchos alimentos. Y además no todo tiene que ser suave, los seres humanos necesitamos morder", defendió Najaat sobre las texturas que iba sacando de sus botes. Varios brochazos de salsa de azafrán enlucían el plato rematándole el sentido, mientras ella explicaba su renacimiento acompañada de dos figuras de artesanía de significado hondo: una alegoría de Mamá África y… un pequeño burro.
Benito Molina también decidió un buen día marchar a una zona de México despoblada y desconocida incluso dentro del país: Ensenada, donde todo lo culinario arrastraba tan mala fama que se ocultaba con vergüenza: "Cuando recién llegamos, los mismos productores decían que los mejillones de allí eran de Nueva Zelanda, para que se vendieran. Y ahora es al revés". Ahora restaurantes de postín de México y otros países pagan a precio de oro lo que se cultiva y produce junto a la Bahía de Todos los Santos. El vórtice de ese vuelco ha sido su restaurante 'Manzanilla', considerado uno de los 50 mejores de Latinoamérica y adonde Benito llegó animado "por Hugo Dacosta, que trabajaba para la incipiente industria vinícola. El negocio del vino, más el carisma de Manzanilla –y cuanto ha generado a su alrededor–, han encumbrado lo que antes se despreciaba, devolviéndole la dignidad a la que Ensenada había renunciado".
En Santander, sin embargo, Benito no se recreó con esa vanguardia que le ha valido prestigio y galardones. Ni siquiera habló de su popularidad como poli malo en la edición mexicana de Masterchef. Todo lo contrario. Junto a su mujer y compañera de oficio Solange Muris, impartió un taller de tacos donde la humildad de los dos chefs transmutó la sala en una especie de cocina familiar, con la hija de ambos cocineros entre el público haciendo comentarios, el público participando cómodo y el humo y los olores envolviendo a todos.
Elaboraron un taco de rape con mole negro, y otro de lengua de vaca en salsa de mejillón con chile morita. Dos rellenos poco ortodoxos ("Un taco puede ser de lo que sea", proclamó Benito), pero sencillos, durante cuyas cocciones explicaron los tipos de ahumados y secados para los chiles, de especias para los moles, de harinas para las tortillas, de tradiciones para las salsas, de usos y costumbres sobre el picante. "En México la cocina te calienta, te da confort… Hay un tema familiar alrededor de la cocina", ahondó Solange con una sonrisa de mexicana militante.
En un alarde de aprovechamiento, Benito incluyó parte de las sobras de los tacos en la sofisticada tostada que horas después preparó en el showcooking del escenario principal: salsa de semilla de calabaza, tomatillo, chile y alga wakame; más la lengua en salsa de mejillón; más unas sardinas frescas a la plancha. Un mar y montaña para que estalle la cabeza en cada bocado.
Por ese escenario desfiló también el chef japonés Masahito Okazoe, quien aportó el tercer relato de raigambre del congreso. Propietario de tres restaurantes en Japón, Masahito dirige un cuarto local en Madrid, 'Izariya', donde traslada sin modificación alguna la cocina kaiseki-ryori, o alta cocina japonesa. Reservada antiguamente a la ceremonia del té, la cocina kaiseki ofrece los mejores ingredientes de temporada en platos de degustación preparados con ese esmero nipón mayúsculo, donde cada corte y cada disposición requieren un cuidado casi religioso.
Masahito preparó un tataki de salmón ("Suele ser de bonito, pero ya no hay"). Una sopa con base de alga kombu y Katsuobushi, donde encamó un lomo de salmonete con la escama crujiente. Un wagyu a la brasa; y un arroz al que bromeó llamándolo paella, con setas shiitake, salmón y trufa blanca. "Es todo muy típico y muy auténtico. Ahora hay mucha fusión", señaló este chef presto a bromear con su español mientras manejaba recipientes que parecían salidos de un museo, como la olla de barro donabe o la cuchara O-Shakushi, típica de Miyajima, en Hiroshima, "una isla que es casi toda un templo". Nadie reverencia el pasado como Japón.
Luis Arévalo hizo lo propio con el ceviche, en un taller donde el peruano, considerado uno de los introductores de la cocina nikkei en Europa, ensalzó y a la vez relativizó el sentimiento de propiedad que su país atesora con este plato ya universal. "Nosotros lo consideramos nuestro plato nacional, pero se hace desde México a la Patagonia". Y además nunca se ha hecho igual. Arévalo empezó enseñando a preparar una leche de tigre con la que evitar errores de condimentación y además reducir la cocción al mínimo, al servir la preparación cítrica justo para la degustación. Pero a la par relató con humor que "mi madre preparaba el ceviche a la 9 de la mañana y lo comíamos a las 12. Y su madre lo preparaba la noche anterior". El tiempo corrige las tradiciones, sobre todo cuando alguno de sus propósitos ya no es pertinente: "Se hacía así porque era también una forma de conservar el pescado", apuntó Luis, enlazando su taller con el discurso de Najat Kaanache.
De hecho, el propio ceviche tiene un origen africano: "Cuando los españoles fueron, se llevaron a esclavas moriscas, que usaban especias y también el vinagre para cocinar y conservar. Cuando no hubo vinagre, hubo que usar los cítricos". Esta reflexión redondeó el círculo de un congreso donde los chefs participantes no mostraron pirotecnias sino que hablaron de sus raíces con espíritu didáctico, próximo, orgulloso, y en el que muchas de las actividades restantes disfrutaron de ese propósito: desde el ronqueo de un atún que realizó en vivo el equipo del chef Rafa Francisco, del restaurante 'Kaisen' de Oviedo, hasta el taller de pan de Xavier Barriga o el de cocina india vegana de Anjalina Chugani, autora del libro Soul Spices.
El chef cántabro Jesús Sánchez, propietario del 'Cenador de Amós' (3 Soles Guía Repsol) e impulsor del Santander Foodie, quería un congreso "que no sea de cocineros para cocineros, sino que suponga un punto de encuentro para la gran afición que existe a la gastronomía". Él mismo lleva décadas promocionando la despensa cántabra con su talento, de la misma forma que ahora pretende "colocar a Santander como el centro de lo que llamamos Foodie Revolution, para la que vamos a seguir organizando otros eventos puntuales". Eventos donde cada invitado hable de su origen, exponga sus raíces, para converger todos a través de la cocina en un mismo lugar.
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