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“¡Pero cómo huele a canela y a clavo! ¿Te has fijado en el aroma a café y en el bacalao en salazón?”. Lola Navarro es mallorquina y ha llegado a ‘Ultramarinos La Confianza’ de Huesca de casualidad. “En la oficina de turismo nos han dicho que teníamos que visitar esta tienda”, comenta junto a su marido Juan Pons.
Impresionada por la cantidad de estímulos visuales y olfativos, la pareja enseguida empieza a comentar recuerdos asociados a todo lo que ofrece el escenario: balanzas, una cizalla para cortar el bacalao, cubitos de caldo, botes de Cola Cao añejos, un pupitre casi centenario… Estos y otros muchos detalles habitan en ‘La Confianza’, anclada como está en 1871, el año de la inauguración.
El francés Hilario Vallier fue quien abrió sus puertas por primera vez. Una mercería, una sedería, una quincallería… Se vendía de todo en aquella época: cuerdas, velas, licores, armas, especias… Así se refleja en los dos bodegones del techo que pintó León Abadías y en los anuncios de la época que diseñó su propietario.
Lo singular de ‘La Confianza’ es que 150 años después no ha perdido ese espíritu. En 2006 lo comprobó un periodista de The New York Times. Como los mallorquines Lola y Juan, llegó de casualidad. “Lo primero que dijo al entrar fue: ¡Pero si parece una tienda de las películas del Oeste americano, donde vendían rifles Winchester junto a crema de cacahuetes!”.
Le atendió Víctor Villacampa, miembro de la tercera generación de la familia, el que lleva las riendas del negocio junto a su madre María Jesús Sanvicente. Un mes después de aquella visita, Víctor se enteró de que su negocio había aparecido en la portada del prestigioso rotativo estadounidense. “No pude comprar el periódico en Huesca, así que tuve que ir a Zaragoza”, rememora. Hoy, el reportaje luce enmarcado junto a numerosos recuerdos, premios y reconocimientos.
Dicho esto, inmediatamente surge la pregunta: ¿Es la tienda más antigua de España, de Europa o del mundo? “Oficialmente, no”, responde Víctor. En el Libro Guinness de los Récords “el título lo ostenta una caramelería irlandesa, pero una cosa es la datación, el año de apertura, y otra que se conserve como en sus orígenes”.
Y eso, en la mayoría de los casos, no sucede. “Hay gente que me dice que en sus ciudades o pueblos conoce locales más antiguos, pero me enseñan una foto y lo único que queda es una placa conmemorativa”, prosigue. Eso no pasa en este ultramarinos. Directamente remite al estilo victoriano de finales del siglo XIX, a los vertiginosos años de la Revolución Industrial. Su propietario se la jugaría a que es una de las más añejas del mundo. Dejémoslo ahí.
Víctor tiene 49 años y siempre está en la tienda junto a su madre. A los 76 años, María Jesús es la que más tiempo pasa detrás del mostrador, donde se maneja con una soltura increíble. Ella se encarga de despachar, que no de vender. El matiz es importante. “Hay que escuchar al cliente”, sugiere, “quien se lleva queso, licores, pimentón o judías también se tiene que llevar calor humano”.
Así es como el trato comercial se transforma en tertulia sin que el tiempo de espera importe demasiado. Corazón Asesio y Héctor Bolea son de Almuniente, un pueblo a 20 kilómetros de Huesca. Compran bacalao y mientras María Jesús lo corta con la guillotina, charlan sobre cómo prepararlo. “Mira, tenéis suerte, va un trozo de cococha, es la parte más gelatinosa, un bocado exquisito que queda magnífico al pil pil”, comenta la propietaria.
La familia tiene asumida esta forma de trabajar desde que cogió el negocio poco después de la Guerra Civil. “Mi abuela me decía: la sonrisa no es para el cliente; si te levantas un día mal y sonríes solo para el cliente, eso es ortopédico. La sonrisa en primer lugar es para ti; cuando tú te ríes, ya verás cómo los demás también lo hacen”, recuerda Víctor.
Hay más reflexiones que han marcado la trayectoria de ‘La Confianza’. Por ejemplo, la que le inculcó su padre en los años 80, cuando empezaron a cerrar muchos pequeños comercios ante el empuje de las grandes superficies. “Constantemente me decía: aguanta, que en lo antiguo está lo moderno. Y qué razón tenía”, rememora. En la actualidad la venta a granel regresa con fuerza y las nuevas tiendas delicatessen prefieren denominarse coloniales o ultramarinos.
Otros detalles refuerzan la sensación de que lo antiguo es lo moderno o, por lo menos, lo más práctico, como las baldosas hidráulicas del suelo. La de carros, fardos, cajas y pisadas que habrán pasado por ellas y se mantienen como el primer día.
La familia Villacampa Sanvicente quería haber celebrado el redondo aniversario de los 150 años de una forma especial, pero la pandemia trastocó sus planes. “Se nos cayó la torre de naipes”, comenta María Victoria, la hermana pequeña de María Jesús.
En cualquier caso, no deja de ser curioso el cúmulo de casualidades. “Una tienda como la nuestra, que ha vivido dos guerras mundiales y otras pandemias, es increíble que ahora tenga que revivir una situación parecida e intente sobrevivir a ella”, rememoran las hermanas. A poco que indague, seguro que la familia encuentra en el pasado respuestas sobre cómo afrontar el incierto presente.
Transcurridos unos minutos en la tienda, surgen más preguntas: ¿Cómo es posible que durante tanto tiempo se haya mantenido su estética sin apenas cambios? “Si algo se desconcha, un poco de pintura y listo, pero no se toca ningún elemento original”. Toda la familia lo tiene claro, y así, de generación en generación.
Pero hay más. El escaparate se mima con cariño. De ello se ocupa Víctor, que aprendió de su padre el arte del escaparatismo. A veces una idea la plasma en una semana de trabajo, pero en otras ocasiones tarda meses. Eso sí, le gusta que haya movimiento, que llame la atención, como el tren que tantas miradas infantiles atrae cuando echa a andar.
Después de llevar un rato dentro se entiende perfectamente por qué este ultramarinos es uno de los mayores atractivos turísticos de Huesca. Entran muchas personas. Miran, hacen fotos, compran algo -no siempre- y se van. Durante la visita para este reportaje no aparecen grupos de turistas, pero sus propietarios aseguran que es lo habitual. “Estamos encantados, pero claro, vivimos de lo que vendemos y a veces es difícil compatibilizar las dos cosas”.
No cobran entrada ni quieren hacerlo, pero han puesto un cartel en la puerta en el que piden a la gente que, si entra y hace alguna foto, al menos tenga el detalle de gastarse 20 céntimos en unos caramelos. “Con los móviles apenas se usa el flash”, explica Víctor, “pero algún experto en restauración de pinturas nos ha dicho que los frescos del techo podrían deteriorarse si se utilizase mucho”.
La esencia de lo que en su día fueron los ultramarinos, con productos traídos de ultramar y de las colonias españolas, se mantiene en el establecimiento’: bacalao, café, especias… Pero el muestrario ha crecido teniendo claro hacia dónde apuntar. “No somos una tienda gourmet; nos hemos centrado bastante en los alimentos de la provincia de Huesca, que son magníficos, y es una forma de contribuir a divulgar su excelencia”.
En ellos se ha fijado la pareja mallorquina, que en su ticket de compra ha incluido queso de Guara, miel del Pirineo y aceite del Somontano. “No solo están pensados para los turistas”, apuntan las hermanas Sanvicente, “también es importante que los conozcan los oscenses”.
“Y el futuro, ¿por dónde pasa?”, le pregunto a Víctor. “Chiquillería hay para seguir muchos años”, contesta, “aunque mi madre y yo somos los que estamos más implicados, ‘La Confianza’ la siente toda la familia con la misma intensidad”.
Su tía Victoria lo corrobora: “Mi padre tenía el don del servicio y nos lo transmitió a todos, nos hizo amar la tienda y eso es algo que se respira al entrar en ella, todo el amor que se da y que se recibe”. “Estamos aquí para dar servicio”, insiste su sobrino, “y para intentar ser felices; si se consigue con más o menos dinero es problema de cada uno. Yo no me estoy haciendo rico, pero soy la persona más feliz del mundo”.
Dos horas después de entrar en ‘La Confianza’, la mirada se entretiene buscando detalles de 2021 en un ultramarinos de 1871. No hay muchos, pero son imprescindibles para que una tienda del siglo XIX funcione bien entrado el XXI. La caja registradora -discretamente ubicada en el mostrador-, un datáfono para cobrar con tarjeta y una cámara frigorífica para los productos que necesitan conservación, son los únicos elementos que desentonan. Pero no chirrían. Sencillamente pasan desapercibidos.
La cámara de frío, por ejemplo, está junto a la cizalla del bacalao. Su cuchilla centenaria muestra un filo desgastado de tanto uso. Son detalles así los que llaman la atención, y hay tantos… ¡Como para perder el tiempo en buscar cosas que desentonan!
El colofón, a modo de guinda del pastel a esta bonita historia, lo pone María Jesús Sanvicente, que a lo largo de su vida ha oído -que no escuchado- unas cuantas propuestas para que venda la tienda. “Vale tanto que no vale nada, pero no vale nada porque vale tanto”. Así de claro lo tiene. Mientras ella y su familia cuenten con la confianza de los clientes, seguirán en la brecha.
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