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Esconden vidas extrañas, normales, apasionantes mientras embrujan ese paseo del Estanque Grande del Retiro. Esta es la breve historia de algunos de ellos, regaladores de fantasía a cambio de poco o nada.
"Lo nunca visto en el mundo: ¡un mago negro!", advierte a los paseantes el gran hombre negro con traje de estrellas rojas; un poco más allá, Chin, el títere vendedor de globos, anima a chicos y adultos "¡A volar! ¡A volar!" mientras los niños observan el globo que se pierde entre los árboles; a pocos pasos, la estatua de don Miguel de Cervantes mueve la pluma de ave para comenzar "en un lugar de La Mancha...".
Situados frente al enorme monumento a Alfonso XII, en el paseo del estanque grande, cada día de luz –sol o sombra da lo mismo– todos estos personajes llevan chispas de colores a los ojos infantiles; sonrisas pícaras a los rostros arrugados; agradecimientos sin fin a padres que observan a sus hijos sentados sin rechistar; a parejas de enamorados que se besan entre golpe de magia y número de malabarismo.
A Daniel le gusta la cita de Eugène Ionesco: "Todo lo imaginario es verdad; nada es verdad si no es imaginario". Es el señor que cada fin de semana o en vacaciones surge del teatrillo rojo de Títeres Clavileño, en el Paseo de Coches; él vigila que sus títeres –Fray Juanete, Filippo, Chin (El vendedor de Globos) o Bicho Feo– representen bien su papel.
Para empezar, le gusta hablar de uno de sus maestros de títeres preferido, Javier Villafañe. "Es autor de obras que nosotros representamos como El vendedor de Globos o El pícaro Burlado, una de mis favoritas. Es curioso, las obras tienen rachas. Unos meses, a los niños les encanta Chin; otras veces, Bicho Feo. No sé la razón, no sé 'ellas'", murmura con una mirada que transmite la serenidad de quienes hacen lo que les gusta.
"Ellas" son Sheila y Jacinta, su mujer y su hija, y están sentadas a su lado. Porque Títeres Clavileño es una familia de artistas, licenciados en Filología, enamorados del idioma, del relato, del teatro, del español. Amaban España ya en su juventud, allá por los inicios de los 80, cuando la democracia llegó a Argentina, y ellos se echaron a la calle probando con los títeres, tal vez soñando con la obra de las Misiones Pedagógicas.
Ha pasado el tiempo y corre una mañana gris en El Retiro. Es día de vacaciones infantiles, aunque no es fiesta. Sheila y Jacinta han ido a buscar a Daniel con sus carritos a cuestas, terminada la sesión del mediodía. Carritos llenos de fantasías, donde descansan Peppo o Filippo, Bicho Feo, Fray Juanete o el Granjero Panchón. "Tenemos cuatro hijos. Además de Jacinta, están Catalina, Mateo y Marcos. Solo uno no trabaja en esto", sonríe Sheila, que aún recuerda el primer verano en el que aterrizaron en Peñíscola hace treinta años –"aún vamos allá", apunta Daniel– cuando solo eran una pareja de enamorados, deseosos de pisar España. "Al poco tiempo concluimos que con el trabajo de titiriteros se podía vivir trabajando. Lo que ganaba un día, al siguiente no valía nada. Siempre he sido muy malo para los números. Nos vinimos". A Peñíscola, luego a Cebreros (Ávila) –donde ahora viven– y a El Retiro, "un lugar único" para Daniel.
"¿Qué tiene que pasar en Madrid para que la gente no venga a El Retiro? Tendría que ser una lluvia torrencial, porque no hay fin de semana que, aunque el día este feo, haga mucho frío o sople el viento, la gente no venga a ver los títeres y a los otros artistas de aquí". La voz de Sheila se ha animado para jalear las gracias del parque.
Los Clavileño –el nombre de la compañía es el del caballo de Sancho al final del Quijote– han viajado por países de habla hispana y por toda Europa, cuenta Daniel, y "les aseguro que no he visto un lugar como este". Sheila le quita la palabra, retoma el relato como si se tratara de las obras que escriben 'a pachas': "Lo tiene todo: espectáculo, música, cultura, historia, patos, barcas, vida, peces, lagos…".
Jacinta, con el café con leche delante, asiente. Frente a los teatros de su padre y su madre, rojos, el suyo es de tela azul. Ha terminado su primera obra La gallina del granjero Panchón –los Clavileño tienen un repertorio de 13 obras de títeres– y ,al igual que Daniel y Sheila, la hija nunca ha tenido problema con los otros artistas de El Retiro.
"Entre los habituales, en general, nos llevamos bien; nos respetamos. No hay reglas escritas, pero todos las conocemos. No causamos problemas además", reflexiona Daniel, quien hace ya unos años que decidió dejar el paseo del estanque, bullicioso, más cansado, para su mujer y su hija, mientras él se instalaba en el Paseo de Coches, delante de la vieja Casa de Fieras, con más éxito del que preveía. Hay más espacio para que los niños se sienten.
Cerca de las Clavileño, en el paseo del estanque grande, "El Mago Negro" –el mago Raúl de Camagüey– prepara sus números. Antes de las 11 de la mañana no es fácil que haya gente, pero él llega de madrugada, con El Retiro recién abierto. Pese a ser tan madrugador, nunca ha visto a la carpa Margarita, esa supuesta dama que habita en el estanque y debe pesar entre 10 y 12 kilos, según la leyenda urbana que circula entre los asiduos a las sendas que rodean el estanque.
"¿Una carpa gigante? Primera vez que oigo hablar de ella y eso que sí que madrugo. Aunque nos conocemos todos, es importante preservar tu sitio habitual, que el público te encuentre donde ya sabe que estás, donde te vió actuar". Raúl es una fuerza de la naturaleza o quizá todo se resuma en que es un cubano de color, muy de Camagüey, muy solidario con los amigos, un tipo con marcha al que la crisis puso en duros apuros hace unos años. En él todo es muy fuerte, un huracán como los de su país de origen.
Lleva nueve años en El Retiro y ahora se prepara para participar en el campeonato de magos de la calle. "En dos ocasiones ya quedé en el tercer puesto; el año pasado confieso que no fui para no perder ese tercer lugar. Este año es en Torino y voy a ir". Son cerca las 11 de la mañana y prepara sus instrumentos de trabajo, con el afán de que la gente se pare, de que el fotógrafo pueda captar lo que significa ser artista de El Retiro. "La gente debe de tener claro que somos artistas, no mendigos. Yo he trabajado en más de 50 países del mundo y llevo 33 años en la magia. Antes en barcos de cruceros, y llegó la crisis. Vivía en Pisa. Pero tengo dos hijos, necesitaba un lugar de referencia. Mi mujer estaba en España y aquí vine. Vivo de esto bien. Hombre, según lo que pidas a la vida claro".
No para mientras anima a niños, padres, abuelos a ver al Mago Negro, "¡lo nunca visto!". Cuesta. "Empecé en la Puerta del Sol, pero hay demasiado ruido. El Retiro es una vitrina, un escaparate. Los mejores momentos son la Semana Santa y el Puente de la Constitución y mi objetivo es que la gente recoja mi tarjeta. Viajo por todo el país, ayuntamientos y comunidades me llaman para trabajar. La crisis económica me llevó a la calle, pero he remontado. Soy licenciado de la Escuela Nacional de Circo de Cuba". ¡Por fin! Un grupo de chinos, un par de familias con niños y el Mago Negro –este Raúl de Camagüey– despliega su arte.
Caminando tras las parejas de enamorados que no paran en títeres ni en magos, se llega hasta la estatua de don Miguel de Cervantes Saavedra, el autor de El Quijote. Debajo de la piel de don Miguel se esconde Francisco Aguado. Él es el latido más antiguo del paseo, quince años en activo, creando. De Madrid, Paco para sus compañeros, para el paseante de El Retiro un día se transforma en Cervantes; otro es Neptuno; a veces una figura de Pompeya, arrasada por el Vesubio. "Todos mis personajes son históricos, mi empeño es transmitir cultura. Que la gente que ve una de mis estatuas comente algo de ese tiempo, del personaje. Pero las cosas están cambiando. Hay adolescentes que no saben quién es Cervantes. Y adultos de menos de 30. Y no son inmigrantes. Quizá sea la cultura de los móviles, las nuevas tecnologías. Yo soy autodidacta. Si algo no sé, lo busco, aprendo. Vamos hacia atrás, al menos, esta es mi percepción".
Mientras se termina de maquillar, el hoy ilustre Cervantes-Paco reconoce que ha probado más sitios en la calle, pero El Retiro es el lugar más respetuoso. La cercanía de los museos –El Prado, Thyssen, Reina Sofía– atrae a un público cuidadoso "y para mí, que me gusta este trabajo, es un placer percibir la admiración de los paseantes. Sin embargo, lo más triste es la falta de respeto de algunos, los lerdos que se ponen a hacer chorradas delante".
Como todos los demás, lo peor que lleva Paco es esa ocasional falta de respeto. Vuelve a su posición de Cervantes, porque desde la fuente de la Alcachofa avanza un grupo de italianos, quizá dispuestos a ser generosos. Franceses e italianos tienen fama de espléndidos y cultos, alemanes e ingleses de "cerveceros". Claro que todo cambia cuando viajan en familia.
A Camilo, colombiano, en España desde hace seis años, hasta ahora la gente le ha tratado bien. Está cerca de la fuente de los Galápagos, junto a las echadoras de cartas de Tarot y los artesanos de la bisutería. Camilo mueve sus marionetas. Esta mañana le toca trabajar con Janis Joplin, que tiembla sujetando el micrófono bajo sus manos. Llegó a Madrid para ocuparse de un puesto de pipas y ha descubierto que "puedo vivir de mi gusto por la música y las marionetas. Estoy en la calle por vocación. Quizá el Palacio Real es el sitio más tranquilo para actuar, pero la actitud del público en El Retiro, con la felicidad que destilan al pasear por aquí, es un placer. Me gusta la gente".
Poco más allá de Camilo, frente al embarcadero –donde los empleados tampoco tienen el gusto de haber visto a la gran carpa Margarita– está la mesa y la silla de "Pipianne Soleil", una de las echadoras de cartas. "Por diez euros te descifro tu destino" y puede que tu vida, nos cuenta. Incluso está dispuesta a dejarse fotografiar, algo no siempre tan fácil. Ella lleva quince años aquí, frente a los más de 20 de su compañera, la señora rubia de al lado, que algo malhumorada solo atiende a quien paga por adelantado. Paga impuestos al ayuntamiento –como los vendedores de chuches– mientras que el resto de los artistas no. No está para perder el tiempo.
Frente a Pipianne pasa un hombre cargado con una maleta, que camina deprisa. Tiene que ocupar su lugar, al lado del Mago Raúl, del que no hace tanto tiempo era ayudante en espectáculos. Se trata de Ricardo, para el paseante de los Jardines del Retiro, la estatua de 'El Viajero', también vista algunos días de entre semana en la Puerta del Sol.
Mientras saca su pintura para darse el tono verdiazulado de las estatuas de Viena o San Petersburgo –por ejemplo– cuenta cómo nació El Viajero. "Raúl –el Mago Negro– tiene que irse muy a menudo de viaje por España, trabaja mucho. Para que yo no me quedara de vacío, ideó este hombre de viaje y lo arreglamos. Lo que más me ha costado aprender es el estatismo de los ojos, enfocarlos y no moverlos. Aquí, en este paseo, hay mucha luz. Tardo media hora en pintarme, pero más aún en relajarme encima de este pedestal, que al principio no teníamos. Luego viene el control de los músculos de la cara. De pronto un niño te mira y dice ¡mira, se le ha movido ese lado de la boca! O la mejilla".
Agradecido, sin problemas de rivalidad, Ricardo, que extiende sobre su cara el maquillaje verde, cuenta que quien más le enseñó de estatismo fue El Levita, otra de las estatuas más conocidas de Madrid. "He sido la moto del sidecar, que en agosto era una tortura. Y he trabajado con Fabián, el auténtico maestro de las esculturas en silicona. Ahora andamos enfadados por una bobada", susurra, con un cierto tono de lamento, al tiempo que se pone el sombrero y coge la maleta, para subirse al pedestal.
La razón es que llega otro grupo de asiáticos haciendo fotos al monumento a Alfonso XII sobre su caballo, al otro lado del estanque. No tienen quien les explique que –según las leyendas de El Retiro– en esa habitación que hay debajo del vientre del caballo del Rey que amó a María de las Mercedes, su hijo, el huérfano Alfonso XIII, llevaba a sus más estimadas damas, para que contemplaran el paisaje. Y sus virtudes personales. El 25 de abril, para aquellos que conozcan la anécdota y para los que no, abrirá sus puertas con visitas guiadas tras permanecer 30 años cerrado.
El Mago Yimis es el mago de los pañuelos, de las pajaritas, de la magia en su parte más delicada. Quizá también es uno de los más jóvenes de los personajes que producen la sístole y diástole del corazón de El Retiro. "Desde pequeño quise ser mago. Soy de la provincia de las Tunas, en Cuba, y allí había un Festival del Mago Piter, el más grande de la isla. Todo un personaje, que murió no hace mucho. Un día conseguí que Piter me hiciera caso, me dio un juego de cuerdas para ver qué era capaz de hacer con ellas. Si lograba algo, él me enseñaría magia. Días y días después de trabajo, volví con una cosa hecha con el juego de cuerdas y aceptó ser mi maestro. Estuve con él entre los 10 y los 15 años. Allí, en otro festival de magia, conocí al Mago Raúl, al que luego me encontré aquí".
¡Dios! Dos magos cubanos en tan pocos metros, amigos y parece que buenos ¿qué dan en Cuba para qué haya tanta magia? "Allá, en la isla, se respira la magia, el arte. Quien no es bailarín es poeta, músico o loco", sonríe y termina la charla con idéntico ruego que sus compañeros. "Qué el público nos respete; no nos importa que nos hagan fotos, no piden permiso y las suben a las redes, vale. Pero presten atención a nuestro trabajo, que es lo que estamos haciendo". Yimis siente que los jóvenes cada vez van más pendientes de sus móviles, de hacerse la foto con el mago, que de la realidad mágica que les rodea.
Doblando la fuente de La Alcachofa, hacia el embarcadero, ustedes podrán ver muchos días a 'Javi Javichy'. No es fácil hablar con él, no tiene hora temprana de llegada y cuando está, tiene tal círculo de gente alrededor del espectáculo que es preferible no interrumpir. Malabarista, prestidigitador, payaso, artista del diábolo, un circo en sí mismo. Un currela que dicen sus amigos. Y uno de los pocos que no se ahorra la acidez contra los escaqueadores en cuanto llega el momento de pasar el sombrero, anque se hayan visto el espectáculo entero.
Y es que los artistas comen, porque la fantasía necesita ser alimentada, oigan. Ya sea importado del otro lado del Atlántico, de Vallecas o de Tenerife, la genialidad que se extiende por las dos orillas del Paseo del Estanque del Buen Retiro necesita carburante. En la medida en que cada uno pueda, claro está. Al otro lado del estanque, debajo de Alfonso XII, es fácil encontrar música para la puesta de sol y un pícnic en El Retiro.
Porque algún día, las películas, las novelas, ustedes, hablarán a su gente de aquel lugar que eran los dos lados del Estanque Grande. A un lado, ese gran charco donde Felipe IV jugó a las batallas navales, con las barcas repletas de parejas o pandillas de vacaciones, cuyos gritos no asustan a las carpas devoradoras de palomitas y ganchitos, siempre hambrientas. En el otro lado, títeres, retratistas, magos, echadoras de cartas, estatuas, malabaristas. "Todo lo imaginario es verdad; nada es verdad si no es imaginario". Sí, tiene razón Daniel el titiritero, quizá el gran dramaturgo ideó la frase para un lugar como este.
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