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Juan Serrapio, el director del ‘Parador de Cuenca’ y antiguo convento de San Pablo, recuerda con mucho respeto uno de esos momentos del compositor y cantante José Luis Perales cuando estaba preparándose para su recital de despedida: “Estaba en la ventana, creo que en una de las habitaciones que dan a la Hoz del Huecar, y su semblante desvelaba sensibilidad y, quizá, cierta añoranza. Él es un grande, sensible, y desde aquí se despedía de su ciudad. Iba a dar un recital y tuvo que ofrecer dos”.
Es más que comprensible que el autor de canciones como ¿Y cómo es él?, Por qué te vas, Un velero llamado libertad o Te quiero se conmoviera ante el panorama que se extendía a sus pies. Ahora, al repasar letras como la de Por qué te vas -cantada por Cecilia en Cría Cuervos, película de Saura-, no se le discute el calificativo de poeta. El encaje del conquense con un lugar que se ha ganado a pulso la denominación de segundo edificio de la ciudad, es natural.
Eso sucedió en agosto del 2021. El hoy parador ha formado parte de la vida de Perales desde su boda aquí, en su iglesia, cuando era convento de San Pablo, en julio de 1977. Ha llovido desde entonces, pero no tanto como desde que se puso la primera piedra de este lugar de emplazamiento increíble, un día del año 1523, gracias al canónigo Juan del Pozo.
Los primeros que ocuparon el lugar fueron los padres Dominicos. No era un sitio fácil, pero sí maravilloso, aislado para la oración, pero dependiente de la vega que corre abajo, a las orillas del río. Ahora, desde la entrada hasta el pórtico -cerrado con cristaleras-, pasando por los comedores y el antiguo refectorio, son perfectamente reconocibles las huellas de los siglos y las estancias que utilizaron los frailes durante siglos.
Serrapio recuerda la historia del edificio, cómo Cuenca -declarada Patrimonio de la Humanidad- y este lugar aúnan ese tan imprescindible y enriquecedor dúo que son las dosis entremezcladas de naturaleza y cultura. “Desde una de las alas, las ventanas ofrecen vistas de las casas colgadas, la milla de oro que convirtió a Cuenca en patrimonio mundial; desde otro, la naturaleza, la hoz del Huécar”, subraya este entusiasta del edificio que regenta desde hace ocho años.
Del convento que se empeñó en levantar el canónigo Juan de la Hoz se saben muchas cosas, quedaron registrados los datos. Los arquitectos fueron dos hermanos, los Alviz. El convento se encargó a Pedro y la iglesia, a Juan. Y hay un dato que sorprende para la época: en 1533 “también se llevó a cabo la traída del agua al convento”, según la historia que recoge hasta el nombre del fontanero, Juan Vélez.
En el mismo parador sigue pesando el recuerdo del arte, ahora conjugado con las 42 obras de Julián Casado, la Serie Malevich, que gracias a la donación de la viuda del artista lucen en el claustro desde 2018. “Merece la pena pararse unos minutos y observar la magia de la luz que capta el pintor sobre el mismo prisma desde posiciones muy diferentes. Sí, es su buen homenaje a Malevich”, señala Juan Serrapio.
Lo cierto es que es una sensación rica, interesante, leer la historia de un esclavo africano, negro y mudo, que según la leyenda tenía Juan del Pozo, el benefactor del convento. Un día, el sirviente descubrió a los ladrones que entraron a robar el cofre de monedas de oro y los persiguió entre la niebla hasta el roquedal de Huécar llamado La Sultana. Enterarse de estos cuentos bajo los cuadros que homenajean al pintor ruso-polaco, creador del suprematismo, ante un café en el claustro es una delicia.
En unas pocas líneas del conocido relato sobre el esclavo, que conocen bien los empleados del parador y leen algunos de los clientes, han surgido nombres árabes de la zona, desde el roquedal de La Sultana -no olvidemos que Cuenca es una ciudad musulmana, con restos hallados en el 784- y el negro africano -quizá también de religión musulmana- bajo los cuadros de un pintor madrileño que evoca a un maestro vanguardista ruso. Es la multiculturalidad de Cuenca.
Los estímulos para mantener viva la ilusión de sacar todo el partido al Parador se concretan en otros muchos momentos, como al atardecer mientras empieza la iluminación de las Casas Colgadas. Es un espectáculo desde la pasarela metálica que proyectó José María Fuster para sustituir al añorado puente de San Pablo, una imagen que persiste en la retina de muchos conquenses, con sus enormes arcos del puente del convento de San Pablo.
Aquel puente, de 40 metros de altura y 84 metros de longitud, se convirtió en emblema de la ciudad durante siglos, tanto como la misma catedral o el propio convento. Fue derribado a principios del siglo XX, pero las pinturas y grabados de aquel paso, levantado en tiempos contemporáneos al convento solo para acceder a la residencia de los monjes, han dejado justo recuerdo.
A la hora de pasear por el interior del hoy parador y antiguo convento, si uno quiere evocar a los espíritus de monjes, artistas, sabios o buenas gentes de tiempos recientes o más lejanos, conviene saber lo siguiente:
La entrada actual era la antigua portería del convento; el claustro donde se va a tomar un respiro bajo las obras de Julían Casado, oyendo el correr de la fuente y el trinar de los pájaros, fue el mismo por donde pasearon los monjes, los Reyes o Pierce Brosnan cuando vino a grabar escenas para uno de sus 007; la sacristía aloja ahora a la cafetería; la Sala Capitular es el Salón Vicenciano; y el comedor, como no podía ser de otra forma, el Refectorio que ocuparon los monjes.
Por cierto, en el Salón Vicenciano hay que levantar los ojos para no perderse el artesonado labrado y un balcón en tribuna. Después de la misa “los monjes se sentaban a lo largo de los muros siguiendo un riguroso orden de antigüedad. Se terminaba el acto con la confesión pública de los monjes que desearan acusarse a sí mismos de las faltas cometidas”, reza la historia del convento.
Ahora, cuando una está en la Sala Capitular o el Refectorio, más que acusarse uno mismo de los pecados, lo que dan ganas es de dar gracias a los hermanos Alviz por haber levantado, en un lugar tan increíble como este peñasco, una edificación sobre la que se disfruta tal panorama: el cruce entre la mano del hombre y la naturaleza sin agresividad. Al menos no mientras se contempla el atardecer o el amanecer.