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Hace unos años me encontré a mí mismo en una situación singular: en mitad de un bosque eslovaco, sentado en una mesa con Colin Firth, al lado de su caravana. Había acabado de entrevistarle y Firth me contaba que lo que llevaba peor de sus largas temporadas fuera de casa, en medio de ninguna parte, era comer mal. Así que decidió tomar medidas extremas: contrató a un chef italiano que le acompañaría a todas partes. El tipo, encantador, se llevaba su propia despensa. Lamentablemente, no pude quedarme a comer, pero parece que Firth tenía un ragú de cinghiale (jabalí) esperándole.
Allí donde iba Firth, iba su chef. A tanto ha llegado la cosa, que el actor tiene ahora la doble nacionalidad: italo-británica. El protagonista de películas como Bridget Jones o Love Actually era de la misma escuela de pensamiento que Malcolm McDowell. El legendario Alex de La naranja mecánica no se lo pensó mucho cuando le pregunté qué era lo más importante a la hora de encarar un rodaje: "¡el catering!".
A lo largo de estos años, y especialmente en el periodo que va desde 1998 hasta, pongamos, 2016, me he hartado de hablar de comida, de comer y de ver comer a estrellas de Hollywood. Ha ayudado que haya cubierto un centenar de festivales de cine desde 1996: de Sitges a San Sebastián, de Cannes a Berlín, de Londres a París, de Venecia a Toronto. Todas esas ciudades contienen tesoros en forma de restaurante y esos restaurantes acogen a actores y actrices siempre que haya tiempo para ello. Algunos son reservados al completo y pagados anticipadamente, aunque luego nadie se pase por allí. Pitt, Clooney o Damon son famosos por jugar al despiste y acabar comiendo en su habitación: lo de Ocean’s 11 ha dejado huella.
Al final, siempre pillas a alguien a medio comer, o picando algo, o pidiendo algo porque no ha podido atender a su estómago como es debido: ya fuera Benedict Cumberbatch en Toronto, tomándose uno de esos batidos verdes de litro y medio mientras me hablaba de su dieta; o Helen Mirren confesándome su obsesión por la comida india en general y el curri en particular, o Idris Elba disertando sobre por qué es necesario ir por ahí haciendo el foodie lover cuando puedes comerte un buen filete con huevos fritos. O Ian McKellen presumiendo de buena mano en los fogones, antes de que se hiciera popular su receta de patatas con queso.
La comida es un tema siempre bienvenido en las entrevistas con celebrities: tiene pocas dobleces, permite a la estrella de turno tomar aire (a menos que uno hable con Joaquin Phoenix: hablar con él de comida es entrar directo al lío, por su feroz compromiso vegano) y la mayoría están encantados de desvelar qué les gusta, cómo y dónde. La conversación se vuelve más ligera, menos farragosa: hasta en las altas esferas de Hollywood, el buen comer es sinónimo de alegría y se pueden limar asperezas oyendo al gerifalte de turno hablando de ese sitio de Nueva York en el que sirven unos donuts maravillosos. O que Bill Murray te cuente de primera mano si es cierto que a veces entra en un bar, agarra un manojo de patatas fritas de la mesa de cualquier cliente, se lo mete en la boca y mirando al dueño del plato dice: "nadie va a creerte".
(Spoiler: es verdad)
Venecia o San Sebastián son lugares perfectos para hablar de gastronomía, porque en ningún sitio –con buen festival de cine– se come como allí. Hace años, en Toronto, entrevisté a Hugh Jackman por Prisioneros. Al enterarse de que era español me preguntó dónde tenía que ir a comer en Donosti. "Arzak" le dije. Naturalmente, Jackman cenó en 'Arzak' (3 Soles Guía Repsol), aunque nunca supe si le gustó o no y no me llevé comisión.
En cambio, sé perfectamente que a Scarlett Johansson le encantaron los spaguetti vongole de 'Valentino’s', o que Woody Allen adora el risotto del 'Harry’s Bar'. Y eso es porque Venecia (el festival que más he transitado) es una ciudad muy pequeña en la que todo se sabe muy rápido: si Clint Eastwood se toma una ensalada de pez espada en una trattoria de El Lido, es solo cuestión de tiempo que se sepa: al día siguiente la foto colgará de la pared de la propia trattoria.
Del mismo modo que en San Sebastián uno podía encontrarse a Bardem, a Cámara o Diego Luna en la barra del 'Ganbara' (1 Sol Guía Repsol), probando las anchoas al ajillo, las setas con huevo o la tartaleta de txangurro, en el Lido de Venecia todo iba a sota, caballo y rey: la 'Africa', 'Valentino’s', 'El Pecador' (el chiringuito con los mejores bocatas, donde uno podía encontrarse a Darren Aronofsky comiéndose una bocadillo de pomodoro y mozzarella), o ese local minúsculo camino del hotel 'Des Baines' en el que hacían unos tramezzini tan ricos que Natalie Portman los encargaba a docenas.
La parte más oscura de la gastronomía hollywoodiense es la de los rodajes y eso lo sabe cualquiera que haya gastado suela en Los Ángeles: snacks, bombones baratos, patatas fritas de sabores raros y gominolas de kilo para alimentar a docenas de periodistas que solo quieren llegar al hotel a comer sándwich clubs.
Naturalmente, hay excepciones: hace unos años estuve en el rodaje de Wonder Woman en un pueblecito cerca de Nápoles. Cada noche, íbamos a un restaurante a unos metros de la playa al que el pescado llegaba directo de la barca. Gal Gadot iba allí, Chris Pine iba allí, Robin Wright iba allí. Viéndoles comer pescado tan fresco que podías estar de cháchara con él antes de comértelo, entendías por sus rostros que hay cosas que nos colocan a todos en el mismo nivel: ponerte hasta las cejas de marisco de primera clase a mil kilómetros de tu casa sigue siendo algo extraordinario, especialmente porque en tu mansión de Hidden Hills, con Kanye West de vecino, puedes aspirar a todo menos a eso.
El Mediterráneo no es exportable. Ni siquiera para ellos. Ni para los malditos ídolos.