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El pueblo de roca dueño del cielo.
La Costa Blanca deja al Castell al abrigo de las montañas. Estamos ante una villa medieval que parece surgida de la roca que tiene a sus pies. Un pueblo con casas de una sola planta, blancas y luminosas, que relucen ante el astro Rey para crear un conjunto catalogado como histórico artístico nacional.
El precioso y turístico pueblo de interior guarda mejor la tradición medieval concentrándola, así no se escapa por el mar. La misma roca que nos seguirá con la mirada por todo el Castell es la que hace de túnel en la entrada a la población. De repente; arriba, impresionante bajo el azul del cielo, un castillo se quiere inmolar. O más bien lo que queda de él. Muy cerquita, aunque un poco más abajo (su lugar ha de ser principal), los restos de una antigua fortificación, la Alcazaba, aún mantiene el sentimiento defensor, vigilante, del Castell de Guadalest. Mientras, a los pies de los peñascos, los tejados recorren la vista que asciende también por unas empinadas escaleras hasta la casona señorial de Orduña.
El olfato, al que pocas veces se le permite volar, sigue por la piedra de las calles medievales el olor de la olleta. El oído se sorprende de nuevo en las alturas, aunque esta vez no hemos llegado hasta el castillo. Es más arriba, en el cielo, donde nos sorprenden los fuegos artificiales, alumbrando al Castell de Guadalest en las fiestas patronales. El paladar se resarce en los bares céntricos, mientras otro tipo de gusto, ese que tiene que ver con lo estético, queda admirado por el museo de Microminiaturas, donde nos asombran “Los fusilamientos del 2 de Mayo”, de Goya, pintados en un grano de arroz; o “La Maja Desnuda”, retratada en el ala de una mosca.