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Enseguida cambió las clases por las lecciones de la calle, donde se doctoró en madrileñismo y se convirtió pronto en maestro del habla popular. Galdós, que llegó a Madrid en 1862 desde su Las Palmas natal, para cursar estudios de Derecho en la Universidad Central, quedó fascinado por la vibrante vida de la ciudad. Como hijo honorario de la Villa fue derramando su profundo conocimiento de las calles, plazas y vericuetos de la ciudad en sus novelas y en los magníficos artículos de prensa publicados en su juventud.
"Andando y desandando calles, costanillas y encrucijadas; visitando plazas, monumentos y paseos, pude comprender el aspecto de esta villa, cuyo abolengo no es tan despreciable como quieren suponer sus rivales. Tiene barrios con la tortuosidad y desnivel necesarios para poder alegar origen árabe, y paredones lo bastante viejos, arcos bastante puntiagudos, que la autorizan en buscar ascendiente en la magnificencia gótica", publicó en la Revista del Movimiento Intelectual de Europa, el 18 de noviembre de 1867.
Desde estas palabras escritas en las vísperas de la Revolución de septiembre de 1868 –La Gloriosa–, hasta su histórica conferencia en el Ateneo de 1915 –"Oh Madrid¡ ¡Oh, Corte!, ¡Oh, confusión y regocijo de las Españas!"–, Galdós nos fue dejando un retrato cabal de la ciudad que tanto amó y que tan bien conocía; del Madrid bautizado como galdosiano; de la ciudad de Fortunata, de Benigna, de Misericordia, de Tristana, Ido del Sagrario, Isidora Rufete, Nazarín, Benigno Cordero, Estupiñá, La de Bringas, Mauricia la Dura, Alejandro Miquis, y la de los cientos de personajes que atraviesan las páginas inolvidables de sus libros.
En aquellas palabras memorables pronunciadas en el Ateneo, trazó Galdós una ruta exhaustiva por los lugares madrileños que recorren sus mejores libros: las Cavas, la Colegiata, la Puerta de Moros, la Concepción Jerónima; la gótica portada del desaparecido Hospital de la Latina y el ultrajado convento barroco de la Venerable Orden Tercera, entre San Francisco el Grande y la Puerta de Toledo; el dédalo callejero del Rastro; la Ronda de Embajadores, Lavapiés, las Peñuelas y el Portillo de Gilimón; las Casas de Corredor de Mesón de Paredes; el panorama desolador limitado por las Injurias y los Pozos de Nieve; la iglesia de San Sebastián, en la que celebraban sus cónclaves las clases mendicantes de Misericordia; los límites del Prado y el oasis acogedor del Jardín Botánico, donde pasaba "sombrero en mano" para saludar al admirable Museo del Prado; la "vertiginosa y tumultuosa" plaza de la Cebada y su antiguo mercado al aire libre.
La bulliciosa calle de Toledo, "calle sin igual por la gracias de sus toldos, de los colorines que tremolan en ella de punta a punta, por la gracia del gentío parlero"; la popular Puerta del Sol, que acabó su definitiva remodelación en el mismo año en que el escritor llegó a Madrid; la calle de Alcalá, la más hermosa del mundo; la imagen circular del desaparecido Teatro Circo del Príncipe Alfonso, donde escuchó por primera vez la música sinfónica de su admirado Beethoven; y al lado, en el extremo de la ciudad, la altiva estampa de la Puerta de Alcalá, que daba paso al Retiro y a los campos baldíos en los que luego se construyó el moderno barrio de Salamanca.
En los días en que comenzó su brillante carrera de periodista aprovechó para ir completando su aprendizaje de Madrid. Al salir del periódico, recorría en la alta noche todos los rincones de la almendra urbana de la capital, bordeando palacios arruinados, casas moribundas, callejones desiertos, fronteros al Campo del Gas; hasta llegar a las escombreras de la actual Cuesta de San Vicente y la Ronda de Santa Bárbara, en lo que hoy es la calle de Sagasta. Caminaba sin descanso por los campillos de la Fuente de la Castellana y los descampados en los que luego se alzarían las calles de Génova y Jorge Juan; y desde allí, a un paso, a la antigua plaza de toros, entre conde de Aranda y la Puerta de Alcalá, la grandeza barroca de Santa Bárbara y el perfil neoclásico de la futura Biblioteca Nacional, cuya primera piedra había colocado Isabel II en 1866, y cuyas obras observaría, años después, desde las ventanas de su casa de la flamante calle de Serrano.
Aquellos escenarios urbanos, hoy borrados por el tiempo, viven todavía en las páginas del más grande cronista de la ciudad. En sus casi cien libros publicados aparece Madrid por todas partes, asegura María Zambrano, que no dudó en calificarlo como el poeta de Madrid: "Fuera donde fuese, nunca salía de Madrid". Nunca como en sus novelas se ha verificado una descripción tan completa y cabal de la vida pública y privada de la capital, un inventario tan exhaustivo de sus tipos y costumbres, de sus comercios, botillerías, horchaterías, teatros, buñolerías, aguaduchos, casas de pupilaje, cafés, parroquias, hospicios, zapaterías y comercios de coloniales.
Solo por esto ya sería grande Galdós, el escritor español que más se asemeja a Cervantes en su grandeza narrativa, en su íntima y armoniosa relación con la realidad, en el aliento ético de su obra, en su capacidad para entender y respetar las opiniones y los sentimientos de los demás, en sus palabras siempre sabias y misericordiosas, que hoy recordamos en el primer centenario de su muerte.
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