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“Fui camarera durante muchos años y lloraba por las mañanas sin querer ir a trabajar. Ahora, a veces, me da la hora del almuerzo y hasta se me olvida. Estoy feliz”. Virginia Paz, la artesana y artista tras la marca 'Virgen Cerámica', nos habla, pausada, sin poder evitar que se le escape una sonrisa. Al mismo tiempo se concentra en el trenzado de las tres gruesas cintas de barro que ha preparado previamente de manera individual. El resultado es una pieza que parece sencilla, pero que esconde en ella muchos significados.
“Antiguamente se decía que, cuando una mujer se siente triste, lo mejor que puede hacerse es trenzarse el cabello”, nos comenta, no sin dejar claro que fue algo que leyó en un precioso texto que encontró en una ocasión. Cuando acaba la trenza, la coloca con otras ya terminadas con las que irá pronto al horno. Juntas, darán forma a un tapiz que, unido a otra inmensa figura, constituirá la obra que presentará en la exposición Tres patas pa´ un banco, donde participará en breve junto a otros tantos artistas de Sevilla.
Virginia comenzó en esto de la cerámica de manera, como le ocurre a otros muchos artesanos, totalmente casual. Había trabajado como fotógrafa, como decoradora, tras la barra de un bar e incluso como ilustradora, pero fue tras apuntarse a un curso de cerámica en su tiempo libre cuando descubrió que esa era la vocación que llevaba tanto tiempo buscando. Desde entonces, puso toda su ingenio al servicio de sus manos, que fueron creando piezas de lo más personales en las que materializaba su realidad. “Me doy cuenta de que mi trabajo es un poco la manera que tengo de comunicarme conmigo, de entender cosas que en mi día a día cotidiano no entiendo. Pero cuando termino de desarrollar el trabajo acabo encontrando respuestas a un pasado que se quedaron ahí”, confiesa. “Pocas veces hago bocetos, suelo imaginar más o menos por dónde quiero tirar, y cuando trabajo me voy dejando llevar en las formas según van llegando”, añade.
Charlamos con ella en el taller donde sus días transcurren inmersa en sus creaciones. A un lado, el torno del que tanto disfruta. Al otro, la mesa de trabajo. De fondo, repisas donde se halla todo aquello que ha ido moldeando en los últimos años, objetos testigos del proceso creativo mutante de todo artista. Junto a tazas de largas asas que nos hablan de cuando enfocó su producción hacia objetos más utilitarios, reposan las vírgenes de barro con las que decoró media ciudad. “Hicimos una instalación en Sevilla hace años y llenamos de vírgenes las hornacinas que estaban vacías en una noche. Son una especie de alter ego de la marca: las vírgenes salen de un molde, todas con colores diferentes, con las costuras a la vista, y al sacarlas se les levanta un poco la cabeza. Es una alegoría a la virgen dolorosa, a la belleza de la mujer que se vincula con la tristeza o cabeza baja y con la que lanzo el mensaje de: levanta la cabeza, con tus penas y todo, pero sigue adelante”, continúa.
Y, junto a ellas, vasijas, jarrones o candelabros. Incluso pequeñas piezas a las que buscó una funcionalidad de manera absolutamente gratuita: con trozos que le sobraron de algunos trabajos, creó bellísimos pasadores. El acabado de cada uno de estos pedacitos de su historia -porque, al final, todo lo que crea termina por hablar, de alguna manera, de ella misma- ha ido variando también con sus diferentes etapas profesionales: del barro más crudo, áspero o poroso, ha ido pasando a formas más suaves y nacaradas. “En mi trabajo hablo de las cargas, de las culpas, de los miedos... pero realmente es un trabajo bello, porque lo que hago es intentar encontrar la belleza en estas cosas y sacarlas fuera. Transformo en algo que me guste lo que no me gusta”, nos aclara.
Una filosofía que apuntamos bien y que traslada, además, a todos aquellos alumnos que, semanalmente, acuden a las clases que imparte en su taller del centro -calle Divina Pastora-. Una manera de cerrar el círculo compartiendo su particular manera de entender este arte, y por ende, el mundo, con todos aquellos que desean iniciarse en él.
La música suena alta desde los altavoces cuando nos adentramos en el estudio-taller de Pablo Rodríguez, más conocido como Little. Su espacio, que comparte con otros cinco artesanos y amigos, ocupa uno de los modernos módulos que el Ayuntamiento de Sevilla construyó en uno de los barrios más jóvenes de la capital para congregar en ellos a gran parte de la comunidad dedicada al oficio. Pablo nos saluda desde la primera planta de esta suerte de dúplex y nos anima a subir. Arriba, entre repisas rebosantes de figuras de toda índole que llevan, claramente, el sello Little, el joven artista nos espera preparando café. La vista se nos va directamente a una de las piezas que reposan sobre las baldas. “Esa fue la primera vez que conseguí traducir un dibujo a una escultura. Se llama Solo quiero, y son dos jarrones que tienen brazos, que se chocan las manos y se tocan. Va montado uno frente a otro”, nos comenta.
Pablo, según sus propias palabras, se considera “dibujante y principiante de ceramista”, aunque lleve ya muchos años, muchas obras y muchas exposiciones a sus espaldas con sus creaciones como protagonistas. Una de las últimas, que tituló Keep it cute, le llevó hasta el CAC de Málaga, mientras que, entre las que están por venir, se halla otra en marzo en una galería de Taiwán. “Al final la cerámica es un lenguaje donde he encontrado la forma de sacar el dibujo al volumen y ocupar espacios. Pero para mí todo sale desde el dibujo”, confiesa.
Y es que así fue como el joven cordobés -aunque lleva asentado en Sevilla desde hace muchos años- se inició en este universo, el de la cultura y el arte, con el que ya mantenía relación desde muy joven. “Cuando estudiaba en la universidad montamos una galería de arte que se llamaba Galería Central, un proyecto colaborativo del que fui director”, nos cuenta. Después, llegaría un máster en gestión cultural, el trabajo en otras galerías, en comunicación e incluso en agencias de publicidad… Y un día, por casualidades del destino, le dio por compartir en redes aquellos dibujos de trazos sencillos y lineales que realizaba en su tiempo libre como vía de escape a su creatividad. Entonces, todo cambió.
Miramos a nuestro alrededor y comprobamos que también esas ilustraciones inundan paredes y tablones, se amontonan apiladas sobre su mesa de trabajo o en carpetas almacenadas en cada rincón. Pablo revisa las innumerables portadas de suplementos culturales que llevan su impronta mientras charla con nosotros. Dibujos que hablan de sus vivencias y preocupaciones, de aquellas cosas que le mueven y que siempre ha sentido la necesidad de compartir. “Me detengo en pequeños detalles que parece que no, pero son importantes. Me recreo en la ternura, en el amor sencillo, incondicional”, nos dice. “Me gusta transcribir de una manera muy creativa y con un universo muy particular todo lo que voy viviendo”, añade el artista.
Así es como su mundo pasa, del blanco y negro de sus dibujos, al multicolor con el que abraza sus jarrones y piezas decorativas que juegan un poco a ensalzar a ese niño que todos llevamos dentro. Objetos en los que plasma también aquellos mensajes claros que hablan de lo cotidiano, y en los que se repite una figura que le fascina: el gato. Antes de ir a la planta baja, donde se halla la zona en la que suele trabajar el barro, nos llama la atención un patinete que, de colores pastel, descansa apoyado en un rincón. También un puñado de tiritas, su figura fetiche, con las que Pablo inició esta andadura en la cerámica proponiéndonos a todos que, antes de nada, comenzáramos por cuidarnos a nosotros mismos. “Hay millones de historias detrás de las tiritas, desde la madre que se lo regala a su hijo que se va de Erasmus, a parejas que rompen pero se quieren y se desean lo mejor. ¡Incluso hay quien se lo ha tatuado!”, comenta entre risas.
Una vez abajo, le preguntamos al artista por su momento creativo. “Ahora estoy en un punto en el que rompo con todo lo que hacía anteriormente, incluso estoy probando técnicas que hasta ahora no había tocado en dibujo, como óleos y barras. En cerámica también estoy experimentando un montón y estoy pasando al gran formato. Al objeto escultórico más que al jarrón o a la cerámica decorativa pequeñita. Las primeras que hice fueron para mi exposición Crush y para el museo el CAC de Málaga. Allí fue como que me di cuenta de que quería hacer escultura”, apunta Little y, acto seguido, comienza a trabajar en una futura pieza. La música continúa sonando en el ordenador; las manos se deslizan en torno al barro. Ha llegado el turno de que sus ideas tomen una nueva forma.
“¿Habéis llegado a la puerta? ¿Veis en ella una figura de un caballito de mar?”. Yukiko Kitahara nos habla desde el otro lado del teléfono confirmándonos que sí, que nos encontramos a la entrada de su refugio a las afueras de Sevilla. Esta japonesa afincada en Andalucía desde hace más de 30 años encontró aquí, en la localidad de Gelves, su lugar en el mundo hace ya mucho tiempo. En su casa-taller vive junto a Guillermo, su pareja, también artista, compañero y pilar fundamental de un proyecto que, aunque lleva el nombre de ella, llevan forjando juntos con amor desde hace décadas.
“Yo casi no salgo de aquí”, nos confiesa nada más vernos entrar en el que es su espacio de creación, su rincón sagrado. Antes, hemos atravesado varias habitaciones que, a modo de almacén y talleres, contenían numerosas piezas de porcelana puestas a secar o esperando a ser empaquetadas. “Mi récord está en 22 días sin salir, y eso fue antes de la pandemia”, ríe. “Escucho hasta 11 audiolibros al mes. Con mi ayudante, que está conmigo aquí por las mañanas, escuchamos libros en español, y cuando se va, a veces los pongo en japonés”. Risueña, siempre con una expresión en el rostro que demuestra que vive con pasión todo lo que tenga que ver con este oficio, Yukiko nos habla sin quitar ojo de la pieza en la que se halla trabajando: una sopera sobre la que desliza, con delicadeza, una suerte de pincel esponjoso.
Al otro lado de la ventana, el sol ya comienza a acercarse al horizonte. Dentro, nuestra artesana continúa narrándonos, con un acento que deja sentir un marcado deje andaluz, su historia. Una historia que arrancó en su Japón natal: fue a los pies del Fuji donde, en un día nevado de primavera, llegó al mundo, lo que hizo que la bautizaran como “la chica de la nieve”, que es lo que significa Yukiko. “Mi padre era cocinero de sushi, mi abuelo y mi tío también... Por eso yo quería estudiar cocina, así que aprendí. Después pensé que me gustaría hacer los platos para servir mi comida, y fue cuando me apunté a clase de cerámica. Me gustó tanto que dejé mi trabajo y me puse a formarme”. Poco después, en el 94, una beca de intercambio la trajo a España, donde acabó quedándose, cuando vino a darse cuenta, indefinidamente.
Observamos pequeñas cajas amontonadas tras su puesto de trabajo. Son los moldes con los que hacen las figuras de animales. En ellos está reflejada, precisamente, su marca: leones y cangrejos, monos, ranas, perros o caballos con los que decora cada pieza utilitaria que elabora -por decir solo algunas-, son su firma. El detalle que hace que, nos encontremos donde nos encontremos, vayamos donde vayamos, siempre sepamos reconocer una de sus creaciones. “Empezamos este proyecto en 2012. Como el torno no me gusta nada, pero me encanta trabajar el molde, pensé en hacer como una fusión de la técnica japonesa de hacer vajillas, con un poco de la escultura cerámica que estudié aquí”, nos cuenta.
Una vez decidido el camino, el resto fue una sucesión de casualidades. “Habíamos hecho la fiesta de cumpleaños de una amiga y tenía vasos y platos de plástico en la mesa. Casualmente, como colecciono juguetes antiguos, tenía figuras de animales en casa, incluso de los años 50 y de la antigua Unión Soviética. Así que cogí el vaso de plástico, el animalito que estaba por allí, puse el animal al lado, y dije: mira qué gracioso. Y, además, me gusta, es alegre, es útil, es cómodo. Así que ya está, voy a hacer esto”. Y bautizó a esta línea como De usar y no tirar.
Más de una década después de aquella escena, las piezas de Yukiko con sus animalitos como protagonistas se venden en las tiendas de museos como el Guggenheim o el Thyssen. También son enviadas, bajo pedido, hasta países como China o Kazajistán, a la mayor parte de Europa o a Uruguay. Debido a alta demanda de sus creaciones, tan solo trabaja por encargos. Porque, si algo tiene claro la artesana, es que la calidad de cada taza o plato, de cada florero, huevera o aceitera que hace, debe de ser máxima.
“Somos un equipo muy pequeño, pero no quiero tener más personal porque cuando metemos más gente, baja la calidad. Ahora mismo yo fabrico las piezas y mi ayudante hace el repaso, pero todo pasa siempre en algún momento por mí”, afirma con rotundidad. Después de darle la forma, llega el momento del horno. “La porcelana con caolín tiene que hacer la cocción a 1280°. A mí me gusta darle 22 horas de cocción y 24 horas de enfriamiento”, apunta. Así, logra hacer realidad la frase que una vez, rememora Yukiko, le dijo su abuelo: “Las piezas tienen que ser como una chica de porcelana: aparentemente delicadas, pero realmente resistentes”, concluye.
Es esa mezcla de talento y dedicación, de originalidad y profesionalidad, lo que le valió el Premio Nacional de Artesanía en 2016. También le ha llevado a realizar colaboraciones con grandes empresas como La Cartuja de Sevilla, para quien ideó una línea años atrás con el cisne como protagonista. Y eso no es todo: en Sevilla, es posible disfrutar de la mejor gastronomía sobre algunas de sus piezas en Sr. Cangrejo (1 Sol Guía Repsol), a quienes les elabora parte de la vajilla. Sin embargo, cuando encuentra hueco en su apretada agenda, dedica el tiempo a seguir creando: disfruta, como pocas cosas le hacen disfrutar, encerrada en su taller y convirtiendo en realidades hermosas esculturas de mayor tamaño. Una motivación que, no cabe duda, seguirá aportándole ilusión durante muchísimos años más.
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