Actualizado: 15/01/2019
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La ruta gastro de los Reyes y las Infantas
Morados, amarillos, rojos y blancos. Líneas rectas, ojos de mil colores que nos miran y nos siguen. Figuras que se complementan. Arte que se mueve según nuestra perspectiva. El Bosque de Oma es el museo al aire libre donde el pintor y escultor Agustín Ibarrolla echó a volar la imaginación. Hoy, su paisaje enamora a grandes y pequeños.
De una línea blanca surgieron todas las demás. El arcoíris, el ojo, el círculo... una a una hasta completar cientos de árboles pintados. Pocos bosques pueden presumir de ser tan coloridos y artísticos como el Bosque de Oma. "¿Pero quién ha pintado todo esto?", pregunta un niño sorprendido mientras da vueltas sobre sí mismo observando las diferentes pinturas nada más llegar a tan sorprendente paraje.
Agustín Ibarrola comenzó en 1982 a pintar este museo al aire libre, convirtiendo las cortezas de los árboles en el lienzo perfecto y a sí mismo en todo un referente del land art en España. Esta corriente artística surgió a mediados de los 60 en Estados Unidos, tal y como cuenta Óscar Luis Pérez Ocaña, autor del libro Land Art en España. "Dentro de un contexto de arte muy consumista surge este movimiento relacionado con la época hippie y la guerra de Vietnam", explica el experto.
El Bosque de Oma es land art en estado puro. Arte efímero, que no se compra ni se vende. Arte en movimiento. Arte, también, regalado al pueblo. Y sobre todo, arte en constante cambio. Pasear por aquí con los más pequeños supone abrir la mente a la creatividad y enseñarles que no solo se puede pintar en papel.
Iker Jiménez Elorza es uno de los guías que realizaba visitas por el bosque hasta que en 2017 se interrumpió la actividad por falta de presupuesto, y ha tenido la oportunidad de entrevistar en varias ocasiones al artista. "Él lo describe como si fuera un diálogo con la naturaleza y, esa conversación perdura a través de la gente que lo viene a visitar", recuerda de sus charlas con Ibarrola durante el repintado de 2014.
Situado en un entorno privilegiado en la Reserva de la Biosfera de Urdaibai, en una ladera del valle de Oma encontramos hasta 47 obras repartidas en unas cuatro hectáreas de terreno. Hoy pasean por aquí grupos de amigos o parejas, también gente que ha venido con su perro y, como nosotros, muchas familias con niños. Lejos de seguir los caminos, los niños prefieren acortarlos correteando ladera abajo, para luego volver a subir y agotar hasta la última de sus energías en esta ruta de siete kilómetros que hacemos en unas dos horas aproximadamente.
Jugamos a descubrir figuras y tratar de encajar las piezas unas con otras. Como si de un mapa del tesoro se tratase, cada niño busca en la montaña los puntos que hay marcados en una hoja, algo que les entretiene enormemente y celebran sus hallazgos como si hubiesen encontrado auténticas monedas de oro. Las indicaciones sirven para construir las figuras que ha plasmado el artista en este bosque mágico. Son pequeñas flechas amarillas que indican hacia dónde hay que mirar, la mayoría situadas en rocas a las que nos subimos y girándonos a un lado y a otro, las construimos y destruimos en cuestión de segundos.
Tan solo somos un puñado de las más de 80.000 personas que visitan cada año esta obra, en sus orígenes mucho más grande que en la actualidad. Como arte efímero que es, ha sido afectado por la durabildad de los propios árboles, el viento y otros factores externos. "El bosque en su momento tuvo unos 500 árboles pintados y ahora solo quedan 200. Estamos ante un bosque que ha sido mutilado desde por talas hasta por atentados terroristas", nos cuenta José Ibarrola, hijo de Agustín y también artista.
Invitación al beso; La vida tiene más ojos que yo aunque me cambie de sitio y Multiplique mi visión o Paseantes que se trasladan sin andar son algunos de los nombres que tienen sus obras. Una vez finalizamos el recorrido llega la hora de decidir cuál ha sido nuestra favorita. Y por supuesto, cada uno tiene la suya propia. Un círculo por el que parece que los paseantes se pueden meter, unos coloridos motoristas, el arcoíris de Nahiel, que lleva el nombre de su primer hijo y primer nieto del artista, o la línea blanca que Ibarrola titula Línea bidimensional, destruyendo la ley de la perspectiva.
"Parece simple, una línea blanca, pero Ibarrola invierte la perspectiva cónica y renacentista que todos conocemos: si haces un dibujo lo que aparece delante es más grande que lo que tienes detrás para darle una perspectiva realista. Él invierte ese proceso y plasma la línea fina en los árboles que están más cerca y según se alejan van engrosando la línea. La realización es súper compleja", explica Jiménez Elorza. "Además, se subía al bosque y se fabricaba sus propias escaleras con palos y cuerdas, y con tizas y agua iba probando. Cualquier artista estaría muy orgulloso de la realización de esa obra", añade el guía.
Terminamos la visita bordeando los caseríos que hay en Oma. Sabemos que Agustín Ibarrola, a sus 90 años, vive en uno. Nos despedimos de este lugar con la constancia de que un día sus obras desaparecerán y todos esos ojos dejarán de observar a visitantes como nosotros. Como pequeño homenaje, hacemos un pacto con los niños: guardaremos en nuestra memoria su arte.
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