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El pulcro pasillo de la nave espacial HAL 9000 lleva desde los sorprendidos homínidos de 2001: Una odisea del espacio a la guerra de Buffon, resumida en su famoso casco Born to kill de La chaqueta metálica. La biblioteca infinita de Napoleón es un pozo sin fondo abierto junto al atrezo de Espartaco.
Sigue el viaje por el desagradable ‘Korova Milk Bar’, donde Alex y sus drugos, violentos protagonistas de La naranja mecánica, toman distópicas bebidas. Un pasillo de grimosa moqueta es otra de las etapas. Aquí cuelgan los vestidos de las inquietantes gemelas de El Resplandor, en su final aguarda la máquina de escribir de Jack Torrance -“no por mucho madrugar amanece más temprano”- en compañía del cuchillo del enloquecido guardés del ‘Hotel Overlook’. El baile de máscaras de la turbadora Eyes wide shut pone punto final al espectáculo.
El Círculo de Bellas Artes de Madrid ha inaugurado la exposición Stanley Kubrick. The Exhibition. Reúne más de 600 piezas del proceso creativo del director estadounidense, sus inquietudes y su obsesiva manera de trabajar. Fotografías, piezas de vestuario, una apabullante colección de cámaras, la cubertería de la nave espacial de 2001: Una odisea del espacio, maquetas de naves espaciales, los cascos de los astronautas y los disfraces de homínidos de la película, notas del director, storyboards, claquetas, carteles y otros objetos. Apabullante colección de fetiches de un creador referencia imprescindible de la cultura del siglo XX. Stanley Kubrik es quien da el paso del cine clásico al cine moderno.
La muestra nació hace cuatro años gracias a la sinergia entre la Universidad de las Artes de Londres, donde se conservan sus legados, y la viuda del director, Christiane Kubrick. Desde entonces lleva de gira. Más de 20 itinerancias por todo el mundo donde ha sido vista por un millón y medio de personas. El planteamiento expositivo del Círculo de Bellas Artes rehúye un recorrido cronológico para priorizar la temática.
Inmersión abrumadora en las preocupaciones del director y sus obsesiones, sueños y pesadillas. Temas siempre presentes en el ser humano, como explica Isabel Sanchez, comisaria de la exposición: “su cine tiene hoy plena vigencia, no se ha pasado de moda, porque toca temas universales, como quiénes somos y de dónde venimos”.
La gran cantidad de objetos reunidos ha obligado a organizar la muestra en las dos salas principales del Círculo: Goya y Picasso. En la primera, docenas de dibujos y storyboards de sus películas, libros, cartas, dibujos y escritos se reparten en una interminable vitrina. En uno de los lados, hay un curioso apartado. Refiere a Espartaco. Junto a la túnica de Craso, varias fotografías muestran el rodaje de algunas escenas de la película que se rodaron en España. En ellas se ve a un joven Kubrick en uno de los escasos viajes que realizó en su vida en localidades como Colmenar Viejo.
El conjunto expuesto en las salas enseña la manera de trabajar de un genio obsesivo y meticuloso. Sus inicios como fotógrafo, las películas de aprendizaje como El beso del asesino, los primeros largometrajes con éxito: Lolita y Teléfono rojo: volamos hacia Moscú y sus proyectos inacabados Napoleón y Los papeles arios.
Tienen parte importante las obras maestras del americano, sin que falten escenas censuradas en varias de sus películas. Se reúnen en la sala Picasso 2001: Una odisea del espacio, La chaqueta metálica, El resplandor, La naranja mecánica y Eyes Wide Shut, la última película del genio.
El primer museo español por número de visitantes -casi cuatro millones y medio en 2019, último año previo a la pandemia- añade desde hace unos días otra razón para su visita. Se trata de la espectacular puesta en escena realizada por el equipo dirigido por Manuel Borja-Villel y que, prácticamente, lo convierte en un museo nuevo.
Treinta años después de ser inaugurado, el Museo Reina Sofía ha realizado la más profunda transformación de su historia. Mérito aún más reseñable si se tiene en cuenta que, a pesar de su complejidad, ha sido ejecutada durante los meses de restricciones y confinamientos obligados por la covid-19.
Hasta 21 nuevas salas, repartidas en seis plantas. Más de 15.000 metros cuadrados que recogen una casi inabarcable multitud de dos mil creaciones artísticas. El 70% son novedades. Lo explica Borja-Villel: “se han reubicado, han encontrado un contexto del que carecían o, simplemente, nunca antes se habían expuesto”.
Flamante recorrido por los avatares artísticos, también lo es de los culturales y sociales de las últimas cuatro décadas. Se dan la mano feminismo, indigenismo, desahucios, ecología y desigualdades sociales. Son la parte más novedosa y la, hasta ahora, nunca vista. Prolonga los fondos expuestos desde siempre en el museo, capitaneados por el Guernica de Pablo Picasso, que concluían en los ochenta.
Tres nuevas zonas se reparten entre el edificio Nouvel y el Sabatini, en espacios hasta ahora destinados a oficinas y almacenes. Ventanas que se abren a la lucha zapatista de Chiapas, el desastre del Prestige, el 15-M, el punk, el SIDA, la Expo 92, la Movida madrileña y otros acontecimientos de idéntico calado. Este tremendo revolcón permite al Reina Sofía explicarnos mejor qué es lo que nos ha pasado y los rumbos por los que camina el arte en este tiempo. Con la reordenación, el museo madrileño pone a la institución en el top de los museos de arte de todo el mundo.
Lo primero fue la naturaleza virgen e inabarcable, absoluto protagonista de un Nuevo Mundo primigenio y salvaje. Siguió la aparición del hombre y su integración en aquellos escenarios virgilianos. Después llegó el encuentro de las culturas que allí se dieron cita y los conflictos que crearon. La aparición de las grandes urbes fue lo siguiente. Con ellas, un universo de objetos materiales, la publicidad y los demás aparejos de la vida moderna.
La exposición Arte americano en la colección Thyssen es el broche con el que el museo cierra el año del centenario del nacimiento del barón Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza. Recorrido por la múltiple y controvertida historia del arte norteamericano desde finales del siglo XVIII hasta la segunda mitad del siglo XX, la misma que la sociedad que arraigó en aquel territorio.
Organizada con el apoyo de Terra Foundation for American Art y la colaboración de la Comunidad de Madrid, la componen más de 140 obras, siendo una brillante representación de la colección de arte americano Thyssen, considerada la más importante de Europa. Los organizadores de la muestra han huido del discurso expositivo tradicional para ofrecer una mirada transversal que huye del orden temporal. Son cuatro secciones denominadas Naturaleza, Cruce de Culturas, Espacio urbano y Cultura material.
La naturaleza, alma absoluta y razón de ser del arte americano desde sus primeros momentos y tema central toda su historia. Artistas como Frederic Church, Thomas Cole y George Inness fueron los primeros en tomar conciencia de la grandeza de su territorio. Sus pinceladas reflejan la espiritualidad que despierta y se convierte en patriótico orgullo. Fueron contemporáneos del nacimiento del interés por conservar aquella naturaleza prístina, corriente precursora del ecologismo que hoy impregna todo, y se materializó con el nacimiento de los primeros espacios naturales protegidos del mundo, el Parque Nacional de Yellowstone a la cabeza.
La segunda sección muestra el contacto entre las diferentes culturas. La presencia indígena -en franca regresión por la aparición colonial- y, finalmente, la afroamericana. Las obras de Charles Willson Peale, Joseph Henry Sharp, Frederic Remington y contemporáneos muestran ese encuentro.
La tercera parte pertenece al espacio urbano. Las ciudades como lugar de encuentro cultural. Un paisaje de rascacielos, calles y edificios entre los que camina la soledad del hombre. Lo capturan artistas como Charles Sheeler, Richard Estes Ralston Crawfor, Max Weber y, sobre todo, Edward Hopper, cuya pintura se convierte en el símbolo por excelencia de este sentimiento del hombre moderno. La importancia de la cultura material en la sociedad y el arte americano conforma la última parte de la muestra. Georgia O’Keeffe, Lee Krasner, Roy Lichtenstein, Jackson Pollock, Stuart Davis y otros reflexionan sobre la sociedad de consumo, al tiempo que renuevan el género pictórico estadounidense.
Las obras de la muestra se han instalado entre las salas 55 y 46 de la planta primera del museo. Responden a la reestructuración del Museo Thyssen, que se completará los próximos meses cuando albergue las obras de la colección de Carmen Thyssen. Se está a la espera de la firma final del acuerdo entre el Patronato del Museo Thyssen y el Gobierno español para su alquiler. Supondrá el regreso a Madrid del famoso Mata Mua de Gauguin, tal vez junto con otras tres emblemáticas obras de Degas, Hoppe y Monet integradas en la colección de la baronesa.
Durante mucho tiempo considerados en nuestra cultura como símbolo de la marginalidad y propios de la gente de mal vivir, los tatuajes hoy marcan tendencia y son mayoritarios. Expresión de la espiritualidad en lugares tan distantes como Japón y la Polinesia, imprescindible elemento ritual, prohibidos por el cristianismo, marca de esclavos y ostentación de aristócratas. Fenómeno global y moda de rabiosa actualidad -el 12 % de los ciudadanos europeos tienen su piel marcada con uno, al menos-, los tatuajes han tenido y tienen una enorme e irrenunciable carga simbólica.
Lo cuenta Tattoo. Arte bajo la piel, exposición organizada por CaixaForum que recoge la historia del arte del tatuaje. Producida por el parisino Musée du Quai Brandly-Jacques Chirac, reúne más de 240 obras, históricas y actuales, de la procedencia más diversa en el tiempo y el espacio.
Dibujos, pinturas, fotografías, libros, máscaras y diferentes objetos relacionados con el universo del tatuaje, como plumas eléctricas, punzones y otras herramientas de grabar la piel, sellos de tatuadores, postales, así como audiovisuales que muestran el arte de tatuar en algunas culturas y partes del mundo.
Parte singular de la muestra la componen los cuerpos hiperrealistas moldeados en silicona de hombres y mujeres, así como algunas de las partes del cuerpo humano como piernas y brazos. Han sido tatuados expresamente para la exposición por destacados maestros tatuadores de distintos lugares del planeta: Horiyoshi III, de Japón; Felix Leu, de Suiza; Mark Kopua, de Nueva Zelanda; Kari Barba, de Estados Unidos; Xed LeHead, de Inglaterra; Chimé, tatuador polinesio, y la madrileña Laura Juan.
Con una historia de más de 5.000 años, el tatuaje encierra connotaciones estéticas y técnicas, al tiempo que es una forma de expresar la espiritualidad. La exposición se organiza en sucesivos apartados que muestran el tatuaje como arte en movimiento y transformación, el vínculo del tatuaje con la marginalidad y la delincuencia, el renacimiento del tatuaje tradicional en regiones como Polinesia, Indonesia y Filipinas, y el tatuaje en la actualidad.
La muestra ofrece una visión antropológica de los tattoos y sus diversos usos a través de las culturas y la historia. Desde los ancestrales orígenes de este arte a las modernas tendencias, que reflexionan con sus trazos a flor de piel aspectos tan inseparables de la vida moderna como el aislamiento social y la incertidumbre que ha abocado la pandemia.
Ahora que en el panorama futbolero madrileño pinta el color blanco, la exposición que abre sus puertas en el Centro Cultural El Águila viene que ni pintada. Fútbol en blanco y negro. Madrid más allá de los colores refiere lo que significó el llamado deporte rey en la capital de España entre los años 30 y 70 del pasado siglo XX, con el protagonismo destacado de los dos grandes clubes capitalinos: Real Madrid y Atlético de Madrid.
Más de 150 fotografías procedentes del Archivo Regional y de los fondos de Cristóbal Portillo, Gerardo Contreras y Martín Santos Yubero. Las acompañan un variado conjunto de objetos que contextualizan las imágenes en blanco y negro. Invitan a sumergirse en el significado del deporte rey en la sociedad española de antes y, sobre todo, de las décadas que siguieron a la Guerra Civil española.
“Tener un balón, Dios mío. Qué planeta de fortuna”, los versos escritos en 1961 por Gerardo Diego que abren la muestra dan pistas del papel trascendental que tuvo el fútbol en nuestro país. En la larga dictadura, el fútbol desplazó a los toros como principal medio de evasión de una acogotada sociedad hasta convertirse en fenómeno social, papel que no ha perdido.
Las fotografías recorren el planeta foot-ball, como se llamaba entonces al balompié. Niños y jóvenes dando patadas a la pelota entre las ruinas que dejó la contienda. La mujer española, asomada por primera vez a un espectáculo público que, sin embargo, no estuvo autorizada a practicar hasta bien pasada la mitad del siglo XX. Hinchas vociferantes ante la visión de sus ídolos, que asoman las canillas a ceñidísimos pantalones cortos hoy impensables. Los primeros ensayos de embotellamientos en las calles madrileñas, protagonizados por seiscientos, cuatro latas, simcas 100 y gordinis rumbo al desaparecido Metropolitano y el viejo Chamartín.
Un balón de cuero con cordaje para atar el orificio por donde se inflaba y evitar que saliera la vejiga de su interior se ha recogido en la muestra. Es el antepasado de los modernos Brazuca, Jabulani y Telstar actuales. Le acompaña un brillante pito metálico que tal vez puso orden en más de un encuentro de los míticos Di Stéfano, Gento, Puskas, Escudero, Collar y Ben Barek. Algo más allá, un par de botas del mismo rústico cuero que el balón, muestran sus sufridas heridas de guerra. Son las abuelas de las Nemeziz y las Mercurial que hoy calzan Messi y Ronaldo.
El objeto que más llama la atención, sin embargo, es una camiseta del equipo nacional. En la pechera, el escudo del momento: el águila franquista. Encima, un texto explica la orden emitida al final de la Guerra Civil que prohibió al equipo nacional lucir la camiseta roja, el color del bando perdedor en la Guerra Civil. La zamarra española mutó en azul, el color con el que se reconocía al bando fascista. El rojo fue el color que siempre llevaron las selecciones nacionales españolas. De rojo la selección española de fútbol logró la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Amberes de 1920. La prohibición se mantuvo hasta 1947, año en el que la selección volvió a vestir de rojo. Eso sí, en vez de con el primitivo león amarillo rampante, con un águila franquista en el pecho.
Las fotos muestran el ambiente de los encuentros, las artimañas de los hinchas para colarse en los partidos, el frenesí del gol, el ambientazo del campo del Rayo Vallecano, equipo que también tiene parte en la exposición y que esta temporada ha resucitado con la misma fuerza que la que se ve en una foto de Santos Yubero de 1969. Los sufridos -y a lo que se ve en las fotos, entonces mucho más que ahora- informadores. Encerrados en un foso del que solo asoman las cabezas a ras de césped. Las aparatosas cámaras con flash de magnesio. Un ajado transistor Wilco, receptor con el que en los años 60 escuchaban los partidos los aficionados españoles que no podían ir al estadio. La televisión, sencillamente, no la tenía nadie.
La exposición permite asomarse a un tiempo igual que las fotografías que lo atrapan y que subraya el título de la muestra. Difícil época en blanco y negro, donde el fútbol fue lo único capaz de iluminar a la sociedad española con un poco de color, el de la pasión.