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Hubo un tiempo en que la palabra hostal se asociaba a habitaciones básicas, desprovistas de todo detalle. A baños compartidos y camas incómodas. A máquinas expendedoras de tristes snacks como única concesión gastronómica. Hubo un tiempo en que los hostales eran ese recurso barato para quienes no hacen del alojamiento un fin del viaje en sí mismo.
Pero hace poco más de una década todo empezó a cambiar. Al hilo de las mayores exigencias de un público joven y con muchas ganas de viajar, pero también del acecho de una crisis que impide grandes derroches, el concepto de hostal dio una vuelta de tuerca: algo así como asistir a una nueva era.
La cuestión es que sigan siendo económicos, que conserven el aire desenfadado propio de los backpackers, con buen ambiente y espacios comunes que favorezcan la interacción entre viajeros. Pero también que no renuncien al confort, a un diseño original y atractivo, incluso a un cierto mimo en los servicios. Que reseñen el life-style de los hoteles boutique, pero en una versión más fresca y asequible que algunos denominan como hostales de lujo.
De esta conjunción surgieron los poshtels (de posh + hostels), que dieron un empujón hacia arriba a la popularidad de los hostales. Porque son hostales, sí, pero pijos. Y esto quiere decir con estilo –y por supuesto con tecnología–, pero sin que esto suponga para el huésped rasgar sin piedad el bolsillo. Algo que en Reino Unido, allí donde arrancó esta tendencia, resumen con una expresión: high design, low cost, o lo que es igual cheap but chic.
Lo primero fue el wifi gratuito, requisito imprescindible para poder hablar de un poshtel. Una condición que responde al cambio vertiginoso en los modelos de consumo. Teniendo en cuenta que el público mayoritario no supera los 30 años (los millenials, se les llama, por su inclinación a moverse en un mundo interconectado y a viajar apegados a su tablet o su smartphone) no podía ser de otra manera.
Pero en seguida surgieron otros factores que se hicieron representativos de esta alternativa de hospedaje. Entre ellos, la sofisticación. Ya nada de baños poco atractivos y cuartos desangelados, de recepciones asépticas y personal indiferente. La experiencia que brindaban los hostales pijos debía ofrecer algo más que la de un simple alojamiento de paso. Además, a diferencia de los hoteles, los clientes debían seguir compartiendo determinadas estancias, más allá de las habitaciones que pueden o no ser privadas: cocina equipada, comedor, áreas de recreo (mesas de billar, futbolín…), a veces hasta una piscina y un bar incorporado donde servir ricos desayunos.
¿Y qué hay de todo esto en España? También aquí el auge de los poshtels se ha hecho notar en los últimos años. Especialmente en las grandes ciudades, donde se están erigiendo en la opción estrella para el viajero de poco presupuesto. En Madrid, por ejemplo, el 'U Hostels', un palacio decimonónico en pleno centro, es uno de los más valorados, no tanto por sus habitaciones impecables (desde suites para dos personas hasta compartidas para 4, 6, 8 o 12) sino también por sus excelentes servicios, entre los que figuran lavandería, ordenadores, alquiler de bicis, free tours y hasta clases de cocina y flamenco. Y todo ello desde 13 euros la noche.
También en Barcelona destaca 'Casa Gracia', rabiosamente moderno, donde el desayuno es una de sus grandes bazas, amén de la animación que proporciona la música en directo cada noche. 'Poshtel Bilbao', junto al Museo Guggenheim, es una opción ideal para devorar el casco viejo y atiborrarse a pintxos en la capital vizcaína, mientras que en Granada la palma se la lleva el 'Oasis Backpacker’s Hostel' en una típica casa andaluza con patio y vistas a la Alhambra.
En Valencia el 'Hostal La Barraca' dispone de habitaciones que abren su panorámica al mar, y en Mallorca no podía faltar el 'Urban Hostel Palma', en un antiguo convento reformado, donde se dan cita jóvenes llegados de todos los rincones del mundo.