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Una inesperada conjunción de elementos han conseguido que nos pongamos manos a la obra. Uno de ellos es la tendencia que últimamente ha pululado por las redes sociales, y que consiste en rescatar imágenes analógicas de alguna etapa de nuestro pasado. El auge de los fotolibros, esa corriente que aúna el formato libro con la fotografía y que tantas pequeñas obras está aportando, es otro de los elementos. Y, por supuesto, el último y más importante, el amor por los viajes, esa necesidad tan vital para muchos que se ha puesto complicada a causa del confinamiento.
En plena vorágine digital, en la que ir con una cámara al cuello significa cargar con peso, el smartphone se ha convertido en la herramienta esencial para practicar el fast photo. Ahora se toman fotos de usar y tirar. Usar, para subirlas inmediatamente a Internet y tirar porque hay que hacer hueco en la memoria para la siguiente tanda. Por ello, parece que nuestros recuerdos también son de un solo uso.
Esas imágenes que vemos a través de un cristal, ni siquiera nos dignamos volver a mirar y, mucho menos, imprimirlas para enmarcarlas o crear un álbum. Nos conformamos con el lado más somero del viaje, aquel que podemos compartir inmediatamente para conseguir más likes. Se echan de menos los rincones descubiertos al azar, de instantes cotidianos y urbanos, de lugareños que sonríen cuando el objetivo les pilla de improviso o de querer llevarnos en una imagen los aromas de un puesto de comida callejero. Es necesario aprender a mirar y sorprenderse, y eso solo se consigue si se recuperan métodos tradicionales. Carretes de diferentes exposiciones, cámaras fabricadas en el siglo XX, álbumes encuadernados, tickets de autobús o publicidades divertidas, dibujos personales, algún verso o, simplemente, la fecha y el lugar.
Los cuadernos de viaje son aquellos instrumentos donde se guarda todo lo interesante que se ve mientras se viaja. Es una especie de journaling, o sea, lo que antaño se conocía como escribir un diario pero mucho más visual y centrado exclusivamente en viajar. Una herramienta que, in situ, pone un poco de orden a ese exceso de estímulos y experiencias que ocurren cuando conocemos un lugar nuevo y, a posteriori, puede convertirse en un relajante hobby para el que aquí se presentan algunos consejos.
Seguro que en cajones, en cajas o en el trastero de casa descansan olvidadas muchas fotografías de viajes pasados. De algunas de ellas no se sabrá ni siquiera cuál es la ciudad donde fue tomada, pero seguro que será una imagen hermosa, testimonio tangible de nuestra exploración en un contexto diferente al nuestro. Doy fe de que no hay nada más satisfactorio que volver a encontrarse con una foto sacada hace varios (muchos) años. Gracias a la revisión de aquel momento vivido en un mercado, una playa o en la calle de una ciudad bulliciosa, los recuerdos acuden a la memoria de golpe, trasladándonos de nuevo a aquel paraje, a aquella ciudad y con aquellos personajes. Las fotografías son experiencias encapsuladas que, al verlas, aunque haya pasado mucho tiempo, las volvemos a revivir.
Dicen que la memoria es flaca para muchas cosas, pero no para las que trata de experiencias agradables y positivas y los viajes lo son. En estos días de confinamiento, no hay nada mejor que recopilar aquellas fotos para darles la atención que se merecen. Pueden mezclarse en color y blanco y negro para conseguir mayor efectismo y, en todo tipo de revelados y tamaños, la idea es que contengan un hilo argumental que las una.
Dicen que los viajes se viven tres veces: primero, cuando se organizan; segundo, cuando se disfrutan y tercero, cuando se rememoran. Hacer un fotolibro permite recordar ese viaje una y otra vez. Además de proteger las imágenes debidamente, se les puede dar el protagonismo que se merecen. Rodearlas de dibujos, de palabras o de elementos curiosos (etiquetas, tickets de transporte, mapas, entradas a museos, postales…) puede dar otra vida a aquellos instantes. El único límite es el de la imaginación. El formato Moleskine (la casa tiene, además, una edición especial para viajeros) puede ser el mas apropiado por su tamaño y su resistencia, pero también están las Leuchtturm y las de Traveler’s Company. Algunos de los modelos de esta casa japonesa vienen con funda de tela de algodón.
Si no tiene las hojas gruesas, lo mejor es colocar las fotos espaciadas. El notebook fotográfico puede ser una manera elegante, personal y funcional como alternativa a los tradicionales álbumes y a los álbumes impresos de forma digital. Su tamaño (preferiblemente A4), es el más fácil para guardar en una mochila. De esta forma, se crea un diario único, un recuerdo testimonial de cómo fue la experiencia que se querrá compartir con familiares y amigos.
Aunque las fotos son indispensables, a la hora de realizar el fotolibro no hay reglas. Se puede enriquecer con lo que uno quiera. Si suele escribir, acompañarlo con un poema de su puño y letra; si le apasionan los collages, montarse uno con las entradas a los museos, con planos de la ciudad, con etiquetas curiosas de productos de comida… y si le gusta dibujar, plasmar un edificio que le guste o un skyline de la ciudad.
Antes eran los propios carretes los que imponían su ritmo. Había que guardarse muy mucho de malgastarlos. Pensar lo que se iba a fotografiar y lo que no. Lo mejor es huir de la foto convencional, de la típica marina o de la montaña recortada en un cielo azul, porque se podría decir que no hay riesgo ni emoción. Para rellenar las páginas del fotolibro, lo importante es salir de la foto convencional que describa un lugar.
Por ejemplo, un plus es añadir imágenes de gente que hemos ido encontrando por el camino, de rincones extraños (muchas veces en la fealdad está la belleza) como una cabina telefónica o una puerta, de banderas y de carteles publicitarios (sobre todo si están escritos en una caligrafía diferente a la occidental), una luz fantasmagórica que se atrapa en una calle… en definitiva, algo especial. Aunque siempre estamos orgullosos de hacer una foto espectacular, tanto en técnica como en mensaje, es importante plasmar el momento que hay detrás y que ese instante sea importante para cada persona. Imágenes dotadas de un cierto aire poético, capaces de mantener su enigma, proporcionando al que lo admira un punto de vista diferente al que se ofrece en las guías tradicionales.
Hacer una foto de la Torre de Pisa intentando que se ponga vertical es el ejemplo típico que no hay que seguir. Lo mismo pasa cuando viajamos en pleno invierno y la escasa luminosidad hace que las fotos resulten con un color mortecino. En esos casos, a la hora de elegir la imagen perfecta para poner en el fotolibro, es mejor optar por aquella que se centre en la arquitectura de la ciudad, en los grafitis de las calles, en la gastronomía, los mercadillos callejeros, en los lugareños… El objetivo es conseguir que las fotos no hablen solo de lo que muestran en sí, sino que descubran el ambiente que las rodea. Tienen que ser lo suficientemente misteriosas para que transporten al que las admira a ese momento y lugar.
El tiempo no se tiene, se hace. Por eso hay que tener presente que en una tarde no vamos a tener el fotolibro completo. Lo mejor es ir llenándolo un poco cada día y no esperar hasta tener tiempo. Incluso hasta tener todo el material porque, una segunda batida por los cajones de casa, puede dar una buena sorpresa. También se pueden mezclar diferentes viajes, no pasa nada, al contrario, puede ser aún más enriquecedor y menos monótono.
El fotolibro de viaje es algo muy personal que ha de llenarse con las fotos y los pluses que más le gusten a cada uno. Lo importante es disfrutar del proceso y que no se vuelva una carga. Es un espacio de libertad total. No hay nada más reconfortante que volver a abrir un fotolibro de viajes tiempo después de haber vuelto a casa. Y con la cuarentena… es la forma más eficaz de teletransportarse.
Si te ha entrado el gusanillo… ya sabes. En el próximo viaje no te olvides echar una cámara analógica en la bolsa. Seguro que en el trastero o en el cajón hay alguna. Si no funcionan, es fácil encontrar algún modelo interesante de segunda mano. Los carretes son económicos y hay muchos establecimientos especializados en el revelado analógico.
¿Consejos a la hora de tomar fotos analógicas? Pues mejor aprovechar el atardecer para pillar la luz dorada del ocaso, aprenderse algunas palabras en el idioma nativo para que, a la hora de retratarle, el lugareño vea tu acto de fotografiar como algo positivo y no como una intrusión. Pasar algunas horas en la cafetería de la zona y observar a la gente que entra o pasa por delante es inspirador y por supuesto, dejar de lado el mapa y perderse. Se suele hacer la foto más bonita en los lugares más inesperados.
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