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Senderos de historia teñidos de tomate
Hay muchos motivos para acercarse a Buñol y aunque, aparentemente, tienen poco que ver unos con otros, posee una esencia puramente valenciana que se respira en casi cada esquina de este pueblo de montaña.
Aunque el reclamo más conocido tiene nombre de vegetal, siguiendo el hilo de la historia, nuestro recorrido debería comenzar en el Castillo de Buñol, una fortaleza que lleva en el pueblo desde tiempos de los musulmanes, en torno a los siglos XI-XII. El paso de los años lo vistió de valor patrimonial y hoy es una de las visitas obligadas de Buñol, en lo más alto de su casco. Es sede de la Sala de Arqueología del museo del pueblo, además de albergar la iglesia del Salvador. Saliendo de allí, nos aguarda el barrio antiguo, un reducto evocador de casas blancas, calles estrechas y sabor medieval con regusto levantino, y, si avanzamos unos cuantos pasos y siglos, custodiados por hileras de palmeras, esa joya neoclásica que es la iglesia de San Pedro.
Fuera ya del casco urbano, el pueblo despliega otros tantos reclamos. Unos, ligados a su historia contemporánea, como los restos de la Torre de Telegrafía de Buñol, de 1848, testigo de la llegada del progreso y con rango de bien de interés cultural. Otros son encantos enteramente naturales, como la cueva Alta, el río Juanes o la cueva Turche y su cascada de 60 metros entre las rocas.
Para disfrutar de esta caída de agua es mejor viajar en época de lluvias, sin embargo, quien visita Buñol suele marcar otra fecha en su agenda: el último miércoles de agosto, cuando el pueblo se suelta el pelo en su conocidísima Tomatina: una masiva pelea a tomatazos en la que vecinos y visitantes se desahogan al tiempo que tiñen de rojo el suelo de Buñol.