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El reloj de la estación de La Poveda, en Arganda del Rey, marca las 12 en punto, y Javier, jefe de estación, toca con energía la campana que anuncia la llegada del ferrocarril. "Viajeros al tren", grita este antiguo piloto de Iberia a todos los niños y papás que se amontonan en el andén. Los pequeños están locos por subir a uno de los tres vagones de madera que prometen un divertido y nostálgico paseo por la antigua línea ferroviaria de Tajuña. El destino: el apeadero de la Laguna del Campillo, en Rivas-Vaciamadrid.
El revisor pica los billetes de cartulina que recuerdan a los que se usaban cuando aún existían las pesetas. Su precio actual: 5 euros. Uno a uno, los pasajeros suben las escaleras que llevan al vagón donde varias placas de época marcan las normas de comportamiento: "Se prohíbe la blasfemia y la palabra soez", "Cuidado con los rateros" o "Por interés de la salud pública, se ruega no escupir en los coches".
"El segundo vagón es el más grande y es original de la línea del Tajuña. Tiene cuatro ejes y 112 años", explica Marcelino Toret, presidente de la Asociación CIFVM (Vapor Madrid), encargada de la recuperación de este antiguo tramo de ferrocarril que en 1886 unía la Estación del Niño Jesús, en el barrio del Retiro, con Arganda. "Cuando el vagón se trajo a la estación en 1916 era lo más cómodo que había en toda Europa en vía estrecha", añade orgulloso.
Junto a Marcelino se encuentra José María Zorrilla. Ambos son dos de los socios más veteranos. Su labor de recuperar vehículos y utensilios antiguos ligados al ferrocarril empezó en 1987 como una afición. Hoy, unas 20 personas –muchas ya jubiladas– mantienen este proyecto de forma totalmente voluntaria. Su labor durante estas dos décadas se recoge en todos los objetos que hoy exponen en un museo ferroviario situado en el mismo apeadero.
"Conservamos un reloj de pie original de la estación de finales del siglo XIX. Y aún funciona", resalta Marcelino, que lleva trabajando como empleado del metro más de 30 años. También exponen faroles de tres fuegos, quinqués, marquesas, viejos teléfonos, carteles y billetes de otras épocas, todo tipo de tornillería, varios uniformes e incluso alguna olla ferroviaria traída de Balmaseda, donde antiguamente los trabajadores cocinaban y comían las alubiadas a pie de vía.
El tren comienza su traqueteo. La velocidad no supera los 12 km/hora lo que permite deleitarse con el paisaje. Los niños no aguantan sentados y asoman sus cabecitas por los grandes ventanales del vagón. Algunos recuerdan en alto el dicho popular: El tren de Arganda, ¡el que pita más que anda! "Dicen que el tren iba tan lento que muchos pasajeros se bajaban sobre la marcha para recoger fresas y otras frutas que crecían junto a la vía y luego se volvían a subir. Además, el tren hacía sonar mucho el silbato cada vez que cruzaba un paso a nivel", explica José María. Y de ahí el dicho.
El trayecto atraviesa el río Jarama por un bonito puente de hierro de 175 metros de longitud, los prados verdes quedan a un lado, los cerros yesíferos del Piúl al otro y, más adelante, una fábrica de vigas algo destartalada. A lo lejos, vuela un grupo de patos que reposaban tranquilos sobre la laguna de El Campillo, en pleno Parque Regional del Sureste.
Durante los cuatro kilómetros de recorrido, los viajeros se cruzan con ciclistas que pedalean al margen de las vías y paran su camino curiosos al paso del tren. También hay senderistas que caminan por la zona. Los niños desde dentro les saludan efusivamente con la mano y una amplia sonrisa. El camino es relajante y según se adentra la primavera, adquiere aún más belleza. "En la época de migración, hay tantas aves sobre la laguna que no se ve el agua. Y en mayo, los prados se llenan de amapolas rojas, es una maravilla", cuenta José María, que antes de jubilarse, trabajó como jefe de cuentas y director de autoescuela.
Este licenciado en Económicas recuerda la importancia estratégica que tuvo el lugar durante la Guerra Civil, y donde se produjo en febrero de 1937 la cruenta Batalla del Jarama. "Antes de llegar al puente, a la izquierda, hay dos construcciones de hormigón que son búnkers que se utilizaban como nidos de ametralladoras. Uno de ellos tiene un túnel que cruza por debajo las vías. Las cuevas que se ven en las montañas son también de la Guerra Civil", describe.
El tren se detiene. Los viajeros se apean durante cinco minutos, el tiempo que tarda Rafael, el maquinista, en hacer un cambio de vías y llevar la locomotora al otro lado del tren. Niños y mayores aprovechan para hacerse fotos, contemplar de lejos la laguna o ver cómo la locomotora toma su nuevo rumbo. El tercer vagón pasa ahora a ser el primero. Suben todos de nuevo, pita el tren y se retoma la marcha hacia la estación de origen por el mismo camino de ida. En total 45 minutos de recorrido cuyo fin lo marca el jefe de estación desplegando la bandera roja para que el convoy se detenga antes de llegar al piquete de entrevía.
La estación de La Poveda es un museo en sí mismo. En las vías hay un viejo tren aparcado a la espera de ser restaurado. Las farolas que iluminan el andén están hechas con carriles de vías y datan del siglo XIX. También se puede ver el depósito de agua que conecta por unas tuberías bajo tierra a una manguera que surte de agua la locomotora de vapor. Y al otro lado de las vías, la carbonera.
Aunque la temporada de primavera ha empezado con un tren de motor diésel, lo habitual es ver el tren de Arganda funcionando con vapor. "Justo ahora estamos arreglando la caldera de 'Arganda', una de las primeras locomotoras de vapor que rescatamos hace 18 años de una chatarrería de la Felguera, en Asturias. Si todo va bien, para mayo el tren podrá funcionar con vapor, como siempre lo ha hecho. Y para ello, se alimentará de unos 100 kilos de carbón y 2.000 litros de agua para hacer los tres viajes que tenemos programados cada domingo".
Este vasco de 66 años recuerda con añoranza esos trenes de vapor del Ferrocarril de la Robla, que cubrían el tramo Bilbao-León y cuyas vías estaban a tan solo 500 metros de la casa de su bisabuelo. "El vapor pone los pelos de punta. El sonido hace que parezca que el tren está vivo", dice emocionado al tiempo que recuerda que la gente no es consciente de que los trenes de vapor lograron alcanzar grandes velocidades de más de 200 kilómetros por hora.
"En Estados Unidos llegaron a construir auténticos colosos del vapor: locomotoras que pesaban más de 400 toneladas, con más de 6.000 caballos de potencia y que consumían 7.000 toneladas de carbón a la hora", cuenta. Y razón no le falta: el récord se fijó en julio de 1938, cuando la locomotora Mallard de Joe Duddington alcanzó los 202,58 kilómetros por hora.
José María, como el resto de trabajadores voluntarios, viste con gorra y uniforme de principios del siglo XX. "Estos botones dorados de latón son una reliquia", dice mientras sujeta uno con los dedos. "Pertenecieron a las antiguas compañías ferroviarias de Madrid, Zaragoza y Alicante, y a la Compañía del Norte. Los compré en una tiendita de la calle Mayor que vendía insignias. Fue hace 18 años. El dueño los tenía de la época de su abuelo, sacó una caja de cartón y me llevé un montón. Me costaron entonces 800 pesetas", explica nostálgico. También luce una chapa en forma de locomotora que "llevaban los que hacían el servicio militar en el regimiento de Ferrocarriles".
Le gusta contar estas anécdotas a los viajeros que preguntan por su atuendo o a los niños que le miran con curiosidad. Muchos ya se han bajado del tren que les traía de la laguna y se dirigen a la segunda parte del viaje: un tren lanzadera con destino a una nave que contiene en su interior una enorme maqueta de trenes que pitan, se mueven e iluminan. Una sorpresa para los más pequeños que descubren un mundo en miniatura y para los mayores que recuerdan su niñez en un flash back.
"La maqueta está hecha por módulos y es muy realista. Funciona de manera eléctrica y las locomotoras pueden controlarse a través del móvil", apunta José María. Junto a la maqueta, hay otras joyas recuperadas como mesas de enclavamientos, semáforos y fotografías en blanco y negro de los años 20 de la línea del Tajuña.
El tren lanzadera también tiene mucho encanto y, aunque el viaje dura apenas unos minutos, merece la pena pagar los dos euros del billete. "El vagón es de los años 40 y en origen era carga", explica José María. "Cuando lo trajimos estaba sin ruedas, tirado en el suelo. Los frontales son originales y restauramos los laterales con madera de pino. Para llevar gente, hemos incluido asientos antiguos de los vagones del metro de los años 60", detalla mientras señala otra reliquia del interior: un cartel con los precios de los billetes del tramo Madrid-Colmenar de Oreja y a Alocen, de 1933, donde un billete de tercera clase costaba 80 céntimos de peseta.
Frente a la nave, una exposición al aire libre se convierte en otra clase de historia para los visitantes. En una explanada se muestran diferentes anchos de vía de trenes, señales ferroviarias, una cabeza de Talgo medio cubierta por una tela recuperada de una chatarrería y una vieja caldera de vapor, ya en desuso, donde José María aprovecha para contar al público todo su funcionamiento. Y eso es lo que se puede ver, porque en otras cinco naves de la zona, guardan 30 vehículos a la espera de ser restaurados.
"Todo este tinglado lo hemos montado nosotros. Tuvimos que empezar a cobrar hace años por los billetes, porque necesitamos comprar tornillos", dice entre risas. Satisfecho y optimista, concluye con la noticia de que en 2017 batieron su récord con 10.000 pasajeros. Y eso que solo funciona 26 domingos al año.
Todos los domingos de primavera (marzo, abril y mayo) y otoño (octubre, noviembre y diciembre), de 11:00 a 13:00h.
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