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En el Claustro de Santo Domingo de Silos, palabras como sentimiento y espiritualidad encajan sin caer en la cursilería. Este cuadrilátero, único en el mundo por su románico y conservación, obra de dos maestros canteros -siglo XI y XII-, artistas de primera talla, mantiene su aura mística y su belleza física. El olor del ciprés de los poetas y del boj, las rosas enanas y el sonido de la fuente, coronan el patio donde confluye la vida entera de la poderosa abadía desde el siglo X.
La luz es la aliada de tanto asombro, ilumina los capiteles y las esquinas talladas en la piedra que apuntalan las cuatro crujías y envuelven el lugar con atmósfera distinta, ya sea la visita en la mañana o por la tarde. Conviene hacer ambas, porque al doble claustro de Silos hay que regresar siempre, para rendirnos ante manos capaces de crear así. Reinaba el famoso Fernán González en estas tierras de Castilla cuando el monasterio se levantó (siglo X), pero hubo que esperar a la llegada de un tal Domingo Manso -pastor primero y monje después- (1043) para que, tras su muerte, aquí se diera el milagro del Arte románico.
Empecemos por recordar que el maestro del siglo XI -galería este y algo de la norte- estuvo influido por el románico francés -Moissac, Saint-Sernin de Toulouse- pero el mundo mágico y religioso de los capiteles no se concibe sin la influencia árabe y oriental. Nada se sabe de los dos grandes maestros -el segundo, galería oeste y ala sur, más siglo XII- pero conviene mirar sin anteojeras para asombrarnos de lo que aquí empezó hace mil años.
Atravesar la puerta, dejando atrás la tienda de recuerdos y a la amable Lorena que atiende al público -"empiecen por la derecha, que es el orden en que fue ejecutado", explica a los turistas que van a maravillarse ante los 64 capiteles y el techo mudéjar-, y pasar al Claustro sigue siendo un viaje emocionante al mundo de sotanas y olores a tinta de copistas, de rezos y alambiques de cobre, sonido de oficios desaparecidos, aunque la tecnología haya sustituido al guía del Monasterio o a los monjes que hace 40 años enseñaban con orgullo, el Descendimiento de Cristo o La duda de Tomás ante la llaga.
Hoy los visitantes llevan en sus manos el teléfono -ese artilugio del que no se sabe que diría Santo Domingo, quizá lo vería muy útil para difundir doctrina al mundo de los infieles- para acercarlo al código QR y escuchar lo que murmuran los grabados sobre el enterramiento y la visita de las Santas Mujeres al Sepulcro o el rostro de Cleofás en la en los discípulos de Emaús.
Jean-Jacques Annaud, director de cine, escribe un subtítulo al comienzo de El nombre de la Rosa: la película “es un palimpsesto de la novela de Umberto Eco”, el semiólogo, ensayista y novelista italiano, que junto con el filme protagonizado por un maravilloso Sean Connery, revolucionó en los años 80 la vida de los monasterios y los lanzaron a la voracidad del gran público. Antes, Eco había vendido miles de ejemplares de la novela histórica que transcurre en una abadía del norte de Italia -se inspiró en Sacra di San Michele- y de un libro que mataba a los monjes que lo ojeaban.
La causa era a el veneno que Jorge de Burgos, el monje de Silos, había puesto en las páginas del “segundo libro de la Poética de Aristóteles, el que todos consideraban perdido” le dice el franciscano Guillermo de Baskerville -Sean Connery- al monje que consiguió “que te enviaran a tu país para recoger los más bellos manuscritos del Apocalipsis en León y Castilla. Ese botín te hizo famoso en la abadía... Quiero ver es copia griega escrita sobre pergamino de tela, material entonces muy raro que se fabricaba precisamente en Silos”, le espeta el franciscano al poderoso monje ciego, que ha estado envenenando a sus hermanos por un libro que nunca nadie ha visto y que contiene risa y humor.
Con la novela, Eco puso a Silos en el mapa de Europa para los profanos y entró en la explosión del interés por la vida monacal. Cuando el italiano vino a España a recoger el premio Príncipe de Asturias, se acercó a esta abadía y pudo tener entre sus manos el misal que había inspirado el libro maldito, la Poética de Aristóteles sobre la risa. Hoy, la biblioteca no se puede visitar, a no ser que uno sea investigador o resida en la hospedería de los monjes, pero con algo de imaginación, se huele el pergamino y la tinta.
Luego llegó el canto gregoriano. Cuenta el abad Clemente Serna en la guía de Silos que escribió con otro sabio memorable, Raúl Fernández González, que en los años 90 fueron “las grabaciones del canto gregoriano realizadas 20 años antes”, las que llevaron a la Abadía de Santo Domingo de Silos “a los rincones más inverosímiles del globo terráqueo, pusieron de moda” este lugar.
Y aquí sigue, pero ha pasado más de una década desde que el abad Clemente -tras 24 años- dejara el cargo. En su lugar fue elegido Lorenzó Maté, quien ingresó en la escuela de la abadía en 1966. Su antecesor, Clemente, lo hizo con 13 años. De aquél boom de los años 80, 90 e inicios de este siglo XXI, los monjes salieron “quizá un poco cansados, les sacaron de su tarea habitual, de su tiempo de rezo y trabajo” explica Clemente Camarero, el encargado de Casa Heriberto -el colmado, ultramarinos, tienda de delicatessen y recuerdos del pueblo de Silos-. Clemente, nacido en el pueblo hace 78 años, simpatiza y está encariñado siempre con los monjes. Sabe que Silos hace mil años que le debe todo a la abadía.
Enrique López, teniente alcalde del pueblo, relata que hay veces en que “hay demasiada gente. El último puente del Pilar, para la misa cantada, la cola daba la vuelta a la abadía. Hacía tiempo que no lo habíamos visto así y el ruido, tanta gente, les aparta de su trabajo”. La deducción, pues, de que a Silos es mejor venir a diario, es una obviedad. O en los meses de otoño e invierno, sin puentes.
De la misma opinión es la joven Lorena, cuando justifica al monje-mayordomo, Alfredo, que se encarga de la imagen hacía el exterior pero no puede por el trabajo. “El turismo les interrumpe y les aparta del estudio”. Sea como fuere, y aunque para el turista la visita pierda aura al escuchar la voz del teléfono bajo el increíble relieve de la Ascensión -por ejemplo- el Claustro de Silos sigue siendo un imprescindible si amas la belleza, como lo es el Pórtico de Santiago.
Con unos monjes tan atareados y los guías escasos, aunque el visitante se rinda al móvil o alguna audioguía, no debería nunca olvidar apagar ambos trastos durante minutos, incluso media hora, para escuchar el rumor de la fuente que acompaña al ciprés, plantado por los benedictinos franceses, que recuperaron la abadía tras la desamortización de Mendizábal. A veces, fuente y ciprés susurran, acompasados por un suave soplo de viento. Un par de bancos de madera bajo las galerías, permiten disfrutar despacio en tiempos tan veloces.
El pórtico no lo hizo Domingo Manso, luego Santo Domingo de Silos como sugirió algún discípulo. Se inició tras su muerte, con el abad que le sucedió, como escribió su biógrafo Grimaldo. El más interesante de los dos maestros es el de las galerías este y norte, por donde empezaron. Según el abad Clemente Serna y Raúl Fernández, en su inicio, cada galería debía de tener catorce columnas, pero al aparecer por causa de restos “de la construcción funeraria de la familia Finojosa”, se añaden dos arcos más a la galería norte y otros dos a la sur, para mantener la proporción. Así que el cuadrado que imita a la Jerusalén Celestial en el apocalipsis de San Juan se trastoca ligeramente.
Los capiteles del este y del norte, los del primer maestro, son impresionantes por su viveza. Respiran y no ocultan la influencia de los artistas crecidos a la sombra de los califas de Córdoba. Desde los pliegues de la ropa a la fantasía de los animales. Y las esquinas, punto de encuentro de los arcos y donde se representan cuatro hitos de la vida de Cristo, están realizados sobre bloques monolíticos de piedra caliza.
Los artistas-maestros de Silos tuvieron el detalle de situar los capiteles y las representaciones de las cuatro esquinas a la altura de nuestros ojos, los de estatura latina y lo que debían medir en aquellos tiempos nuestros ancestros. Esto hace posible apreciar los detalles en la piedra, observar el rizo de las barbas, las arrugas en la frente de San Pablo, el rostro de la virgen con una toca de mujer castellana, los guardianes del sepulcro vestidos a la usanza de la Edad Media y el Cid, no como los soldados romanos que prendieron a Cristo. La composición del perfil y bajo arco de los relieves de la Ascensión y de Pentecostés, los más arcaicos dicen, son también los más hermosos y transmiten por su esfuerzo. Finales del siglo XI apuntan los sabios.
Prestad atención a los capiteles y la utilización que hacían los maestros canteros del bestiario, los animales más apasionantes y mitológicos, como las arpías, los grifos persas, los flamencos u otros bichos en los que el artista desarrolló su imaginación: bichos con cuerpo de ave, cola de reptil y cabeza de gacela. Algunos de estos grabados en la piedra dan para alimentar la fantasía infantil y adolescente hasta el infinito y las series de televisión que ahora les fascinan. Las diferentes mitologías, desde egipcios y griegos hasta cristianos, ya inventaron todo para cultivar y aterrar -ambos conceptos son simultáneos- la mente humana. Los relieves de Silos son una obra maestra de su función para la religión.
Y mientras todo esto se desliza ante la mirada curiosa, recordar a Gonzalo Manso, un hombre menudo y voluntarioso, nacido en Cañas, un pueblo de La Rioja. Fue pastor como tantos otros de los monjes que se convirtieron en santos en la Edad Media, y anacoreta o ermitaño, igual que San Millán, Toribio de Liébana u otros personaje de los tiempos entre árabes, mozárabes y cristianos; eran partidarios de la pobreza de la iglesia y por eso, o bien se enfrentaron a sus obispos, o a sus reyes (Santo Domingo a don García de Navarra, un pendenciero disipado) por defender las posesiones de la iglesia o predicar la austeridad.
Fue prior del monasterio de Cañas, su aldea y la gestionó con tal eficacia, que fue llamado por el más poderoso monasterio de entonces, San Millán de la Cogolla. Allí también le fue bien, ordenó la vida económica, laboral y de rezo de los monjes, que trabajaron intensamente. Pero fue desterrado cuando se opuso valientemente -siempre según sus biógrafos, incluido Gonzalo de Berceo- a que don García, rey de Navarra, recuperara las riquezas de San Millán de la Cogolla, que sus padres habían donado a la abadía.
Por eso llegó aquí, a Silos, desterrado, tras peregrinar bajo el frío y las lluvias. “Le precedía su fama y santidad, aunque él solo quería volver a ser un ermitaño” cuenta Grimaldo, autor de Vida Becti Dominic, la hagiografía que le pide Fortunio, el abad que sucedió a Santo Domingo. Luego, claro está, vendrá lo que cuenta Gonzalo de Berceo, pero nos quedamos con los más cercanos.
Fue Fernando I de León y conde de Castilla, hermano de don García de Navarra, más listo, quién ofreció asilo y nombró Abad de Silos a Domingo. Este cenobio entonces estaba consagrado a San Sebastián de Silos. ¡Qué historias para estos campos hoy vestidos de otoño, para estas piedras color miel que ahora lucen para miradas de móviles y cámaras de todo tipo!
Cuando Domingo Manso, Santo Domingo, tomó posesión del cargo el 24 de enero de 1041 las razias de Almanzor, el gran caudillo árabe, habían dejado hecho trizas el monasterio primitivo y su iglesia románica. Desde entonces, hasta que murió aquí en diciembre de 1073, durante más de 40 años, levantó una obra increíble, dando vida a la abadía y a las villas de alrededor. Aunque hubo más de 200 monjes en su momento, repartían trabajo para los pueblos de los alrededores.
Mientras se recorre el pórtico, entre belleza y belleza de capitel a esquinas, la armonía del conjunto del patio, las galerías diseñadas para el paseo durante el rezo o la meditación, la vegetación y el bestiario de todos los animales de la galería este, los grifos persas o esos leones atrapados entre ramas, se graban en la retina. Como luego lo hará la mano de Tomás en la herida de lanza de Cristo, para acabar con su duda.
Y aunque el primer maestro fascina, no conviene gastar todo el asombro en él. La Anunciación y el Triunfo de María, más tardíos, -obra del segundo maestro- es para echar unos minutos. Como en los capiteles del Ciclo de la Navidad (Visitación, Sueño de José y Natividad). Si uno va pasar un fin de semana largo por estas tierras, debería imponerse la visita al claustro para comenzar el día o acabarlo. Nunca se termina de ver.
Borrachos por las revelaciones de lo que hacían unas manos maestras hace 1000 años sobre la piedra caliza, a menudo se nos olvida mirar a los techos de las cuatro galerías del Pórtico. ¡Es un error, casi un pecado! El alfarje mudéjar se incendió en 1384 y “asoló una buena parte del monasterio” repasan las crónicas, pero tan sólo dos años más tarde, el abad Juan V, apoyado por Juan I de Castilla (un Trastámara) y casas de nobles, comenzaron la restauración.
Hay que fijarse sobre todo en la crujía norte, en la zona occidental y meridional como recomendaban los monjes que hacían la visita hace 20 años. Se nota perfectamente la diferencia entre el original y la restauración del XIX, buena pero hecha tras la llegada de los benedictinos franceses. Fueron los musulmanes residentes en Silos (mudéjares) “los que levantaron la techumbre plana de madera denominada alfarje, resultado de combinar largueros, travesaños y aliceres, con una rosa de seis pétalos en los espacios rectangulares” recoge Raúl Fernández González.
El color es maravilloso, tintas rojizas, planas y brillantes, inspiradas en las vidrieras góticas y en los trabajos de los beatos. El macho cabrío que afina un alud, una sirena que te mira con el cuello girado, o aves de colorido y ligereza increíbles, se merecen una mirada reposada a los frisos que bordean los techos. Son un tebeo de historias maravillosas.
Cuando el Claustro te haya rebasado -aquí pasa como en los grandes museos, hay que descansar la vista para volver y de nuevo apreciar- merece la pena pasear por la botica -muy restaurada y cuidada, como la habitación de la investigación de plantas y hierbas- y el museo, un lugar más que interesante, con piezas que te dan idea de lo que fue Silos, su grandeza y poder artístico y económico -el cáliz de Santo Domingo es una pasada-.
El claustro de arriba, menos interesante que el de abajo, no se visita, está reservado para un poco de paz de los 25 monjes que hay en la abadía. Aunque solo sea durante 15 o 20 minutos -los que dura el rezo que los hermanos realizan siete veces al día, conviene asistir a uno de ellos: Maitines (sobre las 6 h. de la mañana), Laudes (7.30 h.), Tercia (después de la eucaristía, a las 10.30 h. en festivos), Sexta (a las 13.45 h.), Nona (alrededor de las 16 h.) Vísperas (a las 19 h.) y completas (a las 21.40 h.). Sexta y Nona son los momentos más habituales para oír rezar y cantar a la comunidad de monjes. Los domingos son un poco más tarde.
A la salida, la restaurada y limpia calle merece una caña en la plaza, para recuperar la realidad. Después, una subida hasta la ermita de la Virgen del Camino para observar la abadía extramuros y la huerta ("antes, los monjes se autoabastecían, pero ahora tienen ya que encargar algunas cosas fuera. Cuentan con hospedería y siguen trabajando mucho” insiste Enrique, el teniente alcalde de Silos).
Lo del laboro debe de ser una obsesión, porque es la frase con que nos despide el hermano que se encarga de vaciar la iglesia de San Sebastián tras asistir al rezo y canto de la Sexta, cerca de las dos de la tarde. “Nosotros estamos ocupados las 24 horas del día y de la semana, no libramos nunca”, casi nos riñe por pedir unas palabras. Afuera, los vecinos sonríen. A veces algunos monjes son así, pero los jueves y los domingos por la tarde “libran” y pasean por el pueblo, charlan con la gente y empatizan -término de moda- con la luz del sol.