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"Por favor, llévame al Teleférico, anda, que no he ido nunca". Pepe (9 años) hacía tiempo que imaginaba la sensación de observar con otra perspectiva todo lo que a diario contempla desde su metro y medio de altura e insistía a sus padres para hacer juntos el trayecto.
Sobrevolar autopistas, árboles, casas, gente, todo tan diminuto como si fuera parte de una maqueta, con ese vértigo de flotar a una altura suficiente, 40 metros, como para creerse un todopoderoso personaje de película que tiene al alcance de la mano un pequeño mundo que controlar.
Su interés se había acrecentado desde que su abuela le contó que un señor de un pueblo que conocía, cuando subió hace muchísimos años al Teleférico –se inauguró en 1969– por primera y única vez en una visita a Madrid, se quedó sin dinero para comprar el ticket de vuelta y decidió regresar siguiendo los cables hasta la estación de salida en el paseo del pintor Rosales.
A pesar de que sus padres se hacían los remolones, Pepe les acabó convenciendo. "Vosotros ya habéis subido de pequeños, a mí también me gustaría probarlo". Ellos pensaron que seguro que le encantaría ver el Palacio Real, la estación de Príncipe Pío, la ermita de San Antonio de la Florida, atravesar el río Manzanares y la M-30, hasta llegar a la Casa de Campo.
"Lo que más chulo me ha parecido es ir por el aire desde la ciudad y, de repente, bajarte en medio del campo y ver unos columpios que ya están en mi lista de favoritos". En los 11 minutos que dura el trayecto no despegó la cara de la ventanilla de la cabina. Mientras sus padres le señalaban los lugares más destacados del recorrido, él elucubraba. "Cuando nos cruzamos con otra cabina, me fijo en las personas que van dentro y pienso cómo será su vida entera. En qué trabajan, en cómo es su casa... Seguro que a ellos les pasa lo mismo".
Cuando el encargado de ir dando salida a las cabinas le abrió la puerta hace un rato, explicó que entre semana se realizan unos 800 viajes al día y 3.000 los fines de semana. Teniendo en cuenta que en cada cabina cabe un máximo de seis viajeros, hay gente suficiente como para hacer una serie sobre sus vidas que dure años. Los días de diario la mayoría de visitantes son extranjeros pero el sábado y domingo los padres con niños ganan por goleada.
"A veces vienen parejas y uno de los dos lleva los ojos vendados" dice el encargado confirmando que Pepe no anda tan desencaminado al fantasear sobre los pasajeros que suben y bajan de las cabinas vintage con una cadencia de otra época.
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