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Dice un proverbio tibetano que “quien ha escuchado alguna vez la voz de las montañas, nunca la puede olvidar”. Algo así le debió pasar a Raúl Martínez, un murciano que hace casi 20 años cambió su tierra de origen por los Pirineos. Cuenta que descubrió el valle de Bujaruelo, junto al Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, y ya no se ha alejado del Alto Aragón. A lo largo de estos años ha trabajado en varios refugios oscenses de montaña hasta que, en 2016, abrieron las modernas instalaciones del ‘Refugio Cap de Llauset’, y desde entonces es uno de los tres guardas que lo mantienen abierto los 365 días del año.
“En invierno hacemos turnos de 15 días y un mes de fiesta. No sube mucha gente. Los inviernos son tranquilos. Aunque siempre hay tareas de mantenimiento que hacer. Ahí se va buena parte del día. Y si el tiempo lo permite, sales a dar una vuelta por la montaña. Pero cuando hace malo. A leer, a ver pelis y alguna que otra serie”. ¡En soledad!
Hay que tener en cuenta que el refugio se encuentra a 2.425 metros sobre el nivel del lejano mar, y se integra en el Parque Natural Posets-Maladeta. Es decir, sus vecinos son los picos más altos de la cordillera, por lo que los inviernos aquí son duros. Así lo confirman los datos que Raúl recoge en la estación meteorológica de Llauset: “La más alta de España no automática. Yo he apuntado hasta -23 grados y con vientos que proporcionaban la sensación térmica de -35 grados. Y en cuanto a la nieve, ha alcanzado los 380 centímetros de espesor”.
Condiciones que no impiden que las instalaciones del refugio sigan a pleno rendimiento. Desde la climatización hasta las cámaras, repletas de carne y verdura congelada. Esos arcones se llenaron en octubre y hasta la primavera no volverá a haber un vuelo de helicóptero que les abastezca de víveres. Eso, obviamente, significa que no hay ciertos productos. “Alimentos frescos como la fruta se echan de menos”. Entonces la pregunta es evidente: ¿y si se acaba el café o el aceite? “Si falta algo hay que subirlo a la espalda”.
Es cierto que el camino más habitual para alcanzar el refugio no es demasiado largo ni complicado. Se trata de llegar por la N-230 hasta el pueblo oscense de Aneto, cuyo nombre ya da idea de que nos hallamos a una altura considerable. Pero eso no ha hecho nada más que empezar. Sin entrar en la población hay que seguir por una pista de más de ocho kilómetros en un trazado ascendente todo el tiempo.
Sin despistarse con las bonitas vistas del valle del Noguera Ribagorzana, ni con las vacas y caballos que pastan por la zona, hay que prestar atención a los socavones del camino para no perjudicar en exceso la amortiguación del vehículo. Cualquier coche puede subir, no hace falta un todoterreno, pero hay que vigilar el firme, las curvas, así como alguna que otra piedra desprendida. Y un buen rato después se llega hasta la entrada de un largo túnel excavado en la montaña. Un oscuro paso hasta la presa del embalse de Llauset, el punto donde hay que dejar el vehículo, calzarse las botas, agarrar los bastones de trekking y abrigarse. Empieza la caminata.
Son unos tres kilómetros de camino, primero por la orilla derecha del embalse y, luego, en acusada pendiente hasta contemplar el ibón de Botornás, un recuerdo del glaciarismo milenario. Desde aquí ya se divisa el perfil metálico del refugio. Ya solo queda una última subida junto al cauce de un arroyo. En total se salva un desnivel de unos 300 metros y, yendo con calma, se invierte menos de hora y media.
Para los guardas del refugio y los montañeros no es demasiado, pero el problema es que este camino, en pleno invierno, no es viable. Cuando la nieve llega con fuerza hay que tomar otras rutas mucho más largas y duras, además de que hay que ir bien equipado para la ocasión. ¡Estamos en la alta montaña y eso siempre implica riesgos!
Muchos de los usuarios de este tipo de refugios, más en épocas de frío, son excursionistas y alpinistas expertos pertenecientes a las distintas federaciones territoriales de montaña. Algo que les proporciona ciertos descuentos en los servicios del refugio, aunque, según Raúl, “la gran ventaja de estar federado viene por el seguro que nos cubre en caso de accidente” -un rescate en estos parajes no sale nada barato-.
La mayoría de los montañeros con los que coincidimos en ‘Cap de Llauset’ poseen ese carnet de federado. Por ejemplo, Alex Txikon, un curtido alpinista que tiene a sus espaldas expediciones al Himalaya y que está compartiendo su experiencia con unos 15 apasionados de la montaña, a los cuales les va a mostrar cómo hacer un vivac en condiciones invernales. Es decir, tal y como lo define Alberto, venido desde Bilbao para la ocasión, son un grupo de locos llegados de toda España que están ansiosos porque se ponga el sol para descubrir cómo se pasa una noche a la intemperie en estas gélidas altitudes.
No todos los usuarios que hoy se juntan en el comedor pasarán la noche fuera. En otra mesa hay una docena de miembros del Club Excursionista de Gràcia -en Barcelona-, asiduos de la montaña y conocedores de la gran mayoría de refugios de la cordillera. “Y, oye, este de Llauset es otra cosa. Rompe con el estilo al que estamos acostumbrados los montañeros”, así lo cuenta Anna, integrante del club. Tras esta apreciación empieza un animado debate entre el grupo catalán donde surgen comentarios sobre lo rancio y lo moderno, sobre lo romántico y el confort, sobre la tradición y los gustos estéticos, sobre el antes y el futuro… En definitiva, sobre cómo evolucionan los refugios de montaña.
Dada su estampa vanguardista, al ‘Refugio Cap de Llauset’ le envuelve la controversia desde su inauguración. Lo convencional han sido construcciones de aspecto alpino, dominadas por la piedra y la madera, con total desapego a los detalles estéticos. Sin embargo, aquí se han roto esos prejuicios. Hubo quien llegó a decir que era el delirio de algún arquitecto urbanita. Aunque no es así, el diseño lo hicieron Alejandro Royo y Ramón Solana, uno de Bonansa (Huesca) y otro de Pont de Suert (Lleida), o sea, poblaciones del valle que hay al pie del macizo Posets-Maladeta.
También en ese valle se construyó, por partes, el refugio, y cada módulo se subía con el helicóptero hasta ‘Cap de Llauset’. Ahí, el montaje in situ se convirtió en un gran mecano donde cada pieza encaja a la perfección para lograr un cierre hermético y que no se escape ni un ápice de energía del interior. Raúl, que ha trabajado en otros refugios, no duda: “El exterior metálico choca, pero gana a cualquier otro en aislamiento. Y su forma de construcción es la más respetuosa con el entorno”.
“Tampoco debemos olvidar que un refugio debe destacar en el paisaje, cosa muy importante cuando las inclemencias meteorológicas aparecen”. Desde luego que el de Llauset llama la atención y, aunque habrá quien opine lo contrario, resulta atractivo y contemporáneo. Solo por la variación y los debates que ha abierto en el mundo montañero ya es interesante. Y desde luego, se ha convertido en una instalación de lo más usada en el área oriental del Parque Natural Posets-Maladeta, hasta hace poco la gran olvidada del Pirineo aragonés.
Hasta aquí se acercan montañeros de todo el país. “Los clientes son mayoritariamente catalanes, luego aragoneses, madrileños, vascos y valencianos. Y en cuanto a los extranjeros, son los franceses los más habituales. Pero por aquí ha pasado gente de muchos sitios”, recuerdan. Al fin y al cabo, el refugio se enclava en el itinerario más largo y transitado de la cordillera: la ruta GR-11, que recorre los Pirineos por su vertiente española desde el Cabo de Creus, en el Mediterráneo, hasta Hondarribia, a orillas del Cantábrico, o viceversa. Además, desde Llauset hay quien busca hollar la cima de varios tresmiles como el Pico Vallibierna, el Russell, el Tempestades e, incluso, el Aneto, por una ruta menos frecuentada que la habitual. Sin olvidar que el propio refugio se ha convertido en un destino en sí mismo, y es una excursión muy agradable para hacer en el día.
De hecho, si las ventanas de buen tiempo lo permiten, hay fines de semana de otoño e invierno con una ocupación bastante alta. Entonces Raúl ve como viene a ayudarle algún refuerzo, como Berta, que le echa una mano en la recepción o en lo que haga falta, pero sobre todo en el comedor y la cocina. “Servimos comidas, pero el punto álgido son las cenas y los desayunos, a primerísima hora. Desde las 06:30 a las 08:00. Luego hay que salir al monte”.
Con los fríos todos esos servicios son llevaderos, pero el verano es mucho más movido. “Para esos meses hacemos dos equipos de cinco personas. Trabajamos 15 días y libramos otros 15”. En esa época, sus 86 plazas disponibles no dan abasto. Es mejor reservar, si no, se corre el riesgo de tener que dormir fuera, en tienda de campaña. Aunque hay que saber que este paraje es parque natural y la normativa exige montar tienda al anochecer y quitarla al amanecer.
Ese problema no existe cuando bajan las temperaturas, comienzan los vientos y caen las nevadas. Aunque para ciertas fechas también es interesante ponerse en contacto con el refugio para ver su disponibilidad. Por ejemplo, para Nochevieja suele subir algún que otro grupo. “Intentamos hacer algo muy familiar. Las campanadas siempre las da un cliente con una cacerola y en lugar de uvas tomamos frutos secos. Poco más, puesto que la mejor forma de entrar en el año es subirse una montaña al día siguiente. El que no lo haya probado debería hacerlo alguna vez”.
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