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Sin duda, una de las pequeñas joyas de la reciente narrativa española es esta, El niño que robó el caballo de Atila, editada en su momento por la desaparecida Libros del Silencio y que acaba de rescatar Seix Barral, editorial que hace meses publicó también el último libro de Iván Repila. Apunten también, merece mucho la pena: Prólogo para una guerra.
Dos hermanos en el fondo de un pozo tratan por todos los medios de sobrevivir y escapar de este confinamiento bajo tierra con la figura ausente de su madre orbitando y una bolsa de víveres que no quieren tocar. Una novela sorprendente sin apenas acción, con esos pocos elementos, centrada en la relación fraternal y en los ejercicios desesperados de supervivencia, con ese extraño lazo materno que aparece y desaparece a lo largo de sus páginas. Brillante.
Después del éxito de La España vacía vuelve Sergio del Molino con una novela, La mirada de los peces (ed. Literatura Random House) que parece seguir la senda de sus otras novelas La hora violeta y Lo que a nadie le importa.
La vuelta del autor a su antiguo instituto para dar una conferencia desencadena los recuerdos de aquellos años de juventud rabiosa y aburrida en Zaragoza, y de la figura de su profesor Antonio Aramayona. Una persona activista, defensora de la educación pública, coherente en todo momento y que, además de luz en esa ciudad de la que el joven Sergio del Molino siempre quiso escapar, le mostró algunas de las herramientas para enfrentarse a la realidad.
Esa memoria del aprendizaje vuelve inesperadamente cuando este antiguo profesor de filosofía le comunica su firme decisión de suicidarse. A partir de ahí la novela se carga del material sensible que la vertebra, pero –por favor– no penséis en simplezas, sensiblerías, etc. Sino en reflexiones que, desde el relato autobiográfico, apuntan hacia lo universal y que hacen grande y compleja La mirada de los peces.
Sylvia, de Leonard Michaels (ed. Libros del Asteroide) podría ser esa novela que todos quisiéramos haber escrito de jóvenes sobre alguna experiencia amorosa de nuestros ya remotos años universitarios. Michaels escribe aquí sobre el inicio de su relación con su primera mujer, desde que se conocieron cuando él era "un hombre súper especializado de veintisiete años, que fumaba cigarrillos y no podía dar mejor explicación de sí mismo que la de decir: Me gusta leer".
Cuando apareció Sylvia en su desorientada vida todo pareció encontrar sentido: "La cuestión de qué hacer con mi vida en los cuatro años siguientes quedó resuelta". Pero aquí no hay final feliz que valga y es que el autor se enfrenta décadas después al relámpago de conocerse pero, también, a lo más duro de su convivencia y a las discusiones constantes de las que no logra recordar ni qué las desencadenaron…
Términos como "verdad" y "mentira" resultan flacos cuando uno rescata desde la ficción el tiempo pasado, la realidad sensual y destructiva de Sylvia: "Al fin y al cabo, mi vida no era un relato". Y ahí reside el mejor talento de Michaels para contar esos años simplemente con pequeñas instantáneas, la sencilla e inasible cotidianeidad, aquellos "sucesos de la vida diaria, que nada significaban ni entrañaban una moraleja". Y en el espejo de Sylvia es donde Leonard Michaels se enfrenta también a sí mismo, en esta maravillosa novela que es un retrato doble.
Es imposible leer Asesinato (ed. La Navaja Suiza) y no sentirse arrastrado hacia su interior. Cerrar el libro y comprobar cómo aún pueden escucharse las voces que pueblan sus páginas. Se trata de ponerle nombre a la angustia existencial de la autora, Danielle Collobert, como si, tras estos narradores inventados, siempre pudiera escucharse, a lo lejos y susurrando, su voz contando sus miedos y angustias, y tejiendo esta red de voces ajenas que en realidad no lo son.
A través de poderosas e inquietantes imágenes, ya sea un peso excesivo y constante, un mar interior, una decisión entre mil, una espera… o simplemente habitar la ciudad contemporánea rodeada de extraños, todo conduce a ese poderoso polo de atracción que es la noche oscura del alma de Collobert, su dolor. Escribir la palabra "Fin". Necesitarlo y atreverse.
Hay, sin duda, mucha belleza en este libro. Una escritura magnífica, pero también la belleza del abismo. "Y en los ojos de los que quedan –los vivos– un aliento, un largo jadeo, pero no una palabra, no una señal. Sin embargo, nos reconocemos".
El país donde florece el limonero (ed. Acantilado) es un fabuloso libro de viajes, aunque lo más frecuente sea encontrarse leyendo sobre tranquilos paseos por jardines de cítricos. Eso sí, a lo largo y ancho de toda Italia y recorriéndola también a través de su historia y cultura. De las colecciones de cítricos con (forma de) dedos y otras malformaciones, consideradas encantadoras por la autora, Helena Attlee, se pasa a otras épocas obsesionadas con la perfección y su reverso tenebroso, la deformidad; alternado también con momentos históricos en los que lo extraño e incomprensible era un aliciente científico y por tanto "bello" y merecedor de atención.
De esas formas de mirar el limón se cuentan los últimos siglos de la historia cultural y política de Italia. Pero este libro también es autobiográfico: La autora es experta en jardines y relata cómo cayó bajo el hechizo de los cítricos desde su primer viaje a Italia y cómo esa pasión se ha desarrollado a lo largo del tiempo. Su lectura es un conjuro para que cualquier lector caiga asaeteado. "Nunca he olvidado aquellos árboles ni la manera en que transformaban el paisaje a su alrededor; un paisaje que resultaba intensamente extraño a mi mirada genuinamente inglesa". Hacer historia con lo que comemos, olemos, tocamos… nos ayuda a comprender el mundo actual y pasado. Y tú, que la última vez que te preocupaste por un limón fue tomando un gin tonic.
Como en otras novelas del norteamericano John Barth, la excusa para que sus narradores arranquen a contarnos su historia es mínima. En La ópera flotante (ed. Sexto Piso) una vez que Todd Andrews rompe el hielo decidido a contar su historia no habrá quien detenga este impulso, convirtiendo la novela en un derroche de ingenio, anécdotas propias y ajenas injertadas al transcurrir de ese día de junio de 1937 en el que cambió su opinión. Digresiones de todo tipo que como meandros (el narrador hablará de "la serpenteante corriente" de su relato) nos conducen poco a poco a sus últimas páginas, donde sigue esperando alguna vuelta de tuerca más.
No hay línea recta que valga para resumir estas novelas. Barth y sus narradores encuentran la necesidad de divagar porque es imposible contar una historia ateniéndose tan solo a lo que uno quiere contar en un principio, ya que con "un mínimo de sensibilidad" se hace irresistible atender también a todas esas apetecibles historias que tocan más o menos la trama principal.
Barth es uno de los mejores herederos del humor y del arte de contar historias de Cervantes, Sterne, el Diderot de Jacques el fatalista y Swift. Lista a la que sumamos a Joaquím María Machado de Assis, de quien dice haber aprendido "cómo combinar un enfoque formalmente lúdico con emociones auténticas y un alto grado de realismo". El autor de estas novelas demuestra un genio cómico admirable, porque riendo descubriremos también el fondo pantanoso de la vida.