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La espadaña de la antigua iglesia del ‘Hotel Convento Aracena & Spa’ sostiene un inmenso nido de cigüeñas. Sus dueñas, con las alas desplegadas, no escatiman en lucirse, coquetas, mientras muestran su dominio en el arte del vuelo. En un último alarde de virtuosismo posan lentamente, como a cámara lenta, sus delgadas patas sobre la cama de ramas. ¿Puede acaso haber mejor recibimiento que este?
Esa misma espadaña que han adoptado como hogar cuenta con dos campanas que, sin embargo, hace mucho que no suenan. Probablemente el mismo tiempo que lleva desacralizada la iglesia -desde 1970-, que décadas atrás sirvió para acoger a gran parte de los vecinos de Aracena cada vez que acudían a misa. Construida en el siglo XVII, era esta la cara visible del convento de clausura fundado por la Madre Trinidad. Un pedacito de historia en el que hoy nos hospedamos.
Pero empecemos por el principio; desvelemos, capa a capa, la esencia de este lugar. Y para contarnos su historia y origen, nadie mejor que Luis Mijares, el gerente y project manager de lo que es hoy un encantador hotel de cuatro estrellas. Fue él quien no dudó un segundo en lanzarse de cabeza, allá por 2008, a hacer realidad este proyecto único, especial. “Soy, de formación, aparejador, siempre me he dedicado realmente a la dirección de obra y a la gestión de proyectos. Hace años, en una de mis visitas por trabajo a la zona, conocí a Mercedes, que entonces era la propietaria de este convento. Ella tenía aquí instalada una fábrica de cerámica, pero todo esto estaba en estado de ruina”, reconoce Luis. Y, acto seguido, afirma: “Cuando vine a verlo, me quedé alucinado”.
Cuenta nuestro cicerone que la vegetación crecía hasta cotas imposibles en la zona del claustro, que las humedades gobernaban todos los espacios y que las condiciones de habitabilidad eran nefastas. Por eso hubo un momento en el que las aproximadamente 20 monjas de clausura que vivían aquí fueron trasladadas. Después fue comprado por manos privadas y vagó sin rumbo definido ni utilidad que prosperara, sirviendo incluso como almacén y cárcel. Hasta que Luis pasó a formar parte de su historia.
Es, precisamente, la iglesia la estancia del convento que da la bienvenida a sus huéspedes. Una inmensa puerta les da acceso a la pequeña recepción donde comienza esta experiencia inmersiva. A la izquierda, la nave principal, en la que un día se dispusieron los bancos desde los que orar, se halla gobernada ahora por cómodos sillones y mesas, por estanterías repletas de libros y por un ambiente relajado que invita a la desconexión. En las paredes abunda el ladrillo visto y en el techo una inmensa bóveda, la original, que regala a los visitantes uno de los rincones más fotografiados del hotel. En un saloncito independiente y en la cafetería contigua -ubicada bajo el lugar donde se hallaba el coro alto de la iglesia-, volvemos a mirar hacia arriba: el artesonado de madera se ha recuperado y es otra de las joyas del lugar.
Sin embargo, darle el aspecto que posee hoy a un convento en ruinas tuvo detrás un gran desembolso económico, pero, sobre todo, mucho, muchísimo trabajo. Tras convencer a los accionistas y comprar el edificio en 2005, hubo que desarrollar el proyecto: hasta 2009 la rehabilitación no se inició. “Estuvimos casi dos años y medio con la obra. Tengo muchas fotos y vídeos de entonces y era una preciosidad. Claro, te hablo desde el punto de vista de una persona que considera su trabajo su auténtica pasión”, comenta Luis. “Pero es que esto fue muy bonito: tuvimos la oportunidad de recuperar la esencia de muchas cosas, entre ellas los tornos antiguos, la sacristía o los confesionarios… Tiene este convento algo que no tienen otros lugares”, asegura.
Para empezar, porque sus orígenes se remontan, ya lo hemos dicho, al siglo XVII. Con las comodidades que se le han otorgado hoy y lo hermoso del lugar, resulta harto complicado imaginar cómo de dura debía ser la vida por aquellos tiempos, cuando la Madre Trinidad, fundadora del convento, hizo sus votos y convenció a unos nobles de Sevilla para aportar dinero y comprar estos terrenos. El lugar donde nació se corresponde hoy con una de las habitaciones del hotel -la número 24, por si te lo estás preguntando-. Aquí vivían las hermanas sin apenas contacto con el exterior. Sus familiares, de tanto en tanto, les proveían de comida y ropa elaborada a base de sarga. Para ellas, el algodón, a no ser por causas de salud o por edad, estaba prohibido.
“Lo más bonito de rehabilitar fue la zona del claustro”, sentencia Luis mientras nos invita a pasear por él con tranquilidad. Para él, elegir qué zona del hotel le gusta más es como pedirle decantarse por uno de sus hijos: imposible. “Se dejaron los arcos tal cual: se picaron y se volvieron a pintar”, comenta nuestro guía. “Ten en cuenta que la arquitectura conventual de la sierra no es como, por ejemplo, los conventos de ciudades como Sevilla, que eran más ricos y poseían incluso obras de arte: en la sierra era piedra, madera y para de contar. Ni siquiera los ladrillos eran de una gran factura”, reconoce.
Ladrillos que dan forma a un espacio por el que las monjas realizarían las 14 estaciones del viacrucis protegidas de las inclemencias del tiempo serrano, que por aquel entonces era mucho menos benévolo. Lo que sucedía aquí dentro era todo un misterio en el exterior. “Es curioso porque la gente pregunta a menudo si este convento se conectaba con otro convento que hay más abajo, que era el de los hombres, mediante un pasadizo. Las dos eran órdenes dominicas, por eso la plaza que tenemos aquí al lado se llama Plaza de Santo Domingo. Yo siempre les digo que esto es roca pura, aquí nos costó Dios y ayuda excavar… ¡Como para que ellos se hubieran puesto a construir un túnel pudiendo quedar en la plaza!”, bromea.
En el centro del claustro, un extenso patio abrazado por multitud de plantas, flores y árboles dotan de color al convento. Apenas se escuchan sonidos más allá de los de la propia naturaleza: el piar de unos pájaros, el viento que mece suavemente las ramas, el murmullo de una fuente... Los cipreses originarios se levantan con ímpetu hacia el cielo, como reivindicando su pasado. Si supieran hablar, a saber qué historias contarían.
Gran parte de los huéspedes tienen la suerte de disfrutar del claustro desde sus propias habitaciones: muchas se hallan repartidas en torno a él. Otras, sin embargo, presumen de belleza por diferentes razones. Como la número 16, que con una hornacina enorme coronando la cama, se muestra majestuosa. “Esto fue en su día el refectorio: aquí comían las monjas”, comenta Luis. “Recuerdo que originalmente todo tenía alrededor como unos bancos hechos de obra y, en el centro, estaba la mesa en forma de L. Tuvimos que hacer algunos cambios para adaptarlo a lo que es ahora”.
La mayor parte de los muebles que decoran el hotel fueron hechos a medida manteniendo el espíritu original del espacio. Otros, sin embargo, Luis se encargó de elegirlos él mismo en tiendas de segunda mano del sur de Francia. De las 57 habitaciones que existen no hay dos iguales: en la 56, lo que llama la atención, es uno de los tornos y rejas de clausura originales, que conectan el dormitorio con el baño. Cada detalle, cada curiosidad, es digna de ser contada. “Uno de los servicios que ofrecemos a nuestros huéspedes son visitas guiadas por el hotel”, comenta, en este caso, Gustavo Arroyo, director del ‘Convento Aracena’. “Tenemos un equipo de profesionales que se encarga de establecer una relación con los huéspedes de una manera muy estrecha, convirtiendo así el trato cercano en uno de nuestros principales atractivos”, añade.
Un trato hospitalario que se siente desde el mismo instante el que se pone un pie en la recepción, pero también en el cariñoso saludo de sus camareros cada mañana, o al tratar con el simpático personal del spa, el otro gran reclamo del hotel. “Tenemos un rincón wellness compuesto por nuestro spa y un gimnasio, es nuestra área dedicada a la salud”, comenta Gustavo. Un espacio hidrotermal compuesto de piscina de hidroterapia con chorros de presión, cascada y jacuzzi, además de sauna finlandesa, baño turco y zona de contrastes. Para rizar el rizo, nada como “la zona de masajes, compuesta de dos cabinas independientes, donde podemos realizar masajes tanto individuales como en pareja”, concluye. Para más relax, una piscina y un solárium abiertos durante los meses en los que las temperaturas suben. Mil formas de vivir a cuerpo de rey durante una merecida escapada.
Pero para poner la guinda al pastel -porque la oferta de servicios del hotel continúa-, se encuentra el restaurante, cuyos fogones se encienden cada día a las órdenes de Ángel Rivas, un joven chef onubense, amante de su profesión, al que le encanta andar entre cacerolas. Y como resulta que estamos en la capital del Parque Natural Sierra de Aracena y Picos de Aroche o, en otras palabras, en el ecosistema ideal para la cría del cerdo ibérico, no es muy complicado imaginar cuál es el producto estrella en la carta.
Una carta, eso sí, que tira de lo tradicional: el producto local sale a gala en cada una de sus propuestas, donde además del ibérico tienen cabida las setas en temporada o el aceite de oliva virgen extra, producido por los propios dueños del hotel. Un buen revuelto con gurumelos y unas lascas de jamón o una presa con patatas resultan ser recetas sencillas que reciben siempre el aplauso de los comensales.
Para darle el toque dulce a la experiencia, un helado de queso Payoyo de elaboración casera -no se esconde Ángel al reconocer que su debilidad es la repostería- que hará las delicias incluso de los no golosos. Eso sí, si se apetece una propuesta más desenfadada, la cafetería del hotel cuenta con una carta de tapas y snacks de lo más apetecible: un buen ratito saboreando una ración de jamón ibérico 100 % de bellota y un vinito del Condado de Huelva siempre sienta bien. Ambos, cafetería y restaurante, se encuentran abiertos al público más allá de los huéspedes del hotel: que no se diga que hay excusa para disfrutar, aunque sea durante una comida, de este excepcional lugar.
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