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Pocos cocineros pueden presumir de haber nacido, crecido y acabado desarrollando toda su carrera profesional en el mismo lugar. Si el lector se concentra en pensar en un solo chef que haya triunfado a pocos metros del lugar en el que su madre le alumbró, acabará renunciando por la imposibilidad de soltar un solo nombre.
Fina Puigdevall, propietaria de 'Les Cols', puede presumir de ambas cosas: de haber venido al mundo en el mismo lugar en el que ejerce sus habilidades culinarias y de haber triunfado en el lugar en el que las ha puesto en práctica y perfeccionado. La masía en el que se encuentra el restaurante, en la que lleva ya 17 años dando guerra, es un precioso edificio que en el exterior no parece ajeno a la clásica geografía arquitectónica de la zona.
Situada en La Garrotxa, una de las comarcas más verdes de Catalunya, este establecimiento ha sido reformado brillantemente por el equipo de arquitectos (por cierto de Olot) que este mismo año han ganado el prestigioso premio Pritzker de Arquitectura (el más famoso y reputado del sector) RCR Arquitectes. El restaurante consigue aunar lo clásico y lo moderno, respetando la fachada principal y actuando en el interior y en la entrada.
Esta obra de tintes contemporáneos y que utiliza el dorado (un color aparentemente maldito) con una delicadeza sorprendente, golpea al visitante nada más entrar por la puerta, con unas mesas a pie de huerto (literalmente) y un comedor que imita aquellas zonas de las masías donde todos se reunían alrededor de una mesa para las grandes celebraciones.
Todo ello combinado con espacios inacabables, bañados por una luz a la que no le importan las nubes, y rematado con una sala ubicada en una suerte de campiña y que, con elementos tan sencillos como unas cortinas de plástico y unos módulos transportables, es capaz de crear una atmósfera (casi) de aquelarre. Como si aquel diseñador de producción llamado Dean Tavoularis, célebre por su capacidad para crear un universo entero utilizando elementos mínimos, hubiera visitado este paraje con la intención de extender su obra fuera del Séptimo Arte.
Ante tal paisaje, uno podría pensar que lo de comer debería ser lo de menos. Daría igual que sirvieran fuet y cava, sería imposible no salir satisfecho de 'Les Cols'. Sin embargo, Fina Puigdevall ha querido que continente y contenido casen con la precisión del martillo y el clavo.
De esa obsesión (que la propia Fina reconoce con una sonrisa) nace un concepto que se sumerge en la tierra y que la abraza, tratando las verduras con el cariño y la confianza del que ha compartido casa con ellas toda la vida.
El menú degustación Huerto y gallinero es simplemente un espectáculo. Empieza con unos aperitivos servidos en el jardín de la finca y acompañados de un cava cuya botella rinde homenaje al propio interiorismo del restaurante.
Esta es la única parte de la comilona en la que el huésped puede disfrutar de otra de las especialidades de La Garrotxa: el cerdo. Se puede degustar la butifarra o la papada, en combinación con flores o cereales, antes de sentarse a la mesa. Una vez entaulats (una bonita palabra catalana que significa sentarse a la mesa) el menú se abre a platos como el caldo con spaghetti, cuyo truco no debe ser desvelado pero que no tiene nada de pasta.
Otras revelaciones son la increíble mongeta del cuc, una judía verde en tempura al carbón con una salsa de romesco; las célebres judías de Santa Pau en versión picante o las mini-hortalizas, cuyo sabor recuerda a lo que nuestros abuelos solían comer en un caldo tibio de verduras, o la cebolla dulce con una suave base de queso de oveja.
Párrafo aparte para la calabaza a las cinco texturas, un plato para aquellos que creen que un menú basado en la verdura tiene que ser aburrido o el huevo fresco del día, cuya yema incluye atún y mayonesa y explota en el paladar del comensal con intensidad francamente inesperada.
La berenjena a la miel y café también es extraordinaria, aunque sea por simple contraste entre un sabor aparentemente familiar y dos elementos tan dispares en su combinación y lo mismo puede decirse de la judía verde con un toque de vinagre balsámico. Por ponerle un pero, la lechuga hidropónica a la brasa es sabrosa pero no dispone de entidad suficiente como para protagonizar un plato.
En el otro menú, el Verano y naturaleza, el tomate del huerto con queso de oveja y el bacalao (cocido a la perfección) son estupendos recordatorios de lo sencillo que es, a veces, cocinar un plato suculento sin recurrir a trucos de mago de andar por casa. Impresionante el costillar de cerdo rojo de raza Duroc con melocotón, pimienta roja y menta e igualmente brillante el jugo de remolacha con nueces tiernas.
Por supuesto, el acompañamiento de vinos es excelente: el maridaje es un espectáculo, con una sensibilidad que falla en muchos otros restaurantes pero que aquí se ha trabajado a conciencia. Punto aparte para el pan y los postres: ya sea el clásico o el de cereales, o el pà de coca.
El higo, el chocolate (descomunal en olor y sabor) y el paisaje volcánico de otoño, con algarroba, ratafía, alforfón y castañas son el final perfecto para una comida que debe disfrutarse con la filosofía del que sabe que en ocasiones uno tiene que olvidarse de todo para dedicarse a disfrutar de sí mismo y de los demás.
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