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Antes de caer emleseados por el paisaje que nos regalan los campos de viñedos, dedicamos las primeras horas de la mañana a pasear por las calles de Quintanilla de Onésimo y Olivares de Duero. El primero, de apenas 1.000 habitantes, es uno de esos pueblos donde los lugareños se sientan a tomar la fresca frente a casa, donde miran curiosos a los forasteros y cruzan la carretera tranquilos, sin agobios. El segundo, con apenas 300 habitantes, es aún más apacible.
De Quintanilla de Onésimo merece la pena darse una vuelta por sus monumentos renacentistas, como la Iglesia de San Millán del siglo XVIII o el puente de piedra de cuatro arcos del siglo XVII, junto al cual se encuentra un viejo molino harinero que hoy vuelve a respirar convertido en el hotel boutique 'Fuente Aceña', y donde es muy recomendable pasar la noche. Desde su terraza se observa a varios senderistas que bajan a la ribera del río para emprender la etapa 12 del Sendero natural GR14, dirección Peñafiel. Otros cruzan al lado contrario, hacia Olivares de Duero, atraídos por el imponente retablo Mayor que exhibe la Iglesia de San Pelayo, considerado uno de los mejores ejemplos del primer renacimiento castellano.
Ahora sí. Agudiza bien la vista para apreciar todos los detalles del paisaje que descubrirás ante el volante. Sólo recorrerás 7 kilómetros hasta la 'Finca Villacreces', lo suficiente para llevarte una magnífica primera impresión de la Ribera del Duero. Conduce despacio, es fácil que te pases la entrada de la bodega si no estás atento. Un camino de tierra te llevará entre viñedos y pinos centenarios hasta el edificio principal, donde se inicia la visita guiada. Puedes hacerla a pie o en bicicleta eléctrica. O ambas, son totalmente complementarias. La primera te pasea por los viñedos y las salas de fermentación y barricas, te descubre una pequeña capilla donde se rememora el origen de la bodega y finaliza en la sala de catas con una degustación de vinos, aceite y embutidos.
Si optas por subirte a la bicicleta, podrás pedalear entre uvas de tempranillo, merlot y cabernet sauvignon, bordear el curso del Duero e incluso ver algún vestigio de la parte histórica como los restos del acueducto que se construyó bajo la mano del Marqués de Alonso Pesquera. El fin de fiesta lo pone una cesta de pícnic con manta, patés, queso Flor de Esgueva, chorizo y una botella de Pruno para brindar tirados en el césped.
Ya sabemos a qué sabe la Ribera del Duero. Pero esto sólo ha sido un aperitivo. Ya es hora de almorzar de verdad. La siguiente parada no queda lejos. Volvemos a la N-122 para tomar dirección Quintanilla de Onésimo y en apenas 4 kilómetros daremos con el 'Taller Arzuaga', la nueva apuesta de la diseñadora Amaya Arzuaga que, con la ayuda del chef peruano Víctor Guitérrez, propone dos menús degustación que alaban el paisaje y los productos de la tierra en un amplio y luminoso salón con vistas a la nacional y a las viñas. Su oreja de cochinillo con caviar o su tartar de presa y ciervo son dos de los platos que dejan muy buen sabor de boca.
'Taller Arzuaga' no solo ofrece menús degustación. En su gastrobar, puedes pedir desde una causa limeña a un changurro con ají y toques cítricos. También sirven gyozas rellenas de pollo de corral con curri y rissottos de setas, trufa y muslitos de cordoniz. Platos más informales donde el chef peruano cruza sin miedo todas las fronteras posibles.
Quizás no te hayas dado cuenta, pero el Duero te acompaña en todo momento durante el viaje. Discurre casi siempre paralelo a la carretera, esculpiendo un caprichoso paisaje de meandros y playas fluviales, como la de La Barca, en Quintanilla de Arriba, visita impresdincible para los días más calurosos. Para dar con ella, busca el depósito de agua del pueblo, visible desde lo lejos. Aparca cerca y prosigue caminando, hasta encontrar la señal que reproduce la cita de Antonio Machado: "Duero, conmigo vais mi corazón os lleva". Si la tienes delante, vas por buen camino.
Antes de llegar a la playa, te toparás con una grata sorpresa: la senda botánica del río. Unas pasarelas de madera se acercan al Duero formando pequeños embarcaderos arropados entre chopos, álamos blancos y sauces cabrunos. Unos pasos más allá, verás la playa fluvial, delimitada por unas boyas y con un tobogán sobre la arena para los más pequeños. Tiene instalada hasta una ducha. En verano no podrás resistirte a un chapuzón.
Esta bodega familiar, famosa por su singular arquitectura sostenible, sorprende ya desde la carretera. No hay nada igual por la zona: construida sobre un talud de tierra, un gran cubo irregular parece volar sobre las 7 hectáreas de tempranillo que la envuelven en suaves ondulaciones. Alejandro Moyano, Charo Agüera y su hijo Alexis esperan bajo el techo de placas solares que aportan el 95 % de la energía de la bodega. Tienen coche eléctrico y gran parte del agua que utilizan procede de varios aljibes con los que recogen agua de lluvia.
Comienza la visita a las instalaciones, todas soterradas excepto la sala de catas, que se asoma sobre una gran cristalera a uno de los paisajes más bellos de la Ribera del Duero. Verás las bodegas cercanas de Vega Sicilia y Villacreces, la cañada Real que baja al río y la N-122, cuyo asfalto gris rompe limpiamente con el verde intenso de los viñedos. Desde la parte trasera de la bodega es posible distinguir, casi oculto entre los árboles, el Monasterio de Santa María de Valbuena, mientras que si bajas hacia las vides, descubrirás una vía de ferrocarril abandonada que hasta 1984 conectaba Valladolid con Ariza (Zaragoza). Cae el sol y a lo lejos, una familia de corzos corre a ocultarse entre los árboles. El atardecer, con su juego de luces y sombras, es el mejor momento para estar aquí. Y en la mano, una buena copa de vino de El primer beso.
El día ha cundido y es hora de volver al punto de partida. El hotel 'Fuente Aceña' espera ya con la cena casi lista. Su barra propone picar algo informal, mientras el salón de este restaurante con 1 Sol Guía Repsol regula las luces para crear una atmósfera tenue. Huele bien: varios platos salen de cocina para calmar el hambre de los primeros comensales, una joven pareja de Chicago que disfruta de una charla entre confidencias.
Sirven una parrillada de pulpo con puerros, una lasaña de morcilla de Burgos hecha con pasta fresca y tinta de calamar, y un cochinillo confitado a baja temperatura con manzana asada. La buena mano de Pedro de Rodrigo, el cocinero, transforma las recetas tradicionales de la tierra en platos divertidos con un toque diferente y un producto 10. Ya en la habitación del hotel, el silencio lo llena todo. Sólo se escucha el agua del río correr y el susurro de las hojas movidas por el viento. La noche promete ser tranquila.
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