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Cuando llego a 'Mas Molla' me extasío. Es un locus amoenus en toda regla. No solo la Madre Naturaleza se muestra en todo su esplendor, además se muestra amable con el visitante. Quizá las rocas, las plantas y el aire se comporten así por su relación con la familia Molla. Más tarde me enteraré de que los Molla viven y trabajan en estas mismas tierras desde 1338; lo atestigua la fotocopia de un legajo pegada en una columna de la bodega. Durante casi siete siglos, estos payeses han cultivado y ordenado la tierra pero lo han hecho amablemente, escuchándola, aprendiendo de ella y preservándola.
Una de las cosas que me llaman la atención en cuanto pongo los pies en la era de esta magnífica casa es una pizarra en la que se anuncian los precios irrisorios de sus botellas de vino. Antes de venir he leído que aquí se cultivan variedades antiquísimas, algunas únicas en el mundo –en diciembre, la Universidad de La Rioja y la Cátedra de Gastronomía de la Universitat de Girona publicarán un estudio que lo confirma–.
En la pizarra de los precios creo descubrir, bendita ignorancia, una de esas variedades: la polsosa. Le pregunto a Montse Molla por esa variedad y ella me saca del error con una sonrisa y los ojos brillantes: "polsosa es la palabra que usamos en Calonge para las botellas más antiguas de la bodega. Los abuelos decían: 'niña, tráeme una polsosa que son las que están más buenas'. Yo creo que es importante preservar las palabras locales, porque si las perdemos se pierde una parte de nuestra identidad. Por eso me resisto a hablar de Reserva o Gran Reserva, aquí son polsoses". Polsosa, en catalán, significa polvorosa, es decir, son las botellas que han acumulado más polvo.
En ese momento me invade un fogonazo. Montse y sus hermanas, Núria y Neus, y sus padres, Maria y Lluís, son los últimos de una saga dedicada a preservar palabras, costumbres, sabiduría y territorio. Más que payeses son archivistas del terruño.
Tras sacarme del error, Montse me guiará por las parcelas de la familia. Siguiendo sus indicaciones, detendré el coche en un margen. Ahí me explicará que las Gavarres, la sierra de Calonge, configura una especie de anfiteatro natural que protege los viñedos de un exceso de humedad. Seguiremos hasta una pista que debemos transitar a pie. Subimos una suave pendiente enmarcada entre pinos, encinas y matorrales aromáticos y llegamos a la Vinya de Volvos.
Aquí cultiva cepas de garnatxa negra y ull de llebre y aquí es donde celebró su boda. No es de extrañar: pareja e invitados disfrutaron de unas vistas privilegiadas sobre las tierras familiares y la bahía de Calonge, que se abre azul celeste al fondo y se confunde con el cielo. Las viñas se muestran frondosas, en un año tan lluvioso no es de extrañar, y a pesar de la cantidad de hoja apenas tienen afectación de hongos.
"No podamos en verde, aunque este año lo deberíamos haber hecho. Aquí las cepas reciben bastante sol y los racimos están más aireados de lo que parece, sin las protección de las hojas se cocerían", me explica la pubilla –la hermana mayor, heredera– de 'Mas Molla'. Montse es técnico agrícola y enóloga, pero confiesa que su formación, aunque muy útil para entender lo que sucede en el viñedo y el vino, le ha servido sobre todo para saber qué no quiere hacer: en general renuncia a intervenir la viña, aunque este año rocía con cobre.
Seguimos el periplo y descendemos hasta Viña Sureda. De suelo más granítico, aquí conviven garnatxa, monastrell, cariñena, malvasía, xarel·lo y picapoll. Todo se cosecha –en catalán sería verema, para los de Calonge es veima– junto, con un sentido ancestral de terroir. "Antiguamente, los payeses no plantaban viñedos con una sola variedad porque eso era jugársela. Desde siempre se ha apostado por el policultivo, lo que ahora viene a llamarse permacultura. Esto es algo que la Administración no entiende; no entienden que tengas distintas variedades, algunas muy raras, o que haya frutales en medio de la viña. A veces te dicen: esa variedad no existe, porque no esta registrada, pero la variedad está ahí, ¡claro que existe!", se lamenta Montse.
Volvemos a subir al coche y llegamos de nuevo a 'Mas Molla'. Hemos dado una vuelta circular por el terruño de Montse, donde ella y sus hermanas han crecido, jugado y aprendido. Conocen cada palmo y cada árbol. Ahora me enseña sus frutales. Además de viñedo, la familia cultiva melocotones, nectarinas, paraguayos, ciruelas, peras y otras frutas de secano. Luego venden el vino y la fruta en los mercados de la zona y, los martes y viernes por la tarde, en su casa, la misma donde está la bodega.
El recorrido interior es tan estimulante como el que acabamos de terminar por fuera. En la bodega hay 165 bocois –barricas de unos 500 litros, parecidas a botas jerezanas– y 52 botas de 300 litros. Son maderámenes antiquísimos, vitrificados en el interior por efecto del tartrato. "Aquí no busco las notas de vainilla y caramelo, sino algo más parecido a lo que sucede en un depósito de inox", me explica Montse. En estas botas, el mosto fermenta de forma espontánea y sin más control de temperatura que la inercia térmica de la bodega.
"Cada bota da un vino distinto, por eso no pongo etiquetas en las botellas. No podría escribir lo mismo en cada una, sería una locura”. Montse se sonríe, ella solo usa azufre para limpiar y desinfectar el interior de las botas vacías.
Cuando llega la Luna Vieja de marzo, el vino ya está acabado y durante tres fines de semana, 'Mas Molla' abre la bodega a sus clientes, que podrán probar 30 botas, elegir la que mas les guste y reservar el número de botellas que quieran. La cuenta se lleva con tiza en el frontal de roble, en una libreta que Montse atesora y en unas hojas sueltas que descansan junto a las botellas, guardadas hasta que vengan a recogerlas. De las 50.000 o 60.000 botellas que producen, 18.000 se venden de esta manera, cifra que demuestra confianza. "Más que clientes, son amigos, familia… nos han visto crecer", cuenta Montse.
Después de recorrer la bodega cataré algunos vinos. Dos monastrell de añadas distintas –2012 y 2015– que sacan toda la expresividad mediterránea de esta variedad, pero manteniendo una acidez que yo no he encontrado en botellas en magníficos productores del Levante, por ejemplo, donde la variedad está muy extendida. También probamos una botella de Jaqué 2017 herbácea, floral y compleja. Pero quien mejor puede hablar de los vinos de 'Mas Molla' es Josep Roca. En la bodega del 'Celler de Can Roca' (3 Soles Guía Repsol) atesora alguna de sus botellas. Es su vino más barato pero, según dice, es su vino con más valor.
Lo que viene a continuación es un extracto de las notas de una cata a ciegas de Josep. Un cliente le regaló una botella sin decirle el origen, añada, variedad o estilo de vinificación: "Este vino lo considero un regalo para los sentidos, sí. Me ha sorprendido mucho. Me ha gustado su aspecto rústico cargado de sabiduría. La visual del vino te lleva hacia una idea de viña vieja o de rendimientos muy cuidados, bajos, con muy buena densidad y un brillo especial. El color está muy bien fijado y da la impresión de poco filtrado. Su aroma es envolvente y bastante intenso, habla aún de fruta tras el paso de los años. No es habitual encontrar la sensación de buena acidez, del ph bajo, de los aromas de pino".
Y continúa: "Tengo la sensación de un gran vino hecho con el refuerzo de una sabiduría de campo. No sé si de uva entera o no –hay unos finales amargos magníficos que hacen pensar en sistemas tradicionales de variedades que no son de aquí, con el recuerdo de las variedades italianas más nobles– pero la sensación te conduce hacia una situación de variedad cercana y no de las habituales, con unos matices balsámicos especiados que llevan hacia contraste de día y noche bastante fuerte. Estilo mediterráneo y continental al mismo tiempo".
"La calidez queda muy bien compensada por un trabajo del subsuelo de la viña. No da demasiados signos de cansancio del terruño; al contrario, muestra una idea de un terreno bien abonado y bastante bien activado en su subsuelo. A este tipo de vinos los llamo vinos de 'verdad', naturales".
El trabajo en boca lleva a una idea de vinificación en fudre, como recipiente, no como abrigo tánico. Ninguna concesión a la modernidad postiza. Vuelve el recuerdo del vino de antes pero hecho con mucho cuidado, excepcional, con sensatez. A menudo, cuando pruebo botellas, me viene a la cabeza la sensación del "ya probado", tan posible cuando se prueban vinos de un mismo perfil. La globalización nos lleva precisamente a eso. Todos somos iguales, todo es conocido.
"Este vino me va muy bien para reivindicar la singularidad, la imperfección maravillosa y el sentido de que hay gente que hace el trabajo muy bien hecho. […] Un vino para ser bebido sin contemplaciones, solo con la convivialidad, sin pretensiones, sí, ya sé que no es un vino para competir, en todo caso puede ser para gente que esté de vuelta. Sí es así, yo estoy de vuelta. Gracias por hacerme probar un vino de verdad".
El vino era un Jaqué 2005 de 'Mas Molla'.
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