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Existe una Galicia enraizada en el pasado pero que mira con gesto de orgullo hacia el futuro. No es retórica. Se encuentra a cada paso, se constata casi en cada conversación. Está esa Galicia enxebre que enamora a los trovadores, la región hechizada que preserva las esencias de los tatarabuelos como si transitáramos por un microcosmos mágico. Y esos mismos dominios, estas tierras de Breogán tan tradicionales y telúricas, son los que nunca dejaron de mirar al frente, de atreverse a dar un paso adelante con la misma elegancia precisa del bailador de muñeiras: tacón-punta-tacón. Sucede también con el vino, arte milenario sujeto en estas geografías al vértigo incesante de la reinvención. Y así se comprueba a lo largo de todas las Rías Baixas, que, además de comarca codiciada, bautizan, desde 1988, a una de las denominaciones de origen más irresistible para los amantes de los caldos blancos. Telegrama urgente: no todo es albariño en las viñas del Señor.
El viaje empieza en la señorial Tui, villa medieval a la que solo el Miño impide su abrazo con Portugal. La cita es con los Corral, maestros gallegos por antonomasia en el arte de las gaitas y la lutería. Antón y Ramón, abuelo y nieto, 81 y 28 años. Ya lo han adivinado: la raíz firme y la rama que otea el futuro. Antón fue, allá por los cincuenta, el primer profesor de interpretación y construcción de gaitas. "Sé que formo parte de la historia de este país", asume el patriarca. "El apellido pesa, pero yo nací entre virutas y estaba llamado a llevar esta vida rara", se sincera ese heredero millennial de ideas nada difusas. Entre ambos eligen a conciencia cada pieza de madera de granadillo y construyen 20 o 22 gaitas al año. No más.
Galicia es así: las cosas se hacen a conciencia. Basta con asomarse por la catedral de Tui, contemplar su virgen embarazada (ese gusto tan galaico por la transgresión), embelesarse con la caída de la tarde desde el claustro anexo. Basta con descubrir 'Ideas Peregrinas', el establecimiento más cuco y original del último año, y constatar el aliento entusiasta de Mónica y Silvana Crisóstomo, las hermanas que lo regentan. Al frente de un equipo íntegramente femenino de siete personas, las Crisóstomo ofrecen café ecológico, comida saludable, 22 camas, una sala de meditación y ropa y complementos para una buena caminata: todo lo que puede necesitar un peregrino, como los muchos alemanes, holandeses y hasta coreanos o sudafricanos que ya han hecho escala allí. "No les vemos como fuente de ingresos, sino como personas especiales", resumen ellas.
El peregrinaje se encamina ahora hacia Terras Gauda, en O Rosal, ocho kilómetros antes de que el Miño se funda con el gigante oceánico. Desde 1989, sus 160 hectáreas de viñedo alimentan casi 1,5 millones de botellas anuales. Las dos terceras partes pertenecen a la marca madre y resultan inconfundibles porque se comercializan envueltas en papel de seda. Diez mujeres realizan en segundos una operación con doble finalidad: singularizar el producto final en una D.O. con 215 bodegas y realizar una última comprobación antes de que la botella sea embalada.
A Estela, la guía que mima a los cerca de tres mil enoturistas anuales (hay paquetes familiares, para amigos o románticos), le encanta subrayar las diferencias entre la uva albariña, de acidez perfecta para la fermentación, y sus dos hermanitas menos conocidas: la loureira, en racimos muy grandes y de gran potencia aromática, y la rara y delicada caíño blanco, que aporta la singularidad. Queda la treixadura, la otra variedad en la comarca de O Rosal, no disponible en Terras Gauda. A cambio, la bodega presume de haber registrado una levadura (los hongos microscópicos en la piel de la uva) propia y única, fruto de una investigación junto al CSIC en 2008.
Para llegar al otro gran epicentro vitivinícola hay que remontar hasta Cambados, Capital Europea del Vino en 2017, pero entre medias existen escalas sucesivas. El monte de Santa Trega, en A Guarda, con sus 14 revoltas de casi 180 grados para descubrir los restos de castros del siglo II antes de Cristo y alcanzar la sobrecogedora cima, una ermita y un cementerio disperso. El monasterio cisterciense de Oia, del siglo XII, una preciosidad a pie de mar y roca, una colisión de elementos: tierra y océano, Dios y el horizonte infinito. Baiona y su fortaleza en toda regla, hoy Parador; o ese casco viejo con capilla, casas nobiliarias, monjas de clausura y una empedrada rúa Ventura Misa que aglomera innumerables delicias.
En Vigo espera Juanjo Figueroa, de 35 años, responsable de las tabernas 'Lume de Carozo' (Joaquín Yáñez, 5) y 'Cantamañanas' (Progreso, 41) y tutor en el curso superior de sumilleres que imparte el Instituto Galego do Viño. Una pituitaria algo más que autorizada. "De niño ya era un loco de los aromas", anuncia con su voz rugosa, como de cantautor atormentado, "y ahora entreno con grupos de cata. Lo más bonito de este trabajo es que resulta inabarcable. Quien diga que sabe de vinos, no tiene ni idea...". ¿Y los caldos de la tierra? "En racha. Tenemos diversidad de suelos y climas, viñas autóctonas variadas, posibilidades infinitas. En Nueva York jamás se vio tanto vino gallego".
Rumbo al norte. Caracoleando. ¿Cómo no hacer escala en Cangas do Morrazo, con su alameda tan presumida, con esa calle Real de señorío decadente? ¿Cómo desatender el esplendor de la playa de Barra, tan apreciada entre los amantes del naturismo? ¿Cómo no quedarse embobado con el cruceiro de Hío, tallado en una sola roca? Y, sobre todo, ¿cómo negarle unas cuantas horas al cabo Home, enfrente mismo de las Cíes, sus tres faros y esa playa de Melide, de aguas tan coralinas que parecen una embajada caribeña?
El coche enfila hacia el Pazo Baión, en Vilanova de Arousa, un paraíso que también albergó el infierno (el narcotraficante Laureano Oubiña fue su dueño entre 1988 y 1995). El pazo, del siglo XV y hoy vacío, acogerá un hotel de lujo. El palomar, del siglo XVI y con cerca de un millar de nichos (la carne de pichón era una debilidad entre las clases altas), sirve ahora como casa de catas. La impresionante vaquería, con capacidad para más de 100 cabezas vacunas, es sala de celebraciones y conferencias. Y la bodega Condes de Albarei, que adquirió la finca en subasta en 2008, fabrica 40.000 exclusivas botellas anuales con las 22 hectáreas de cepas añejas de uva albariña.
Albarei rivaliza en el valle de O Salnés con otra productora mítica, Martín Códax, desde cuyas instalaciones se divisa todo Cambados y la ría de Arousa. Y que se ha erigido en un gigante del albariño: además de los viñedos propios, se nutre de 1.720 parcelas de sus 270 socios cooperativistas. En total, algo más de 400 hectáreas controladas con sistemas aéreos de teledetección, nueve marcas principales y cuatro millones de botellas anuales de D.O. Rías Baixas, de las que la mitad se destina a la exportación.
La evidencia de que la bodega no se limita a vender vino sino a transmitir vivencias y cultura vinícola, es su consagración al enoturismo, sobre todo desde Semana Santa a octubre, periodo en que se intensifican las visitas guiadas multilingües a gran parte de estas instalaciones que incluyen un sensorial obradoiro de catas. Hasta se puede asistir a un ciclo de conciertos con fines benéficos y en el que no se echa en falta una copa de vino.
Hay muchas circunstancias y razones por las que brindar. Treinta años después, las cepas de las Rías Baixas siguen seduciendo a los paladares mejor entrenados. Curioso: aquellas bodegas caseras de hace apenas tres generaciones riegan hoy las buenas mesas incluso en la otra orilla del Atlántico.
Este reportaje aparece publicado en el libro 'Inspiraciones' de Guía Repsol 2018.
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