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El desayuno en el remanso de paz de La Vera que escogimos para huir del mundo, el 'Hotel Llano Tineo', se dilata para aprovechar el sol matutino que se cuela en la terraza. Los huevos de María Carmona, sus bizcochos y yogures caseros junto al zumo y el café entonan el inicio del día para regresar a la carretera. Una vez al volante, retrocedemos apenas para conocer la verdadera idiosincrasia de estos pueblos.
CUADERNO DE VIAJE: RESUMEN DEL VIAJE | CONSEJOS | COMPRAS | SELFIES
Villanueva es La Vera en estado puro, la de hace siglos con su arquitectura de balcones de madera y soportales, con sus fachadas de entramados inclinados; y la de hoy, con sus vecinas charlando en las puertas de sus casas, desde cuyas ventanas asoma alguna ristra de pimientos secos, antes de despedirse para ir a comprar el pan. Todo se conserva en Villanueva de la Vera como si hubiera estado envasado al vacío.
Hay que recorrerla despacio para alcanzar a ver algunas de sus construcciones que un día se apoyaron sobre un gran cancho o un pasadizo cubierto de plantas. Y mientras se pasea por sus calles, hay que buscar esas que se estrechan tanto que se escucha a las vecinas trajinando en sus cocinas mientras el olor de los pucheros sale nadando por las ventanas abiertas en verano para chocarse contra las paredes colindantes. En invierno, es la lumbre la que atiza las narices flotando por encima de las chimeneas.
De ese mantenimiento de años pasados, arrastran una fiesta medieval que se celebra durante los Carnavales conocido como el Peropalo. Hace siglos parece ser que el pueblo ajustició a un bandido que deshonraba a las mozas o a un recaudador de impuestos, la historia no está clara, aunque sí está intacta la necesidad de seguir ajusticiando al personaje representado a través de un gran muñeco que pasean por el municipio entre gritos y festejos.
En algunas tiendas del pueblo tienen productos típicos de la zona. En la tienda de Benitilla, regentada por Teresa de la Flor, la especialidad son los dulces caseros como las perrunillas, las flores con miel o los pestiños, entre otros muchos. Los frutos secos, las chucherías y las latas atiborran las estanterías que conviven con los postres tradicionales. Para ella, que prácticamente nació en la tienda familiar, departe con las vecinas sobre asuntos personales mientras despacha con la tranquilidad que recuerda la falta de prisas en la zona rural, donde el tiempo se mide de otra manera. Sus hermanos gestionan en el mismo pueblo el horno donde se hacen todos los dulces que ella vende luego.
Al salir del pueblo, hay que ir a conocer la Cascada del Diablo, un paraje natural que requiere caminar un poquito y cuyo espectáculo varía según la estación. La mayor ebullición de las aguas se encuentra a mediados de primavera, pero sigue siendo un buen espectáculo el resto del año, al menos para ver el lecho sobre el que discurre la catarata encajonada en la montaña.
De nuevo en la carretera, la siguiente parada será Madrigal de la Vera, ubicado en la falda de Gredos, al pie del pico Almanzor. Un pueblo con sus casco antiguo también típico verato, pero que atrae a más gente por su conocida garganta de Alardos, cuyo primer charco, donde se monta la piscina natural durante la época estival, está custodiado por uno de los puentes romanos más conocidos de La Vera, llamado aquí Puente Viejo.
Siempre tan clara en primavera, al final del verano pierde parte de su claridad y se torna verdosa sin restarle un ápice de encanto, porque aún se aprecian los peces esquivando las rocas de sus fondos. Este charco suma a la belleza del puente una inmensa pared de granito que frena a la montaña sobre sus aguas, de ahí, su afluencia de bañistas.
Muchos son los que se quedan en este primer punto y otros los que deciden seguir avanzando y descubrir otros remansos de agua que forman pozas no solo adecuadas para el baño sino también para sentarse y observar sus aguas transparentes, donde a veces sobresale aquí y allá alguna piedra idónea para saltar al agua, como si no hubiera sido colocada aleatoriamente por la madre naturaleza.
Cuando parece que se pierde el rastro de la garganta, que corre a esconderse en las montañas, aparece el Charco Negro, que invita a echar allí el día entero, especialmente, si luego se ha reservado en el restaurante 'El Molino' para comer o cenar. El chef Nacho Tirado ofrece además de sus platos en carta, un menú degustación sorprendente por su precio y su sabor. Sencillo, pero muy acertado para la zona.
En dirección a Oropesa, Toledo, hay un desvío hacia el Embalse de Rosarito, donde la ausencia de agua o la abundancia de ella cambia el paisaje de una forma fascinante. Bien merece la pena echar un vistazo, aunque solo sea por ese paseo en carretera que ofrece el enorme lago de agua a la derecha, la vegetación a la izquierda, y las montañas al fondo. Si se quiere hacer unas buenas fotos para Instagram, mejor parar. Si no, con dar la vuelta se pone rumbo a Madrid a través de la carretera que conduce a Oropesa, y que pasa por las Ventas de San Julián. Antes de desviarse a la localidad toledana se alcanza la A-5. Y desde ahí, inicio del fin del camino… Cada mochuelo a su olivo.