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Camino por la Acera del Darro pensando en ti, planteándome cuál es la mejor forma de hablarte del lugar que estoy a punto de visitar. Me dirijo hacia el Palacio de los Olvidados, un edificio marcado por el odio y por esa costumbre tan nuestra de tratar con dureza a todo aquel que es diferente.
Dicen que en el palacio vive un fantasma, probablemente el del antiguo dueño del lugar, a quien, por orden de los Reyes Católicos, obligaron a renunciar al judaísmo en una época en la que la única religión válida era la cristiana. Y yo me pregunto si es ese mismo fantasma el que ahora me acompaña, el mismo que me atosiga con preguntas para las que aún no he encontrado respuesta: "¿Con qué mirada vas a adentrarte en el palacio?", "¿A qué emociones darás rienda suelta cuando te encuentres con el extraño tesoro que hay allí expuesto?", "¿Cómo vas a transmitirle a quien te lea el verdadero valor e interés de la muestra de instrumentos de tortura de La Inquisición que estás a punto de encontrar?"…
¿Dudas de la resurrección de Cristo? ¿Has sucumbido a pecados carnales como el adulterio o las relaciones prematrimoniales? O, peor aún, ¿eres de los que piensan que la Virgen María no podía ser virgen? Pues déjame que te dé la enhorabuena por haber nacido en el Siglo XXI, porque si lo hubieras hecho entre 1478 y 1833 probablemente habrías caído presa de La Inquisición Española y, por ende, en las manos de algún experto torturador.
El potro, la toca, la garrucha, la guillotina, el poste, la pera anal, la jaula, el desgarrador de senos, el aplastapulgares, la dama de hierro… Y así, hasta 70 piezas de tortura, 20 de ellas originales, el resto réplicas. Una macabra colección que, por difícil de creer que resulte, fue concebida con el único fin de infligir daño al ser humano. ¿Y por qué? Pues muy sencillo, porque a finales del siglo XV se produjo una fatídica conjunción: el deseo de los Reyes Católicos de homogeneizar España y llenar las arcas después de interminables años de guerra contra los musulmanes y la ambición de la Iglesia por extender la fe cristiana a todo el territorio.
Los Reyes pidieron una Inquisición y el Papa, en 1478, la aprobó. A partir de ahí, con la única excusa de eliminar la falsa fe, España se convirtió en un lugar en el que cualquiera podía ser acusado de herejía, encerrado en una mazmorra y torturado hasta confesar. Pero ¿qué confesar o cómo defenderte cuando no sabes ni quién te ha acusado de hereje ni cuál es el delito real que se te imputa? Claro que esto no es una clase de historia, sino más bien un paseo por las huellas con las que el presente ha quedado marcado por el pasado.
Sigo deambulando por el Palacio de los Olvidados mientras su fantasma se empeña en seguir haciéndome pensar. "¿Crees que la humanidad ha cambiado?", me pregunta. Y yo, mirando con atención al pobre esqueleto que descansa con pinta de agotado sobre la rueda, respondo: "Me gustaría creer que sí", pero no soy capaz de afirmarlo, no cuando tengo en mente tantos ejemplos de países en los que, ahora o antaño, se castiga o se castigó lo diferente.
Es entonces cuando las preguntas que me hacía al principio mi siniestro acompañante comienzan a tener respuesta. Ahora soy consciente de cuál es la mirada que elijo para disfrutar de esta exposición y también sé qué emociones volcar en ella. Pero lo más importante de todo es que tengo muy claro cómo transmitirte el valor y el interés de la muestra de instrumentos de tortura de la inquisición que te aguarda en el Palacio de los Olvidados: ambos dependen de ti, de la mirada con la que te acerques a ella y de las emociones a las que decidas dar rienda suelta.
Yo me despido por hoy de una época cruel que ha conseguido remover todo el interior de mi cráneo y regreso a casa pensando en esa jaula en la que, hace muchos años, un pobre acusado de herejía pudo consumirse poco a poco hasta dejar como recuerdo su esqueleto.
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