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Existe en el corazón de Andalucía un cogollo de pueblos serranos donde la Semana Santa es casi un estilo de vida. Son caseríos blancos encajados entre olivares, en los que se alumbra una fiesta única, rincones entregados a la devoción en una tierra donde el fervor religioso es pura luz, color y sentimiento. Puente Genil, Lucena, Priego de Córdoba, Cabra y Baena (en Córdoba); Utrera, Carmona, Écija y Osuna (en Sevilla) y Alcalá la Real (Jaén) conforman lo que se conoce como Caminos de Pasión. Recorrer estos pueblos ocultos en los pliegues de la sierra supone maravillarse con la monumentalidad de sus templos, deleitar el alma con su música sacra o seguir la pista a un estilo artístico, dramático y exuberante, que caló con fuerza por estos parajes.
Si hay una ciudad donde la Semana Santa se vive con pasión esa es Sevilla. La ciudad se cubre con el antifaz del capirote y respira hondo para afrontar la explosión de belleza que toman las calles en la renovación de una tradición con siglos de historia. El incienso, el azahar, las cornetas y la arquitectura ponen todo lo demás. La bulla colapsará las arterias del centro y de los barrios en busca de las cofradías, en una fiesta declarada de Interés Turístico Mundial en 1980 que atrae a cientos de miles de turistas.
Pero es que en Sevilla la Semana Santa no se reduce a once días, sino que arranca el lunes después del Domingo de Resurrección. Los cinceles sobre la plata, las manos que enrojecen con las horas de trabajo sobre el hilo de oro, la seda y el terciopelo, pero también el humilde cartón que mira al cielo o la espalda recta de los costaleros sirven desde los talleres y las parihuelas a la belleza de esta fiesta religiosa. La espectacularidad de las cofradías es fruto de siglos de trabajo de manos privilegiadas.
Una de las escenas más iconográficas de los últimos días de vida de Jesús de Nazaret es la Última Cena que ofreció a sus doce discípulos. En el Paso de la Cena, una talla de estilo barroco de 1763 que forma parte de la famosa procesión Los Salzillos en Murcia, se recrea con platos reales aquellas viandas que degustaron los presentes: cordero asado, hermosas pescadas hervidas y adornadas y deliciosas frutas de origen muy diverso, servidos sobre vajilla de plata. Una obra que atrae a la capital de la región a miles de turistas y devotos de la religión y el arte.
¿Por qué elegir solo una localidad significativa en Semana Santa cuando tienes varias al alcance de la mano? El Campo de Calatrava, comarca de la provincia de Ciudad Real, te ofrece toda una ruta catalogada como Fiesta de Interés Turístico Nacional, para que no pares desde el Miércoles Santo al Domingo de Resurrección. Antes de que caigas agotado por el amplio abanico de actos, te llevarás en tu bagaje personal la belleza de la artesanía del encaje, el sabor de los dulces y las precisas coreografías de los armaos, unos romanos espigados que no te quitan ojo.
La villa vizcaína de Balmaseda puede presumir, por méritos propios, de protagonizar una de las pasiones vivientes más espectaculares. Cada Semana Santa, esta villa, la primera fundada en territorios de Bizkaia, recrea los principales episodios de la pasión y muerte de Jesucristo. Casi 700 vecinos participan, incluyendo los 350 personajes directos, que durante siete meses acuden a los ensayos. En los últimos años, el espectáculo ha congregado a más de 50.000 espectadores, tanto en los actos libres como en los de pago.
Sea por la singularidad arquitectónica de los barrios, por lo acogedor de sus gentes y sus calles, engalanadas como pocas, o por el magnetismo del mar, la Semana Santa Marinera del Cabanyal, Canyamelar y El Grao ejerce una atracción que trasciende lo místico. Las peculiares procesiones, con actos únicos y tallas religiosas de gran calidad, cuidadas al detalle; las representaciones de escenas bíblicas y la gastronomía del barrio atrapan a vecinos y visitantes, que peregrinan hacia este lado del Mediterráneo. La del Jueves Santo es una de las noches más especiales para quienes viven la tradición, pero también para los visitantes. Durante la Pasión, las imágenes abandonan las capillas y se resguardan en los domicilios de vecinos afortunados, que improvisan altares en sus salones.