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Desde que hace unos años un rotativo británico declaró a Rodas, en las Cíes, la mejor playa del mundo, este arenal es el atractivo principal para quienes visitan estas islas situadas frente a la ría de Vigo. El ambiente salvaje de su alrededor, las inmaculadas arenas y un privilegiado escenario natural son las razones de peso que justifican su distinción.
No es la única playa, sin embargo, con tales atractivos en este parte del litoral gallego. Si se quiere añadir una tranquilidad que en verano resulta extraña en Rodas, hay que ir algo más allá, hasta Ons, otra de las islas del Parque Nacional de las Islas Atlánticas. Para ello, tenemos que coger el barco que zarpa de Portonovo, Cangas, Bueu y Sanxenxo.
En la parte norte de la isla se extiende Melide, pequeño arenal protegido del viento, al que solo es posible llegar después de una caminata de dos kilómetros desde el puertito de la isla. Preámbulo aconsejable que transita bajo el faro y cruza antiguos sembradíos de los isleños y bosques de eucaliptos, herencia del tiempo franquista. El camino concluye en esta playa que, si se llega a primera hora, solo hay que compartirla con las bandadas de exclusivas gaviotas patiamarillas que patrullean sus arenas. Un lujo.
Se piensa que la costumbre de poblar las costas españolas de ladrillo, cemento y asfalto empezó en la segunda mitad del pasado siglo, en aquel momento que ha dado en llamarse el desarrollismo del 600. Un reciente hallazgo de los arqueólogos en los Caños de Meca, junto al faro de Tarifa, en Cádiz, confirma que la moda de erigir edificios en nuestro litoral es mucho más antigua. Se trata de unas termas, hasta ahora engullidas por las dunas y que han aflorado con un excepcional estado de conservación.
El interés arqueológico se añade a los méritos que acaparan estos extensos arenales situados en el cono sur de la geografía andaluza. Parece que le ha salido competencia a las cercanas playas y dunas de la ensenada de Bolonia, donde se elevan otras ruinas romanas pegadas al océano.
A pesar del interés histórico del lugar –en las aguas situadas frente a esta porción litoral sucedió la batalla de Trafalgar– la naturaleza es el mayor atractivo. El sistema dunar y los interminables arenales son su principal característica, que se encarga de subrayar el viento siempre presente que viaja cargado de aroma de los alhelíes, las azucenas y las artemisas silvestres.
Junto a la termas se han localizado otras construcciones, como los restos de un vivero, donde se criaban pescados, mariscos y crustáceos para el consumo de los vecinos y visitantes de aquellos tiempos. O sea, que lo de los chiringuitos y las terracitas de nuestras costas también nos viene de lejos.
Esta enorme porción de litoral arenoso ocupa el lado más remoto de la península de Jandía, uno de los extremos de la geografía hispana, en este caso de la prolongada isla canaria de Fuerteventura. A lo largo de más de doce kilómetros se extiende este arenal elemental que se esconde tras el cordal costero del sur majorero. Su acceso es a través de una carretera retorcida. La mejor vista de Cofete es la que se obtiene desde la Degollada de Agua Oveja, el portacho por el que se cruza la montaña. Desde aquí se contempla cómo desciende suave la ladera hasta la orilla del Atlántico, mientras los alisos que agitan sin descanso los frentes nubosos, tambalean sin el menor respeto a quienes pasan por aquí.
No es extraño que en este entorno salvaje florezcan leyendas como la de Gustavo Winker. La solitaria casa de este alemán es el único edificio de la zona. Construida en los años treinta del pasado siglo, se la relaciona con pasadizos subterráneos que llevaban a una base de submarinos nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Durante siglos aquí solo llegaban los restos de los naufragios, como el American Start, cuyo casco oxidado aún mecen las olas al norte del playazo. También vinieron durante todo este tiempo tortugas de varias especies. Sobre todo tortuga boba, pero también verde y carey.
Existe un plan de reintroducción de estas especies marinas amenazadas de extinción en Cofete, donde se liberan las tortuguitas criadas en cautividad en el Centro de Recuperación y Conservación de Tortugas del cercano Morro Jable, que puede visitarse las mañanas de diario.
Abundan en el litoral cantábrico tramos de roca donde el mar se esmera en crear obras únicas. Con su fuerza incontenible esculpe la piedra caliza y deja arcos y cuevas, estrechos pasajes y agujas inaccesibles. Se filtra en el subsuelo con el capricho de brotar en mitad de un prado o utiliza las galerías para transformar sus olas en espuma que brotan como el sifón en el vermú, bufones los llaman por aquí.
Es cierto que a veces al mar Cantábrico se le va la mano; no hay más que ver el derrumbe parcial de la playa de Las Catedrales que obligó a limitar los accesos el año pasado. Aunque de menores dimensiones, pero a cambio, sin limitaciones en sus accesos, la porción oriental de la costa asturiana atesora otro arenal de parecida estructura. Su nombre la define: playa de Cuevas del Mar. Aquí también hay espectaculares oquedades, arcos y cavidades que surgen de la arena y en los que se adentran las olas y cubren las mareas.
Situada en la desembocadura del río Nueva, concejo de Llanes, es un diminuto espacio cuyo frente a duras penas supera cien metros de anchura. Esto, junto con el hecho de que se puede llegar hasta la arena en vehículo, puede suponer un problema los días punta del verano, por lo que en esas jornadas no queda otra que madrugar. O acercarse a las vecinas playas de San Antonio y La Canal.
No hay más que ver esta cala para saber que es una de las más hermosas de la Costa Brava. Situada en el corazón del Empordà costero, al norte de Palamós, se accede desde la playa de Castell. Solo puede llegarse a pie, filtro que ha permitido que se conserve impecable y, aunque alcanzarla no es la travesía del Gobi, sí supone una caminata lo suficientemente prolongada para que, aún en las jornadas festivas de verano, tenga una concurrencia aceptable. La caminata, apenas media hora que algunos son capaces de hacer en chanclas, transita por el interior de pinares, prólogo natural y tranquilo de lo que viene. El límite del bosque alcanza la arena.
Es una playa con forma de 3, cuyo centro es una barra arenosa de apenas veinte metros de longitud, unida a unas rocas que enseguida se sumergen en las aguas de puro cristal, para aflorar mar adentro en las islas de las Hormigas. En una esquina de la playa la barraca d’en Quico, caseta de pescadores de la que hay referencias desde hace cinco siglos. Al ver todo esto, la buena conservación del entorno y la tranquilidad de otros tiempos que se respira, es lógico pensar que a Josep Pla, el escritor por excelencia de estas comarcas catalanas, le hubiera gustado darse un baño en esta cala. Quién sabe si tal vez lo hizo.
Los de Pulpí, en Almería, sostienen que es suya, algo que contradicen los de Águilas, en Murcia, quienes aseguran que les pertenece a ellos. Apenas son 150 metros, pero así llevan toda la vida, sin ponerse de acuerdo en la titularidad de esta playa tan diminuta como hermosa. Aunque esto es a nivel oficial, de líneas trazadas en los mapas y cosas así.
A pie de arena la cosa es diferente y murcianos y andaluces comparten la cala, gestionándola a la par, como la limpieza de su entorno, el mantenimiento de los accesos y las cuestiones de sanidad y seguridad. La disputa se ha trasladado al Instituto Geográfico Nacional, cuya cartografía ofrece una solución salomónica, pero que tal vez sea la más idónea: la línea que separa ambos municipios está trazada justo en la mitad de la playa.
Situada, pues, en la linde de ambas Comunidades Autónomas, la playa de Los Cocedores es, por su estado de conservación y belleza, uno de los enclaves más privilegiados de esta parte del Levante español. Algo que es lo que realmente importa en un litoral que, si por algo se distingue, es por los atropellos sufridos, de manera especial por la alta densidad de los desarrollos urbanísticos.
Algo brilla por su ausencia en esta playa, que debe su nombre a la existencia a principios del siglo XX de un cocedero de los espartales que crecen en la región y que se destinaban a una variada manufactura. Estaba en las cuevas abiertas en la arenisca de sus farallones, que todavía se conservan. La armonía que traza esta playa de forma circular, apenas abierta al Mediterráneo por una bocacha entre dos farallones calizos, le ha otorgado el otro nombre con el que se la conoce: Cala Cerrada. Concha perfecta, pues, en la que la arena rodea unas aguas transparentes y hospitalarias de las que no apetece salir nunca.
A mitad de camino de Santanyí y el Cap de ses Salines, este mínimo arenal que el Mediterráneo ha abierto en mitad de la escarpada costa sur de Mallorca, es un lugar que cuesta creer sea real. Sobre todo cuando se compara con otros tramos de las costas baleares no tan lejanos, como los ultrajados de Magalluf, Palma Nova y El Arenal.
Alejada de la civilización y el turismo de masas, no es exagerado señalar que acceder a Cala Mármol, traducción al castellano de su nombre mallorquín, es una pequeña aventura. Exigente recorrido de cinco kilómetros a partir del Cap de Ses Salines, recorre un litoral áspero y exigente en extremo durante los veranos, lo que hace que no sean demasiados los que se aventuren a llegar a pie hasta ella. Todo lo contrario ocurre si se va en barco, como se comprueba los veranos, cuando la cala se convierte en uno de los destinos preferentes del sur de la isla mallorquina y la diminuta cala muestra overbooking de embarcaciones de recreo.
Ya en Cala Marmols, cuesta repartir el tiempo entre el siesteo sobre las inmaculadas arenas y las singladuras a pelo en las aguas turquesas. A lo lejos, entretiene la silueta del archipiélago de Cabrera que sobresale en la balsa de aceite que es esos días el Mediterráneo. Allí también destaca una hermosísima playa, aunque esto es otra historia.
En la punta septentrional de Formentera, Ses Illetes pasa por ser una de las mejores playas del mundo. En las clasificaciones especializadas, ha sido declarada la mejor de España, la segunda de Europa y la quinta del mundo, galardones que certifican su belleza y calidad. Esta barra arenosa de un kilómetro y medio de largo no supera en muchos tramos los 50 metros de anchura. Apunta al Norte, metáfora del norte que guía el rumbo de la pequeña de las Pitiusas: arenas blancas lamidas por un mar transparente de aguas cálidas y tranquilas que son atractivo irresistible para los visitantes. Del mismo modo, representa como ninguna otra playa española el sueño de tantos viajeros que anhelan huir y perderse en el último rincón del mundo.
La playa es un doble arenal salvaje de blancas y finas arenas, con un mar transparente y de temperatura más que agradable. Aunque si hubiera que señalar que destaca en esta hermos playa es su luz. Desde que sales de la Savina, más aún, desde que llegas a Formentera, la luz del Mediterráneo más primigenia asalta al visitante. Una luz que todo lo aplasta; las escasas plantas que logran agarrarse al suelo, los carteles descoloridos, las carreteras incluso se muestran escamadas y trasmutadas al color pardo que domina la isla. En Ses Illetes la luz hace más blancas las arenas y viste al Mediterráneo de colores que van del índigo al verde más dulce según pasa el día.
La exigua anchura del puntal de Ses Illetes regala la posibilidad de bañarse si no en dos mares, sí en dos litorales diferentes: el de Oriente y el de Occidente. Aunque lo que pide el cuerpo cuando se llega aquí es alcanzar el extremo último de la barra arenosa. Hacia la mitad sorprende junto a la orilla un singular agrupamiento de montones de guijarros, palos, maderas y otros restos vomitados por el mar unidos con más o menos arte. Remedo de memorial con aires budistas y expresión de hippies irredentos que han tenido en el lugar su particular meca, el hallazgo distrae por un rato de la luz que todo lo puede. Cuando por fin se alcanza la punta de la isla, surgen nuevos deseos: cruzar a la cercana S’ Espalmador (apenas 150 metros de caminata acuática) o huir más todavía; hasta el islote de Gastaví visto por primera vez desde la cubierta del barco que viene de Ibiza.
Tiene todo lo que debe tener una cala. Dimensiones íntimas, arenas blancas y finas, aguas transparentes y un paisaje delimitado por acantilados calizos y pinos que alcanzan la orilla del mar. Para llegar a Macarelleta es obligado pasar por Macarella, otra de las calas más reconocidas del sur de Menorca. Como el tránsito exige una pequeña travesía por un sendero abierto en la mitad del acantilado, muchos de los aspirantes a visitar Macarelleta se quedan en aquella, lo cual no está nada mal, pues también tiene un gran atractivo. De hecho, son tan parecidas que parecen hermanas.
Situadas en una misma bahía, ambas son pequeños arenales que se abren a un mar azul turquesa entre barras rocosas, rodeados por pinares. Macarelleta tiene el plus de sus menores dimensiones y de que la relativa dificultad de su acceso la hacen más íntima. La afluencia de público los meses de verano obliga a madrugar. No solo para alcanzar la cala cuando apenas ha llegado gente, también para poder aparcar el coche, la manera habitual de llegar hasta aquí desde Ciutadella o Maó, las dos ciudades más importantes de la isla de Menorca. Aunque hay dos aparcamientos, enseguida se llenan. El más cercano a las calas, a 5 minutos a pie de Macarella, es de pago, 5 € por día. El que está más alejado, 15 minutos de caminata, es gratuito.
No confundir esta playa con la Area Longa lucense, aquella playa cercana a Foz que hace unos años empezó a devorar el océano. Esta se encuentra bastante más abajo, en la península de Muros, justo al sur de la Costa da Morte. Y algo de ese trágico sentimiento que acompaña al terrible litoral gallego ha traspasado este amplio arenal. Se extiende en el centro de una porción litoral bastante silvestre y no es el único. Muy cerca están los arenales de Lariño, Louro y Carnota, este último el más amplio. Todos gastan el mismo aspecto: playazos desérticos que se enfrentan al océano a arena abierta. De manera que cuando se pasea por estos playazos, invade la sensación de estar en el borde del continente, en el final de la tierra firme.
Tendida a los pies del Louro, monte que, como todos los gallegos, gasta reminiscencias mitológicas, cuenta esta playa con un sistema de dunas que le cubre las espaldas. Sobre ellas, una vegetación raquítica, agazapada por tanto viento, que se abre para dar paso a un tranquilo riachuelo que surge en la cercana laguna de Xalfas y cruza la arena donde las mareas abren corrientes que dibujan serpientes movedizas. Salvaje y tranquila esta playa está menos urbanizada que el cercano conjunto protegido de Corrubedo, que precisamente por ello está bastante más urbanizado y amable que el playazo de Louro, Finisterre de las playas gallegas.
A Gulpiyuri hay que llegar con una mezcla de pasión de geólogo y ansias de veraneante. El más sorprendente accidente natural de la costa asturiana es un mínimo arenal escondido en mitad de un prado. Vecina de la también hermosa playa de San Antolín, en el oriente astur, para alcanzar esta playita hay que caminar ante viejos muros cubiertos de yedra, atravesar herbazales y pasar junto a cultivos. Al final se alcanza el borde del socavón tapizado por el mínimo arenal acolchado al pie de una carcomida pared caliza.
Más que playa podría decirse que Gulpiyuri es una bañera, pues apenas mide 40 metros; su anchura depende de las mareas, pero siempre son mínimas. Frente a la arena, el muro de piedra muestra la fuerza del mar: agujeros, grietas y rocas de todos los tamaños esparcidas por el agua. En mitad de la roca se abre uno de los característicos bufones de esta parte de la costa. Agujeros cuyo nombre señala el ruido que hace el oleaje al meterse a presión por ellos.
Es por esta oquedad por donde el agua atraviesa la barrera caliza y alcanza el socavón en medio del prado, que excavó mucho antes. Con el paso de los años, la pared terminará derrumbándose. Será entonces cuando Gulpiyuri conozca al mar que la creó. Pero no teman, pueden visitar esta maravilla sin prisas, queda mucho tiempo para que esto ocurra.
Pasear por el lomo de las dunas de Oyambre que están justo sobre la playa es sentir cómo era el litoral cantábrico no hace tanto. También conocer el escenario de la lucha entra la voracidad urbanística y el celo de la conservación. Hace tres décadas sobre este privilegiado lugar pendía la espada de una urbanización con los chalets a pie de playa. El que existiera un campo de golf impidió el atropello. En el temprano 1988 estos parajes se declararon parque natural. Junto con los de Liencres son los dos únicos ecosistemas dunares vírgenes del litoral Cantábrico.
Desde la línea del mar, se suceden de manera lógica los escenarios. La playa de hermosas dimensiones da paso a las dunas. Siguen rías y marismas, que dan paso a jugosos prados y bosques entre los que destacan los del Monte Corona. Al fondo, los Picos de Europa cierran el escenario. En una punta de la playa se abre la ría de Rabía que se une a la de Capitán. Es un entorno de marismas que asocia una importante comunidad animal donde destacan abundantes aves acuáticas y limícolas. En el otro lado, las arenas alcanzan el cabo de Oyambre, privilegiado accidente geográfico que separa dos de los mejores arenales cántabros: este de Oyambre y la interminable playa de Merón, que se prolonga hasta San Vicente de la Barquera, un arenal de obligada visita si se viene hasta Oyambre.
En esta parte del litoral vasco, el acceso es algo a tener en cuenta. Es lo que ocurre con el cercano santuario de San Juan de Gaztelugatxe, cuyas escaleras de 231 escalones espantan a muchos antes de alcanzarlo. Esta playa es un caso parecido, limitando los escalones que llevan a Barrika la cantidad de gente que alcanza sus arenas. Se localiza en el tramo más salvaje del litoral vasco, el que se extiende entre Bakio y Bermeo. Una sucesión de acantilados que recortan la costa una y mil veces y que no paran ni tan siquiera en la playa, recorrida por finas líneas de rocas que descienden de los acantilados que la rodean y se sumergen en el Cantábrico cruzando la arena.
La fortaleza de las mareas de esta parte hacen que según sea la hora, la playa puede considerarse de tamaño mediano a bastante pequeño. A pesar de sus accesos, la cercanía de Bilbao y la constancia de sus olas, que la convierten en favorita para los surfistas locales, ha hecho que la playa cuente con servicio de socorristas y servicios elementales, como duchas, papeleras y pequeña zona de picnic.
Cualquiera de las dos docenas de playas que se incluyen en el Parque Natural del Cabo de Gata-Níjar mereceren estar en cualquier selección. Todas presumen del mismo buen estado y son igualmente hermosas. La de Mónsul tiene el plus de su enorme popularidad, gracias a ser escenario de numerosas películas y anuncios.
Aunque antes que por su relacción con el Séptimo Arte, la playa de Mónsul debe destacarse por la personalidad que le otorgan las formaciones de lava solidificada que surgen en la orilla del amplio arenal como si fueran eso: olas convertidas en piedra. No hay otro lugar igual en el espacio natural que demuestre de forma tan gráfica su origen volcánico.
Es la esencia de este espacio natural, cuyo interés geológico, paisajístico y natural, hace que muchos lo consideren con valores suficientes para convertirse en Parque Nacional. Algo que evitaría amenazas como el urbanismo representado por el cercano y monstruoso hotel de 'El Algarrobic'o, conservando el amplio litoral inalterado para siempre. Como el resto de playas de Cabo de Gata, la de Mónsul se distingue por sus finas arenas tendidas frente a unos fondos marinos que son los más valiosos del mediterráneo andaluz.
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