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Cuando Sandra Cabello y Helga Josephs aparecieron en El Borge preguntando por casas en venta que hubiera que recuperar, nadie en este pueblo de la Axarquía malagueña se tomó muy en serio a esta joven pareja que parecía salida de una serie norteamericana. Hacía poco que el confinamiento había terminado, cambiar la ciudad por un entorno rural era un plan compartido por casi todos y que, ellos sabían a ciencia cierta, irían perdiendo fuelle con el tiempo. Acabarían dándose la vuelta, recorriendo de nuevo la tortuosa carretera hacia la capital y olvidándose de esa idea bucólica de salvaguardar la arquitectura tradicional que esta malagueña y esta islandesa les contaban en su primera visita. Para sorpresa de todos, volvieron y, por suerte, dirían después, fue en El Borge donde encontraron su primer proyecto de rehabilitación.
Tras dos años, ‘Casa Dolores’ es una presencia blanca, blanquísima, que forma, como siempre ha hecho, parte del paisaje de la localidad. Y ahí está la clave: la absoluta naturalidad y elegancia con las que se ha transformado una construcción en ruinas en un alojamiento de diseño contemporáneo adaptado a la tradición local. Porque si hay algo que defiende The Pueblo Project es “la salvaguarda de la arquitectura vernácula, incluidas técnicas y materiales de construcción”. Y esta casita, en la que el placer de experimentar el pueblo se multiplica exponencialmente, da buena cuenta de ello.
‘Casa Dolores’ hace esquina cerca del río en la zona baja de El Borge que, como otras aldeas de la Axarquía, serpentean montaña arriba dotando a sus habitantes de unas envidiables piernas de escalador. La bienvenida la da un patio abierto pensado para ser compartido alrededor de una mesa, como manda aquí la costumbre. La charla trasciende las paredes en estos pueblos y, bajo la pérgola de cañas de ‘Casa Dolores’, parecen confabularse mejor las historias.
La entrada principal da al salón de la casa. Pequeñas piezas de cerámica, libros viejos y objetos encontrados en rastros colorean aquí y allá las paredes encaladas según la técnica tradicional, que lleva practicándose en el Mediterráneo desde hace siglos y que hoy puede encontrarse en no tantas construcciones por el trabajo y el mantenimiento que conlleva. “Para nosotras no había otra manera posible desde que nos planteamos el proyecto”, explica Sandra, “por respetar la estética tradicional y por la practicidad que tiene la cal para dejar respirar los muros”.
Del mismo modo, el suelo en esta estancia es de antiguas tejas recuperadas por Todobarro, un estudio de cerámica malagueño; los cojines, que funcionan a modo de sillones sobre el suelo y ofrecen un rincón de lectura -y vino- frente a la chimenea, han sido tapizados con telas que llaman a los aparejos que se utilizaban en la zona para proteger a los burros de la carga durante la vendimia -estamos en tierra de uva moscatel-. En el otro extremo se ubica el sofá diseñado por ellas mismas -tanto Sandra como Helga son graduadas en diseño de producto-, en el que la siesta recupera su sentido.
Así, para descansar, porque a eso se viene aquí, no haría falta ni ascender a la planta superior, también abierta al espacio y unida por una escalera que parece mimetizarse con las paredes. Las barandillas, trabajadas por un herrero local, apenas parecen hilos de forja. Las estanterías son de obra, al igual que los baños -uno en cada planta- en los que se aprovecha cada rincón para sublimar un detalle de la estructura, una técnica, un material. Ayuda la luz que entra por los ventanales. Incluso en los días más oscuros, ‘Casa Dolores’ está bañada por la luz -y alivia sus penas-.
Hay cierta sensación de ingravidez. Todos los espacios respiran. Incluso el segundo dormitorio, encajado entre dos paredes de piedra y en el que un ventanuco diminuto y anecdótico le da aire de fábula carroliana, transmite paz. Cuenta con una ventana que da al segundo patio de la vivienda, en el que Sandra y Helga han instalado un pequeño huerto de hierbas aromáticas. Tiene sentido, dado que conecta con la cocina. A diferencia de otras construcciones, aquí no es el centro del hogar. Funciona como un corredor de tránsito en el que preparar las viandas para disfrutarlas en el exterior.
Y es precisamente ahí, donde aguarda la guinda. En la segunda altura, con acceso tanto desde dentro como directamente desde el porche de la vivienda, está la pequeña alberca de obra que bendice los días de verano y también los del invierno, dado que está climatizada. Una llamada turquesa al Mediterráneo entre las montañas de la Axarquía. Un vino dulce local, algunos quesos de la provincia -uno de cabra de ‘El Pinsapo’, por ejemplo, es siempre una buena idea-, unas aceitunas aliñás y el plan estaría arreglado. Un atardecer de El Borge con los pies bajo el agua se encarga del resto.
La obra la ha dirigido el estudio de arquitectura O-SH. Natalia Vera, Patxi Martín y Josep Garriga se enamoraron de la iniciativa, ya que el que proponían era “un proyecto muy interesante que nos permitía trabajar con el patrimonio existente para experimentar y adaptarlo a un modo de vida actual, y analizar el lenguaje entre lo que existía y una nueva habitabilidad.
Además de aportar valor económico al contexto en el que se inscribía la vivienda a través de la arquitectura”. Han diseñado incluso ciertos elementos, como la pérgola del patio, o algunas de las lámparas que forman parte de la decoración y comercializan bajo la marca Torno. Su apuesta, como la de Sandra y Helga, es la de construir viviendas abiertas, ligeras en su interior, en las que es el detalle, lo que casi pasa desapercibido, lo que compone en pequeños destellos el carácter de las casas, como en ‘Casa Dolores’. Y ahí radica otra premisa importante: la de “mirar a lo rural sin nostalgia”.
“Ahora entiendo lo que las niñas querían decir”, dijo Paco, uno de los albañiles de la obra, el día de la inauguración. Estaba visiblemente emocionado por haber formado parte del proceso. Las dudas que habían podido tener cuando aquellas dos jóvenes llegaron por primera vez con todo su idealismo en la mochila se habían disipado y dejaban ver, ahora, una casa que podía haberse dejado desaparecer o que se podía haber construido de muchas formas, más sencillas, más baratas. “Que echáramos la casa abajo fue una frase que escuchamos más de una vez durante la obra. Nos la gritaban los vecinos que pasaban por la calle”, cuenta con humor Sandra. Ahora, el pueblo celebra.
Sandra y Helga fueron dos obreras más. Amanecieron en lo que meses después sería ‘Casa Dolores’ y anochecieron allí. Con los callos preparados y las botas puestas, derribaron, levantaron, lijaron, encalaron, maldijeron y rezaron a las vírgenes que se iban hallando por el camino y que han encontrado su sitio en pequeños huecos de las paredes, nichos de la estructura primigenia que han querido mantener. Mano a mano con los obreros, levantaron un alojamiento que respetaba El Borge y que miraba junto a él hacia adelante.
Fue un gran día, aunque la fiesta por antonomasia de El Borge es el Día de la Pasa, siempre en septiembre. Los puestos de productos locales llenan las calles, visitantes de toda la provincia suben y bajan las cuestas de la localidad con el ánimo despierto por el vino dulce, la plaza principal se convierte en un espectáculo de costumbres relacionadas con el fruto y suenan el flamenco y los verdiales. Se cocinan migas bajo el cielo raso y se preparan kilos de ensalá cateta entre los vecinos.
Este día, y cualquier otro, compartir en ‘La Posada del Bandolero’ un buen guiso de coles, su bacalao o una pieza de carne a la parrilla es tradición, al igual que desayunar un mollete mixto donde ‘Paco’ o pasarse por el restaurante ‘La Piscina’ a por un campero de pollo o una de esas hamburguesas de feria, pero caseras, que Pepe y su mujer, Mari, sacan a destajo de la plancha. Su barra es punto de encuentro de los borgeños y en ella no hay quien no conozca a Sandra y a Helga, con quienes han alcanzado más de una vez la madrugada bebiendo vermú autóctono.
Hoy, en ‘Casa Dolores’, suena la cafetera en la cocina, esperan las tazas artesanales y, bajo la pérgola de la entrada, el desayuno gana enteros si uno de los vecinos del pueblo, como es habitual, pasa con su moto y te regala un par de mangos y de granadas de los que acaba de recoger en la huerta. Puede que Gema se pase y te salude y te deje un buen puñado de pasas del pueblo, que son dulces como caramelos y sorprendentemente carnosas, o que Germán, del Museo de Artes Populares El Sarmiento, ubicado a pocos metros, te invite a compartir después su colección de juguetes antiguos de hojalata y una cerveza en un jardín que parece sacado de un libro pop-up. Y es que así es El Borge y así se ve desde ‘Casa Dolores’.
‘CASA DOLORES’ - Pablo Iglesias, 23. El Borge, Málaga. Tel. 667 37 70 92.
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