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Aparcar a la puerta de 'Alfarería Agustín' es muy sencillo. Está en el pueblo de Niñodaguia, justo en un lateral de la carretera OU-536, la antigua N-120. Ni siquiera obliga a los interesados a desviarse de su ruta para llevarse un recuerdo de la región hecho a mano o para conocer la cerámica tradicional de la ribeira gallega. En la amplia tienda-taller, un lunes de septiembre sale al encuentro de los clientes uno de los dueños, José Vázquez Vázquez, hijo de Agustín, el precursor de este negocio familiar.
"Yo empecé a trabajar con mi padre hace 15 años, pero esto viene de toda la vida en nuestra familia. Mi padre empezó con sus tíos y sus tíos venían de trabajar con sus padres. Aquí, antiguamente en cada casa había un taller, en el fallado que lo llamamos nosotros", explica José que, aunque luego fue asistiendo a la desaparición de esa tradición, llegó a ver hasta siete talleres en el pueblo. "A día de hoy, quedamos dos. Y el más joven soy yo, con 36 años", se ríe porque este arte está envejeciendo y son pocos los interesados en emprender este camino.
Nada más atravesar la puerta, en las estanterías de la derecha, las piezas típicas atraen la mirada. Ahí se apila de forma ordenada esa loza tan característica de barro blanco con algunas zonas en amarillo. José recomienda a quien lo visita llevarse piezas de uso doméstico porque "se pueden usar para cocinar en la vitro, en el fuego, en el horno… lo único que no las admite son las placas de inducción". Pese a que también hay pequeños detallitos de adorno, en su opinión, siempre es mejor una cazuela para guisar o una queimada. Algo útil, básicamente.
"El turismo viene buscando lo tradicional, al menos, un 80 %", asegura el alfarero moviéndose por la tienda. La loza típica que puedes encontrar aquí es bastante variada y con reminiscencias de otros tiempos como el porrón (el botijo normal y del cuerdas), la almofía (para sangrar a los cerdos) o la graxeira, la grasera, para meter los chorizos), entre otros muchos útiles de cocina como jarras o platos.
Detrás del mostrador una enorme cristalera permite ver el taller de los alfareros. Se "puede incluso pasar y ver nuestro trabajo", explica José. Desde que su padre abriera la alfarería en esta ubicación, cuando se inauguró la antigua carretera N-120, el negocio ha evolucionado mucho. Pasaron de exportar al por mayor por toda España, especialmente al País Vasco, cazuelas y queimadas a un regreso a lo tradicional que constituye actualmente el 50 % de su producción. Según el joven alfarero: "Nos encargan regalos para empresas, para bodas, para competiciones… pero sobre todo para las ferias de gastronomía gallegas, donde luego los asistentes se pueden llevar el plato a casa (va firmado) y seguir utilizándolo".
Dentro del taller, viene en la mente aquel alfarero viudo, Cipriano Algor, que creó José Saramago en La Caverna. Aunque rápidamente se olvida uno del libro del portugués, porque está claro que Cipriano carecía de la maquinaria que tienen Agustín y José. Hay una para cortar el barro –siempre sin tratar y que una vez cocido ya no sirve para reutilizar– muy cerca de los dos tornos de la casa. La joya de la corona es uno japonés, "que es rápido y silencioso", según el artesano. Una vez modelada la pieza en el torno se pone a secar. Si hace sol, a la intemperie; si el tiempo no acompaña, dentro de una sala con un ventilador. Apartados de todo, pero bien cuidados, están los hornos para cocer el barro. Unas pallozas diminutas, que servirán de joyeros como regalos en una boda, acaban de pasar por este proceso casi final, solo faltaría esmaltar.
"Nuestro barro autóctono es más oscuro al sacarlo de la tierra, pero se va poniendo blanco según se seca. Cuando le das el esmalte y lo vuelves a cocer, adquiere ese tono amarillo característico", subraya el artesano antes de mostrarnos orgulloso una escultura de un músico local en la que trabaja su padre para despejar la mente. En el arte del barro también hay tiempo para dejarse llevar. Ellos le han dado un toque moderno a sus nuevos diseños de fruteros o cuencos para distanciarlos, apenas, de lo tradicional.
Una labor difícil si se tiene en cuenta todo lo que hay detrás de la profesión. "Este oficio no se termina de aprender nunca, aunque si te gusta vas viendo tu evolución día a día. La técnica te la pueden enseñar, pero aprender todo los demás –posición y presión de las manos, por ejemplo– tienes que aprenderlo solo. Eso es echar horas y horas, hacer y destrozar. No se aprende ni en días ni en semanas, ni en meses ni en años. Yo estoy aprendiendo aún y llevo 15. Mi padre está aprendiendo aún y lleva desde los 18 años", va desgranando José los detalles de su labor con una de sus manos en el torno ahora apagado.
Si fuera imposible llegar hasta la Ribeira Sacra, no desesperes. Estos alfareros visitan tres ferias de cerámica al año: La Cacharrería (Madrid), San Pedro (Zamora) y Oleiros (La Coruña). Otros puntos de encuentro donde apreciar la auténtica loza tradicional de esta parte de Galicia y de mantener viva la tradición.
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