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Ourense puede ser un buen punto de partida, como cualquier otro, para iniciar esta ruta pero es especial si se va a emprender el camino por la carretera OU-536. Paciencia y ganas de echarle tiempo, dos días al menos, a pocos kilómetros que se vuelven prácticamente eternos por la lentitud a la que obliga el baile de curvas. La Ribeira Sacra ourensana comienza su despliegue espectacular con el trazado de kilómetros que conducen a la primera parada del día: el Monasterio de San Pedro de Rocas. A unos 16 kilómetros de la capital de la provincia, antes de llegar a la localidad de Esgos, en Tarreirigo encontramos un desvío a la izquierda que conduce hasta uno de los monasterios más antiguos de España. Empezar por aquí tiene sentido: dentro está el Centro de Interpretación de la Ribeira Sacra.
La carreterita que conduce de Esgos al cenobio anuncia con su frondosidad parte de la esencia mágica del lugar de destino. El bosque de robles y castaños se abalanza sobre las rocas que un día sirvieron de apoyo a parte de la construcción religiosa. Este conjunto es antiquísimo, tanto que es uno de los pocos testigos que quedan en pie de la vida de los primeros eremitas. Rodeado de una impresionante paleta de verdes, el trino de los pájaros entre los sonidos del monte y el olor a humedad, se llega a entender la búsqueda del retiro espiritual de aquellos hombres. Los ermitaños llegaban hasta aquí, como a otros muchos lugares sagrados de la zona, con la finalidad de retirarse en una zona de difícil acceso, solitaria y silenciosa para dedicarse a la oración en comunión con la naturaleza. El Monasterio de San Pedro de Rocas pasó de eremitorio a monasterio cuando fueron más los que llegaron hasta aquí y terminó convirtiéndose en una comunidad.
Saliendo del centro de interpretación que se ha construido en su interior y que da una primera idea de lo que uno se encontrará en esta región gallega, hay que visitar la iglesia, del siglo VI, y cuya cabecera son tres cuevas excavadas en la roca. Especial atención a los sepulcros dentro y fuera de la iglesia: no es tan fácil encontrar este tipo de sepulturas excavadas en la roca. A la salida, su impresionante campanario, levantado sobre un monolito, ofrece uno de los puntos más impresionantes del conjunto. Se puede subir y admirar cómo el bosque trepa por la colina alcanzando estas piedras sagradas.
Los árboles continúan cerrándose para formar una cúpula sobre las escaleras de piedra y madera que descienden hasta la Fonte de San Beito. El musgo y los helechos embellecen las rocas que se apilan sobre el chorro claro de agua, como protegiéndola para que siga manteniendo sus poderes curativos. Y es que, según la leyenda, solo hay que lavarse las manos en estas aguas para eliminar las verrugas. Sin posibilidad de demostrar estas afirmaciones, seguimos los caminos que llevan a bordear otras partes del monasterio seducidos por ese mismo influjo fascinante del bosque.
La carretera OU-509 ataja la ruta hasta la localidad de Luintra. El pueblo, capital del ayuntamiento de Nogueira de Ramuín, recuerda con una estatua en la plaza a los muchos afiladores que salieron de aquí, tanto es así, que se conoce este municipio como terra da chispa. Los afiladores, que emigraron a todas partes de España pero sobre todo a América, tenían hasta su propia lengua, el barallete, y todavía en algunos bares o tiendas se escucha alguna palabra que solo ellos entienden.
De estos pueblos ribeiraos, expertos artesanos, salieron también los cesteiros (que hacían cestos de mimbre) o los barquilleiros (que llegaron hasta la plaza Mayor de Madrid para vender sus barquillos) o los zoqueiros (que hacían zuecos de madera). Si se acude un miércoles, además de ver al afilador estático, en la plaza hay mercadillo, una buena ocasión para comprar y degustar productos de la tierra. (Nota importante: entre San Pedro de Rocas y Luintra, para quienes quieran hacer una parada para comer, está, desviándose por la OU-536, el 'Restaurante Galileo', con 2 Soles)
Las carreteras se unen aquí como pedazos de hilos sueltos en una tela vieja y es difícil saber cuándo cambian de nombre. Sin embargo, entre Luintra y el Parador de Santo Estevo de Ribas de Sil es la OU-508 la encargada de juntar ambos puntos entre curvas cerradas y protegidas por las copas de los árboles. Uno descubre que el lujo es el paisaje cuando entre la espesura se empieza a dudar de la existencia del destino –en este caso el parador– y, de repente, la vegetación se abre y permite ver el monasterio benedictino, que empezó a fraguarse tantos siglos atrás. Como un regalo a la paciencia, las vistas imponentes del lugar invitan a continuar.
Aún no es hora de dormir, pero es un buen momento para soltar las maletas en el cenobio más grande de la Ribeira Sacra y uno de los más importantes de Galicia, guarecido por las montañas boscosas cercanas al río Sil. Los claustros ofrecen la promesa de contar a sus huéspedes la historia de los religiosos que poblaron esta región desde la Edad Media, al mismo tiempo que garantizan la tranquilidad y el sosiego que brindan sus caminos de tierra rodeados de árboles centenarios. Antes de salir de aquí para reanudar la marcha, el misterio de sus ruinas cercanas y la magnificencia del conjunto a la salida del pueblo llaman con la fuerza de un canto de sirena y uno desea que caiga la noche para regresar.
Sin embargo, la sensación de nostalgia que pudiera dejar el imponente parador se diluye rápidamente entre las maravillas que aguardan a la vuelta de la esquina. La bajada hasta el Embarcadero de Santo Estevo es un corredor natural formado por una sucesión de robles y castaños que regalan sombra prácticamente todo el camino mientras la carretera sigue serpenteando como si no quisiera enderezarse nunca. Cuando la luz del sol escapa entre las nubes oscuras que se aprietan en el cielo y se cuela por los huecos abiertos que dejó alguna rama descuidada, los verdes brillan sobre el gris del asfalto como si quisieran iluminar un pasillo. Y una vez más, la vegetación se abre para mostrar algo más grandioso que el bosque, como si eso fuera posible, y el Sil se muestra en apariencia quieto y atrapado entre las altas montañas que lo encañonan.
La curva del cañón del Sil ha servido como reclamo publicitario para el turismo de toda la Ribiera Sacra. Antes de admirar esa fama desde arriba, hay que recorrerlo desde abajo. Esta tarde, las verdosas aguas del Sil ni pestañean, como si fueran una masa sólida y lisa anclada al lecho. Solo en algún punto la brisa se atreve a rizar la superficie poniéndole la piel de gallina y las pequeñas ondas saltan sobre el agua como lentejuelas en un vestido de fiesta.
Durante una hora y media, un catamarán recorre el río que divide Lugo y Ourense. Hay salidas garantizadas a las 12:00 y a las 16:30 horas todos los días –horarios que se amplían con el buen tiempo y según la afluencia de turistas– desde febrero hasta el puente de la Constitución en diciembre. Eso sí, importante, la experiencia goza de bastante éxito y se recomienda reservar e ir media hora antes, como mínimo, porque hay que confirmar la reserva en el bar del embarcadero y esperar a la salida, si se desea, tomando algo en su terraza que reta al Sil desde arriba, sin darle jamás la espalda.
El recorrido por el cañón y el gran meandro del Sil es un paseo que discurre entre dos paredes de rocas bien encajadas. Cuando las piedras dan paso a los bancales, las viñas se despeñan sobre una vertiente u otra sin miedo. En septiembre, el espectáculo es ver cómo las parras, bien cargadas de uvas, desafían la verticalidad esperando a que las desnuden durante la vendimia. Para alcanzarlas, en algunos casos los vendimiadores solo pueden hacerlo desde abajo, es decir, llegando a los viñedos en pequeñas barcas desde el río. Viendo el difícil trabajo se despiertan las ganas de probar esos vinos que han hecho famosa a la Ribeira Sacra.
Después de recorrer la famosa curva del Sil, hay que verla desde arriba. Los miradores son uno de los grandes atractivos de este viaje, tanto que se podría ir de uno a otro sin dedicarse a nada más. Pero quizás hay uno que ofrece la mejor panorámica. Entre los pueblos de Cerreda y Cimadevila, por la carretera OU-508, está Vilouxe. Esta parada que proponemos ahora es curiosa porque requiere de más esfuerzo y mucho cuidado, pero merece la pena para llevarse un recuerdo único del cañón.
A la entrada del pueblo es obligatorio dejar el coche (lo pone en un cartel enorme y las calles son tan estrechas que aconsejamos respetarlo si no se quiere formar un atasco incomprensible en medio de una aldea). Desde esa parada hasta el Mirador, unos pies dibujados en el suelo y múltiples flechas van llenando el camino de migas para orientar a los valientes que llegan hasta aquí. Aproximadamente un kilómetro después, se encuentra la cima de la cara más vertical del Cañón del río Sil. Ojo, no hay vallas, no hay plataforma ni ningún elemento de protección. Los dos ojos bien puestos en el suelo hasta que clavemos los pies en lugar seguro y podamos empezar a sobrecogernos con la impresionante silueta del Sil.
Su meandro encajonado entre los gigantes de piedra delimita la tierra de tal manera que parece rodearla y abrazarla convirtiéndola en una isla. La mejor sonrisa de la Ribeira Sacra ourensana dibujada por el Sil. Una perspectiva muy diferente del cañón que se queda grabado en la retina y en el cerebro como la postal definitiva, y definitoria, de este viaje antes de regresar al parador a dormir.