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Un hotel para evocar los mejores años de la estación ferroviaria internacional de Canfranc (Huesca); un hotel que busca proyectarse al futuro sin perder de vista su importancia en la historia de España, de Europa y del mundo, y un hotel para reivindicar que la vida también pasa por pequeños valles de los Pirineos como el de los Arañones. Todo esto se respira en el ‘Royal Hideaway Hotel’ del Grupo Barceló, un 5 estrellas de lujo que le ha puesto un traje de gala a la sobrecogedora y casi centenaria estación de Canfranc.
El relato de lo que es y de lo que allí pasa, podría parecerse a una novela de espionaje. También encajaría como portada de las mejores revistas de diseño, decoración, interiorismo o arquitectura. Y, por supuesto, con la idea de hotel de destino para disfrutar sin salir de él. Pero la experiencia en este escenario merece la pena contarla desde la emoción. Eso sí, trufada de todos esos argumentos y sazonada de calor humano porque, al final, son las personas las que hacen que el hotel esté muy vivo.
Este viaje dura 24 horas. Sergio nos recibe nada más cruzar la puerta giratoria. Es el botones. Maneja con soltura el portamaletas de principios del siglo XX enfundado en su traje de ferroviario de época. “Todas las personas que vienen por primera vez reaccionan igual”, cuenta, “se quedan impresionadas con la majestuosidad del vestíbulo”. Es su comentario de bienvenida.
El techo de madera ardió en un incendio en 1931, pero ha sido fielmente reproducido. En el suelo se conservan pocas baldosas originales, pero se distinguen bien de las copias. Claramente, se ha buscado la diferencia. Nada de engaños. Ilmiodesign se ha encargado de la arquitectura de interiores y lo ha bordado. En su página web, el proyecto de este hotel da la bienvenida a sus potenciales clientes, así que deben estar muy contentos del trabajo realizado.
En la recepción, Natalia, compañera de Sergio, se recrea en algunos detalles. En el suelo, por supuesto, pero también en la yesería, en los apliques de pared de latón o en los paneles informativos, “que mantienen la tipografía de antaño”. Pero hay más: las molduras, la balaustrada de acceso al subterráneo de la estación, los escudos… Todo es original y se ha recuperado con esmero.
La recepción replica la antigua oficina de turismo. Una copa de cava o una limonada elaborada con agua del manantial de los Arañones, filtrada y embotellada a diario, esperan al cliente, que ya no es pasajero, sino huésped. Unos llegan y otros se van. Como Belkys Rivera, que regenta un hotel en la República Dominicana. “Es un escenario que abruma, pero al mismo tiempo de una gran calidez”. El vestíbulo está abierto al público no alojado y muchos turistas y montañeros se acercan a verlo. Desde él, en los flancos se despliegan los servicios y las habitaciones en las alas norte -francesa- y sur -española-, a lo largo de los 241 metros de la estación.
Mientras dejamos el equipaje, Natalia explica que las 104 habitaciones están en la segunda planta, elegantes y sofisticadas, de inspiración art déco, con sus lámparas de latón y tonos suaves en las paredes. No son los únicos detalles. Los cabeceros de terciopelo recuerdan al tapizado de los asientos de los vagones. Y como curiosidad, apostilla Natalia, “en todas las habitaciones hay una ventana de la antigua estación que enmarca fotografías de época”.
Es la hora del almuerzo y el restaurante principal, ‘El Internacional’, espera. Es el más clásico de los tres. Informal y divertido, con su fusión de las gastronomías aragonesa y francesa. Migas, paletilla de ternasco o una apetecible fondue. A eso se juega, a que se note dónde estás. La noche se echa rápido en invierno, pero en el ‘Royal Hideaway Hotel’ no hay margen para el aburrimiento. Manuel Bueno se acerca con una visita y nos sumamos a su relato. Es mucho más que un guía, es un difusor cultural, un creador de experiencias, con el valor añadido de que en los años 80 del siglo pasado, siendo adolescente, dormía algunas noches en el mismo vestíbulo abandonado.
Impresiona escuchar la importancia que Canfranc y la estación tuvieron como punto de encuentro de España y Francia a principios del siglo XX y cómo, para hacerlo, se eligió un valle estrecho y un pequeño pueblo de alta montaña. “Fue un gran hito, hubo que crear un espacio que no existía”, relata, “hacer una gran explanada trasladando el curso del río Aragón; modificar el paisaje plantando nueve millones de árboles para frenar las avalanchas de nieve y construir 71 diques de contención en los barrancos”. Una obra de primer orden que se estudia en las universidades.
La Guerra Civil española y el inicio de la II Guerra Mundial frenaron el desarrollo de la estación tras los alegres y prósperos años 20 y 30. En ese momento, la trama de una novela de espías se empieza a fraguar alrededor de una figura clave, Albert Le Lay, al que Miguel da vida en sus visitas. Fue el jefe de la aduana francesa entre 1940 y 1957, pero fue mucho más. Con la ayuda de españoles y franceses, organizó una red que pasó personas, material, documentos y dinero a ambos lados de la frontera entre 1941 y 1943. Además, contribuyó a que Canfranc fuera una puerta de salvación para miles de huidos del nazismo.
“En esa época se enmarcan las visitas”, comenta Manuel, que también explica en qué consistió lo del oro de los nazis. “Parecía una leyenda, pero en el pueblo se sabía que el oro llegó a Canfranc, que España y Portugal vendieron wolframio a la Alemania de Hitler y que los nazis pagaron con oro requisado a los judíos. Se descargaba aquí y se llevaba en camiones a Madrid y a Lisboa”.
Todo ello se recrea en dos visitas, una teatralizada y otra guiada, que los clientes pueden reservar en el hotel. No saben exactamente qué va a suceder, tan solo que un halo de misterio envuelve la imagen de Canfranc como territorio espía. En el relato, Manuel interactúa con trabajadores que ejercen de improvisados actores y le ayudan a construir la historia. Es un viaje en el tiempo en toda regla.
Llegados a este punto, sentimientos y emociones están a flor de piel tras reflexionar sobre el drama de la guerra. Pero la vida sigue y, a disfrutarla, ayudan dos de las actividades que se pueden hacer antes de la cena. Para relajarse, visitar la zona wellness con su piscina climatizada, sus chorros de agua y las salas de tratamientos y masajes. Y tras el momento de relax, acercarse a La Biblioteca, uno de los espacios más sofisticados.
El tono verde de las paredes recuerda a los antiguos vagones de primera clase. Es un rincón íntimo y acogedor para la lectura, conversar a media voz o tomar un cóctel de autor. De ello se encargan Valentina, la maestra coctelera, y Dorothy, su alumna aventajada. “Hay mucha magia en este lugar”, sugiere la camarera mientras prepara el combinado de la casa.
En este momento de recogimiento, unas horas después de la llegada, es cuando realmente se empieza a sentir que hay más detalles que invitan a vivir la experiencia desde la emoción. Ayudan los cómodos butacones y el crepitar del fuego de la chimenea de La Biblioteca. Aunque no es real, está muy conseguido. Pero, sobre todo, es la música de fondo, la combinación de jazz, tango y charlestón, la que lo envuelve todo, sugiriendo sin molestar y acariciando el alma.
Los cócteles estimulan el apetito, así que la jornada puede concluir en el restaurante ‘1928’, donde los 35 comensales que caben en el rediseñado vagón se sienten como en el Orient Express. Es como viajar a París, pero hace un siglo. De hecho, sus dos menús cerrados son un homenaje a la cocina francesa, elaborada con ingredientes y técnicas de Aragón. En ‘1928’ se ofrece el servicio de cenas de martes a sábado.
Las cómodas camas invitan a no madrugar, pero en el comedor principal espera el desayuno. La panadería ‘Sayón’, de Jaca, pone el pan; ‘O Xortical’, los quesos desde Villanúa, y así un suma y sigue de productos de cercanía. Todo ayuda -también las tortillas especiales y las tostadas hechas al momento- y, por supuesto, la visión de las montañas al otro lado de los grandes ventanales.
Aunque haga frío, la luz del día sugiere que hay que salir del hotel a estirar las piernas. Hay opciones para todos los gustos. Las más cómodas son un sencillo paseo por el sendero de Los Melancólicos, que bordea la estación; acercarse a Canfranc pueblo, o llegar a la boca de entrada del túnel por el que pasaban trenes a Francia hasta 1970, cuando se cerró la línea. Los más atrevidos pueden caminar hasta el Coll de Ladrones, realizar un recorrido para conocer la historia de Canfranc a través de sus árboles o ver las fortificaciones militares de finales del siglo XIX que formaron parte de la organización defensiva de los Pirineos.
Tomando un poco de altura y perspectiva es como se hace más evidente la estrechez del valle. El imponente edificio de la estación, en el centro y, a los lados, las montañas, que se elevan a un ritmo vertiginoso. Son como el patio de butacas desde el que se asiste a una gran representación teatral, la que tiene lugar en una estación ferroviaria cargada de historia y de historias.
De regreso, a media mañana, ‘Art Déco Café’ es algo así como un espacio multiusos donde compartir momentos alrededor de una tapa o de un café. De nuevo regresan las emociones al descubrir, por ejemplo, que las lámparas son las catenarias de la vieja estación. Qué bonita forma de reinterpretar el patrimonio industrial. Reflejan una luz tamizada, que llega desde muchos puntos y envuelve. Y de fondo la música y el crepitar de otra chimenea. El entorno, los colores verde y azul, las flores… Todo predispone a la alegría, a sentir que hay un trasfondo detrás de tanta belleza.
La visita toca a su fin y el colofón es muy especial. Junto a Eduardo Salanova, director gastronómico del hotel, y Ana Acín, responsable de sala, nos acercamos a ‘Canfranc Express’, el restaurante más ambicioso.
Es mejor no destripar demasiado lo que allí acontece. A modo de pincelada, se trata de una experiencia gastronómica completa vinculada a la estación. No solo se desarrolla en un vagón, sino que pasa por varios escenarios. “Incluso hay platos que hemos creado a partir de historias que han sucedido aquí”, relata Eduardo.
Hay tres mesas y el servicio se ofrece a mediodía de miércoles a sábado, así que conviene reservar con tiempo. El menú gastronómico, con aperitivos y postres, consta de 21 pases y uno de ellos, el pastel ruso de boliches de Embún (Huesca), es un buen ejemplo del enfoque de esta propuesta.
Hace seis años que Eduardo Salanova empezó a conocer las propiedades de las legumbres en la pastelería vegana. Todos los elementos -desde el agua de la cocción de los boliches, que le permite sustituir la clara de huevo, al bizcocho, el relleno o la crema muselina del pastel ruso- se elaboran a partir de esta judía del Alto Aragón en vías de extinción. Este es el espíritu de su cocina, que le ha llevado a conseguir la primera estrella Michelín en un tiempo récord.
Para los madrileños Mario Juárez y Araceli Velasco también ha sido un viaje de apenas 24 horas, que han vivido “como si fuera un cuento. Tan solo esperamos que se reabra el túnel cuanto antes para disfrutar de la experiencia ferroviaria completa”.
Otra clienta, que prefiere mantenerse en el anonimato, destaca “la armonía” de la estancia, propiciada porque “todo el mundo en el hotel se implica mucho, como reconociendo a las personas que han pasado por aquí y las difíciles situaciones que se han vivido para que su memoria no se pierda”.
Antes del hasta pronto, el broche final lo pone la directora, María Bellosta, al recordar que ‘Royal Hideaway’ “no es solo un hotel. Es un proyecto que transforma una antigua estación internacional de ferrocarril, y somos unos privilegiados al poder vivirlo. Si esto lo interiorizas, es más fácil trasladarlo al huésped y que cada persona que viene entienda dónde está. Todo está preparado para que el viaje sea maravilloso”.
‘ROYAL HIDEAWAY HOTEL DE CANFRANC’- Canfranc-Estación, Huesca. Tel. 971 92 80 21.
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