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Un otoño más, el Museo Nacional de Ciencias Naturales vuelve a abrir sus puertas llegada la noche para enseñar a los más pequeños –y también a sus padres y madres– que la ciencia no está ni mucho menos reñida con la diversión. Porque seamos sinceros, ¿a quién no le atrae la idea de pasar la noche en un museo?
La propuesta es interesante sobre el papel: "Investiga con tu hijo" –así es como se oferta la actividad en la web del museo– "y pasa una noche descubriendo los misterios de uno de los espacios museísticos más antiguos de la capital", fundado en 1771 por Carlos III. Pero gana enteros al sumergirte en ella. Y es que no tiene precio poder correr por un museo vacío buscando una determinada especie para completar una yincana, descubrir todos los bichos que puede haber en un estanque o hacer por tí mismo una conservación en formol.
La temporada de Noches en el museo comenzó el pasado 29 de septiembre, pero se repite cada último sábado de mes, salvo en diciembre y agosto, y se va alternando la estancia entre la zona de biología (que es más que los animales disecados que todos recordamos del colegio) y la de geología, ideal para los amantes de los dinosaurios. A nosotros nos tocó la llamada Noche de los animales, dirigida a niños de entre 6 y 12 años. No es recomendable para más pequeños.
Las entradas, 32 euros por persona, se adquieren en la web del museo y como el aforo es limitado –en torno a 70 personas– conviene comprarlas con tiempo, porque se suelen agotar rápido. En el precio se incluye cena y desayuno. Ojo, es una comida de campaña, para comer en el suelo tras superar las tres primeras pruebas y no salir del museo a las ocho de mañana con una jauría de niños con el estómago vacío. Que nadie espere platos gourmet. Lógicamente, este no es el sitio.
La aventura arranca a partir de las ocho de la noche, cuando el museo cierra sus puertas para el público. Nada más entrar, tras dejar las mochilas y dar una pequeña vuelta por las instalaciones, las educadoras nos reúnen en la sala dedicada a la Sierra de Guadarrama de Madrid, explican las normas básicas y dividen al grupo en equipos de unas 15-20 personas. En total son seis las pruebas que hay que sortear en esta suerte de yincana científica.
Comenzamos la noche corriendo de un lado para otro de la Sala Guadarrama, buscando entre las leyendas de cada vitrina pistas para superar el reto. Parece fácil –colocar cada animal en forma de pegatina en la descripción que le corresponda– pero de fácil termina teniendo poco. No hay tiempo y los padres –comprobado– acaban picándose con sus hijos en esta mini competición. En nuestro caso nos costó reconocer que la cigüeña negra es "una de las joyas de este parque", y más de un pequeño, como Nelia, se llevó un pequeño disgusto al percatarse de que la presa principal del águila imperial "son los conejos".
Tras este aperitivo, pasamos a la conservación de animales, una de las actividades que más interés despierta en los pequeños, y no tan pequeños, según explica Tania Gallego, una de las educadoras de este proyecto. Tras una breve pero muy didáctica explicación de las diferentes formas de conservar animales (la taxidermia es la que más dudas genera entre los niños), toca remangarse. Los chiquillos, con ayuda de sus padres, se llevan a su casa un camarón –"la gambita" como la terminan llamando algunos– conservada en formol preparado por ellos mismos. La receta es sencilla: dos partes de agua y una de alcohol y apuntar el nombre de la especie en la etiqueta.
Tras la tercera prueba –elaborar su propia chapa con su animal en peligro de extinción preferido– toca cenar. De nuevo, todos los grupos se reúnen en la Sala Guadarrama en torno a las diez. El menú es básico, entre otras cosas porque no hay cafetería de museo abierta a esas horas. Batido, zumo o agua, con sándwich envasado a elegir y chocolatina de postre. Pero sabe a gloria comerlo bajo la atenta mirada de un par de imponentes águilas. Aquí tengo que reconocer que nosotros preferimos alejarnos de los buitres leonados por si las moscas...
Tras este pequeño refrigerio, llega la hora de hacer de detectives. En cuatro cajones con muestras de los distintos hábitats de la Comunidad Madrid, hay que resolver distintas cuestiones que te proponen las educadoras, desde cuáles son las huellas de la focha común a distinguir un cuerno de gamo. Los chicos son los mejores jueces. "Está guay", dice Vera, de 7 años. "No tiene nada que ver con el museo de día", apunta Nelia de 8. "¡Me encanta, es genial!", concluye Juan, de 6, con los ojos abiertos como platos mientras intenta localizar un escarabajo ciervo macho.
Después vuelve a tocar correr por las salas del museo. En este caso, en la zona llamada de Biodiversidad. Cada niño recibe un dibujo de un animal en peligro de extinción y en unos cinco minutos tiene que localizarlo en la vitrina y averiguar cómo se llama.
Una de las claves del éxito está en las educadoras, intérpretes del lenguaje científico para los niños y padres neófitos en la cuestión. "Y lo hacen realmente bien", comenta Laura, una de las madres participantes, "nos han explicado cómo aturde el dragón de komodo a sus víctimas como si fuera un cuento, pero todos hemos entendido que tienen algo en la saliva que hace que no se corte la sangre de la herida y que es así como matan a sus presas". "O la historia de la mariposa graellsia isabelle que nos enseñaron antes", añade Carmen, "que la pusieron el nombre en honor a Isabel II y la reina apareció una noche con un ejemplar de esta mariposa montado en un collar de esmeraldas".
Experiencia tienen. Como explica Tania Gallego, el museo lleva unos 15 años abriendo por las noches. "Primero era solo para colegios, los viernes, para niños de entre 8 y 12 años, pero luego muchos padres nos comentaron que les gustaría participar. De ahí surgió la idea y este será el cuarto año que abramos el museo el último sábado de cada mes para las familias". Y el proyecto, afirma, está siendo muy positivo.
El turno de pruebas se cierra con otras de las actividades estrella. Coger agua de una cubeta procedente de uno de los estanques del museo y ver los bichos que hay en ella a través de unas lentes binoculares. A algunos, como a Juan, fue difícil desengancharle del binocular y su descubrimiento de la vida microscópica.
La noche se cierra con una pequeña teatralización, donde narran la historia del museo y de cómo ha ido cambiando a lo largo de su más de dos siglos de vida. O mejor, se cierra la parte de actividades, porque a la hora de dormir llega la segunda aventura. Aunque la saga Noche en el museo de Ben Stiller ha hecho mucho daño, tiene su encanto tirar el saco al suelo del museo, tal cual, y cerrar los ojos junto con el resto de participantes.
Lo que se dice dormir, se duerme poco, ya que las luces se apagan pasada la medianoche y se encienden a las ocho de la mañana. Un único consejo, si no se está acostumbrado a ir de camping es recomendable, además de un buen saco, llevar una esterilla lo más mullida posible y una pequeña almohada, además de una bolsa de aseo con toalla. No es un cinco estrellas, pero es, sin duda, una experiencia única. Ya por la mañana, un desayuno rápido –brick de batido y bollería envasada– y despedida. La próxima será la noche con dinosaurios, no todos los días te puedes hacer tu propio fósil de diplodocus y llevártelo a casa.
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