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El pasado 28 de abril CaixaForum abrió las puertas de la que va a ser la más importante exposición para 2021 en la sede madrileña de la institución catalana, 'La imagen humana. Arte, identidades y simbolismo'. Producida en colaboración con el British Museum, alberga 150 piezas de diferentes épocas, estilos, conceptos, materiales y ejecuciones. Variedad extrema para un fin común: reflejar algo tan reconocible, diferente y común como es la representación de nosotros mismos.
Por la complejidad y el simplicismo que tiene a la vez este objetivo, la extraordinaria concentración de piezas, que abarca toda la historia del arte, reúne tantas maneras de verla y tantos recorridos como la diversidad que apunta. Su visión puede comenzarse en el orden recomendado en las salas, cuya primera pieza es un cráneo humano, modelado en hueso, concha y hueso que nos envía al 7.000 antes de nuestra era, un inicio en un lugar en que no había espejos para vernos, pero donde ya nos mirábamos la cara. El final de la muestra también puede ser el comienzo de la visita. Allí aguarda Recorded Assembly, obra virtual que amalgama imágenes capturadas por varias cámaras, que reproducen el retrato de los espectadores de manera simultánea e instantánea.
Como sea, este viaje concluye en el mismo destino. El yo, el nosotros, el él y todo lo que aparejan; la belleza, el miedo, lo sagrado, la dominación, el poder, el cómo entendernos y cuáles son nuestros sueños. La representación humana, en fin, a través de la historia del Arte. Estéticas diferentes y soportes variados son redes en las que queda atrapado lo transcendental de nuestra esencia, la ética humana. Concepto universal en nosotros que expresamos con miles de voces. La muestra es un periplo alrededor de nosotros, que salta sobre los límites de las culturas, ignora los avatares temporales y sobrepasa las geografías, una exposición que solo puede navegarse si miramos a la brújula que llevamos grabada en nuestro rostro.
Sean del estilo que sean, provengan de la civilización que provengan, representen a quien representen, todas las imágenes reunidas se rigen por una regla común e inmutable: la búsqueda de la armonía, el culto a la belleza, a la salud, al bienestar. La exposición va más allá y rastrea otros recovecos también con voz en el alma humana. La pérdida de la identidad, el poder avasallador, el mito y la mentira también tienen aquí su sitio. Como un espejo, esta muestra nos enseña lo que somos.
La exposición recién abierta en el Thyssen-Bornemisza es uno de los acontecimientos artísticos de esta, por el momento y a la espera de la ansiada inmunidad colectiva, disminuida temporada cultural madrileña. Estamos ante la primera retrospectiva realizada en España de Georgia O’Keeffe, que reúne 90 obras de una pintora conocida por ser la artista femenina más cotizada de la historia. El dato no debe distraer la atención sobre la obra de una creadora que precedió a la abstracción y, algo ahora tan de moda, fue una nómada en todos los sentidos, desde su itinerante vida a la permanente búsqueda de sí misma a bordo de sus pinceles.
Conocida como la pintora de las grandes flores, Georgia O’Keeffe es mucho más que eso. Figura clave de las vanguardias artísticas surgidas en la primera parte del siglo XX en Estados Unidos, sus inicios como tantos otros fueron casuales. Corría el año 1915 cuando los carboncillos abstractos que pintaba para entretener el tiempo libre que le dejaban sus clases como profesora del arte en Carolina del Sur, despertaron el interés del importante galerista y fotógrafo Arthur Wesley Dow, quien se decidió a apostar por aquel diamante en bruto. Con ellos montó una primera exposición que fue el inicio del salto a la fama, de la que es considerada la principal artista femenina del arte moderno norteamericano.
A pesar de la diferencia de edad –Wesley era veinte años mayor–, el flechazo fue instantáneo. Hasta el punto de que al fotógrafo le costó el divorcio con su anterior esposa, Emmeline Obermeyer, cuando esta les sorprendió en una tórrida sesión fotográfica en la que Georgia era la modelo. Convencido de poder convertirla en una diosa, exhibió a su amada por todo el mundo, a través de las pinturas de ella, pero también con las fotografías que tomó hasta el último de los rincones del cuerpo de la artista. Es más que posible que sin el concurso del que pronto se convirtió en su marido, Georgia O’Keeffe no se habría consagrado como artista universal. Aunque no menos cierto resulta que si por algo se conoce a Wesley, es por las fotografías que le hizo a su mujer.
Aquella tumultuosa relación se prolongó toda la vida, si bien O’Keeffe se tomaba respiros, escapando a Nuevo México en una búsqueda de su propia identidad manifestada en un feminismo que ha dejado una estela de paisajes, esqueletos animales y flores. Entre las últimas, obras tan afamadas como Amapolas Orientales. Colgada en esta muestra, como las demás que pintó, destilan femineidad de la primera a la última pincelada. Estas flores, de las que O’Keeffe solía decir que "nadie ve una flor, es tan pequeña que no tenemos tiempo para mirarlas…", seducen al espectador, que se deja arrastrar por una sensualidad hechizante que le hace ver en ellas un universo de vulvas, muslos y caderas.
La más famosa de todas ellas cuelga en la pared principal de las salas temporales del Thyssen. Desde aquí, Flor blanca número 1 atrae todas las miradas. Fue vendida en 1932 por más de 44 millones de dólares, unos 37 millones de euros al cambio actual. Es el récord más alto pagado por una artista femenina. Hermosa, inmaculada, simétrica y elemental, cuando O’Keeffe la pintó en 1932, no pudo pensar que alcanzaría el olimpo de las subastas.
Sucedió 82 años más tarde, en 2014. Durante un tiempo decoró el comedor privado del Presidente de Estados Unidos George W. Bush en la Casa Blanca, luego se vendió por 31 millones de euros, récord absoluto de un cuadro pintado por mujer alguna. Georgia no pudo saberlo, pues había fallecido en 1986, pero de haberlo conocido, habría esbozado la misma escéptica sonrisa que tantas veces capturó en sus fotografías Arthur Wesley Dow. Y así hasta la última imagen de la exposición, una instantánea de O’Keeffe tomada por él. Eso sí, vestida.
Llegó a la pintura desde el impresionismo, pero pronto se mudó al cubismo. Allí tampoco duró demasiado. Decidido a experimentar con la alegría, dio libertad a sus formas y colores, convirtiéndose en el heraldo del nuevo orden que aterrizaría en el arte. La inauguró el pasado 28 de abril 'Fernand Léger. La búsqueda de un nuevo orden', exposición que rescata del olvido una figura clave del arte moderno, que no colgaba obra en Madrid desde hace muchas décadas.
Miembro destacado de las vanguardias parisinas de comienzos del siglo XX, Léger se inició en el arte como dibujante de un estudio de arquitectura. En la capital francesa descubrió el cubismo, derivando pronto en un revolucionario estilo personal que fue el preludio del futurismo y el pop-art. Léger mira al nuevo orden mundial, que dejaría atrás aquella modernidad expresada por el cubismo, para pergeñar un universo industrial, donde las máquinas adquieren un singular protagonismo. De esta manera, la sede de la Fundación Canal en Mateo Inurria es el escenario más que excelente para acoger la obra del artista galo. En sus salas destacan gigantescas cañerías, objeto tan abundante en este lugar, que les otorgan a aquellas un aspecto ciertamente industrial.
La exposición contiene 78 grabados, pertenecientes a tres series creativas del artista, Cubismo, Iluminaciones y Circo, producto de cuatro décadas de trabajo, entre 1912 y 1950. Se complementa con la película experimental Ballet mécanique, que Léger dirigió en 1924, y una muestra de grabados de otros creadores contemporáneos como Georges Braque, Pablo Picasso, Marcel Duchamp, Juan Gris y Francis Picabia.
A bordo de un cromatismo de masas planas y de la abstracción de las formas en trazos elementales, Léger fabrica figuras geometrizadas y colores que se separan de las formas que debían contenerlos. Un concepto en extremo vanguardista, pero que el artista no quiso que fuera ajeno a la sociedad. Ahí el desarrollo de temas populares, algunos de ellos recogidos en esta muestra, como los grabados del circo, el espectáculo más popular de aquellos momentos. El arte entendido como algo importante para la vida, como un elemento que marca el camino para sentirse tan libres como los trazos de la pintura de este creador.
Producida por el teatro, la exposición 'Carlos Saura y la Danza' es un homenaje al artista español que se ha dedicado con más ahínco a divulgar el arte de la danza y, de manera especial, el flamenco. La exposición ha rastreado en los archivos personales del cineasta, para mostrarnos un conjunto de fotografías, dibujos, bocetos, fragmentos de películas y obras de teatro, carteles y otros variados documentos, como los fotosaurios –fotografías pintadas–, que permiten asomarse al polifónico universo del creador y su intensa, variada y rica relación con la danza.
De paso, esta muestra pone en valor la capacidad de Carlos Saura más allá de su relación con el cine, su faceta más conocida y reconocida. El ganador del Oso de Oro del Festival de Berlín, de los Goya y del Festival de San Sebastián, y nominado varias veces al Óscar, muestra sus dotes como fotógrafo, dibujante, pintor, escenógrafo y escritor.
En el largo recorrido del artista aragonés, la danza en sus variadas manifestaciones, tiene un lugar más que destacado. En especial el flamenco. Hasta el punto de que le ha hecho crear un género exclusivo. Diferente del cine musical, pero también del documental, sus películas dedicadas al flamenco tienen la libertad como única norma. Sin argumento, ni protagonistas, el guion consiste en eso, capturar el baile en sus más diversas expresiones.
Esto y no otra cosa es la exposición del Fernán Gómez. Embutida en tres partes que resumen tres aspectos decisivos de la danza: cuerpo, movimiento y espacio. La muestra se desborda más allá de la danza española, con incursiones a otras músicas populares, como la película Jota y, más allá, con Zonda, sobre el folclore argentino. El propio cineasta ha anunciado que en este 2021 está previsto el estreno de su última película, El Rey de todo el mundo, ficción coreográfica basada en el baile y la música de México.
Un campesino de otros tiempos afila la guadaña para continuar la siega; un grupo de niñas y niños, vestidos casi de uniforme, contempla algo que el cartel a pie de foto señala que es un espectáculo de guiñol; un grupo de personas, soldados y domingueros en bañador, en un día de fiesta en la madrileña; montones de rincones desarrapados de la España rural de los pasados cincuenta…, así hasta 125 fotografías. Componen la exposición 'Nicolas Muller. La mirada comprometida', organizada por el Ministerio de Cultura, el Instituto Cervantes y la Comunidad de Madrid, que puede verse hasta el 30 de mayo en las salas del complejo El Águila.
Miembro del prestigioso linaje de fotógrafos húngaros, al que también pertenecen László Moholy-Nagy, Brassaï, Robert Capa y André Kertész, la invasión nazi de su país en 1938 obligó a Nicolás Muller a emprender una larga égida. Agarrado a su cámara recorrió París, Portugal y Marruecos, hasta que se instaló en nuestro país, donde obtuvo la nacionalidad española en 1957. A cambio, nos regaló un impresionante archivo, en el que ha quedado prendido de forma indeleble aquellos depauperados momentos de nuestro pasado reciente.
Es por ello, y dejando a un lado el reconocido valor artístico de sus imágenes, por lo que hay que recalar un buen rato en esta formidable muestra. A través de ella nos asomamos a unos momentos de la historia de España y de Europa que muchos desconocen y a quienes les sorprenderá descubrir cómo fue aquel mundo en blanco y negro del que venimos. Las fotografías de Muller, la mayoría de ellas desconocidas, nos llevan en un viaje que se inicia en los nacionalismos que precedieron a las grandes guerras europeas y española y recala en la posguerra que tardó tanto en marcharse de nuestro territorio.
Instalado en España, Nicolás Muller no tuvo demasiados problemas en hacerse un hueco en la fotografía de nuestro país. Su inabarcable archivo, primorosamente custodiado por su hija Ana, señala un trabajo tan incansable como certero, tocando todos los palos. Entre ellos el más conocido es el que refleja la relación del autor con la intelectualidad española. Son conocidas sus fotografías de José Ortega y Gasset y Ridruejo, de quienes fue gran amigo, y otras personalidades como Vicente Aleixandre, Azorín, Ignacio Aldecoa, Celaya y Menéndez Pidal. Entre ellas, se ha recogido en esta muestra la más divulgada de todas, la de Pío Baroja paseando.
A su lado lo dicho, instantes de una España que lavaba la ropa arrodillada en la orilla del río, agricultores húngaros y españoles unidos por los mismos surcos que recorren sus rostros, jovenzuelos marroquíes y europeos mirando a cámara, como esperando una sorpresa que tardó tanto en llegar. Junto a las fotografías, numerosos documentos, negativos y publicaciones que subrayan el recorrido artístico y vital del creador húngaro-español.
Hasta ahora, las noticias que nos llegaban de La Grande-Côte, el amplio y salvaje litoral que se extiende al sur de San Louis, en Senegal, lo referían como el punto de partida de la singladura de decenas de cayucos y pateras desbordados de emigrantes ilegales rumbo a la promesa europea. En todo caso, y esto ha pasado desapercibido excepto para los implicados en el ajo, un breve apunte sobre la reintroducción en la Reserva de Guembeul de gacelas amenazadas de extinción nacidas en España.
La exposición 'Khamekaye', de Paula Anta, trae informaciones muy diferentes. Son el resultado de sus pesquisas en este extraordinario escenario natural que, a pesar de estar escasamente poblado, muestra una inquietante presencia humana. La misma que se registra en todos los litorales marinos y oceánicos del planeta. En muchos de ellos, los cercanos a los lugares civilizados y turísticos, apenas dura, al ser retirada por los servicios de limpieza, pero en la costa senegalesa, adquieren presencia propia.
Una anciana retorcida camina por quién sabe qué lejana playa. A su lado, una extraña criatura estira el cuello como si preguntara al horizonte. Aquí, el océano ha tenido tiempo de sobra para amalgamar plásticos, bidones, redes pesqueras, restos de chapapote, maderos y una insuperable relación de objetos que la inmensidad oceánica es incapaz de digerir y los vomita a la tierra de la que se arrojaron. Lo hace al tiempo que fabrica un universo tan ficticio como real.
El nombre de la exposición es una palabra wolof, la lengua nativa más utilizada en Senegal, que significa hito. Y eso son en esencia las marañas caóticas y desordenadas de los restos y basuras arrojadas por el Atlántico a las playas de La Grande-Côte. Anta ha gavillado por ellas para encontrar presencias extrañas y sorprendentes. En la senda del arte retrata los restos y basuras esparcidos al azar en aquellos arenales como señales de atención y denuncia. Al verlos, se concluye que de las peores actitudes puede destilar, sino algo sublime, sí una espoleta para la meditación. Viento, sal, arena y, sobre todo el poder del agua, configuran un universo de criaturas y formas tan irreales como cambiantes. Brazos, cabezas, cuerpos informes y criaturas perfectamente identificables denuncian el desprecio con que tratamos a quien las ha creado.
La exposición que puede verse en el Real Jardín Botánico de Madrid muestra otras soledades orilladas al océano, aunque muy diferentes de las que pueden verse en las paredes de 'La sal. Las salinas de Bonanza, Sanlúcar de Barrameda', de Carmen Laffón, es una producción del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, el Patio Herreriano de Valladolid y La Fábrica, que ha encontrado en el pabellón Villanueva del Botánico una parada de lujo. La muestra, que podrá contemplarse hasta el próximo 21 de mayo, es la primera que expone la artista andaluza en Madrid desde el 2000.
Considerada una de las pintoras más importantes del realismo español, la creadora sevillana añade luz y poesía a la implacable precisión que caracteriza al maestro manchego-madrileño. En estos lienzos también se encuentran trazas del esquematismo abstracto de Fernando Zóbel, pintor español que ha influido en la andaluza. De la rigidez figurativa a la soltura de la abstracción. Sutileza de blancos, grises y azules, simpleza de formas que se transforma en exuberancia exquisita. Sucesión de grandes lienzos de los que brota una armonía silenciosa.
El ingente trabajo realizado por la artista en las obras de grandísimo formato que se exponen, cobra más relevancia al conocerse que ha cumplido 87 años. Incansable, la última aportación a la muestra, la concluyó Laffón una semana antes de la inauguración. Junto a los lienzos, la exposición reúne bajorrelieves en escayola policromada, dibujos en papel y cuatro esculturas nunca expuestas antes. Componen un universo de 37 creaciones, cuyo motivo son las montañas de sal, los esteros y caños de esta porción de la costa gaditana próxima a su residencia.
Gambito de dama, la exitosa miniserie que tiene en el ajedrez su motivo principal, se apareja a esta exposición recién inaugurada en las salas principales del complejo La Tabacalera. Coproducción entre el centro madrileño y el Azkuna Zentroa bilbaíno, 'Acromática. Una partida inmortal' es la última creación de Mabi Revuelta, artista nacida en Bilbao que ha sido galardonada con el Premio Gure Artea 2016, entre otras distinciones.
Con el juego de ajedrez como hilo conductor, la artista induce a una reflexión sobre las relaciones entre realidad y ficción, sorpresa y educación. El punto de partida es una de las partidas de ajedrez más famosa de la historia, hasta el punto de que tiene nombre propio, el mismo que el de esta exposición: la Inmortal. Calificada como un logro irrepetible en la historia del ajedrez, se disputó en 1851 en la ciudad de Londres entre el alemán Adolf Anderssen, que a la postre se alzó con el Campeonato del mundo, y el estonio Lionel Kieseritzky.
La muestra encaja en el destartalado interior de Tabacalera como anillo al dedo. Arranca en el patio de entrada, donde se alza un ajedrez inspirado en el que diseñó Marcel Duchamp en 1920, y el escenario-mesa de luz donde transcurren las dos películas que forman parte de la exposición. Esculturas, piezas cerámicas, fotografías, inscripciones, instalaciones diversas y una variedad de objetos son paradas de un recorrido que remite al juego del ajedrez, visto como el juego de la vida misma.
Una de las dos criaturas se ha dormido, la otra expresa una mueca que denota cierto asombro. No es extraño pensar que su ánimo es el resultado de haber asistido a la recién concluida campaña electoral de la Comunidad de Madrid, desde su mismo epicentro, la sede del Gobierno regional.
Es evidente que expresar estos estados de ánimo no ha sido la intención de Antonio López para crear estas dos monumentales cabezas. Son la representación de su nieta cuando tenía seis meses. Ambas son muy parecidas, por no decir idénticas, a las que se sitúan de manera permanente en la entrada de la estación de Atocha de Madrid. Ahora se muestran estas otras dos clónicas en la Real Casa de Correos.
Como aquella otra pareja, Carmen despierta y Carmen dormida simbolizan el día y la noche, también la energía que acompaña el inicio de la vida. Presentadas por la Comunidad de Madrid como "homenaje a uno de los artistas españoles más importantes", pueden verse de manera gratuita hasta el próximo 20 de junio, lo que supone una oportunidad para visitar el patio del histórico edificio de la Puerta del Sol, muy vinculado al artista.
En la Real Casa de Correos Antonio López dejaba el lienzo y los instrumentos que utilizaba en su pintura inconclusa de la Puerta del Sol. Una obra que, todas las tardes que pintaba el artista, concentraba a su alrededor una multitud de madrileños y foráneos extasiados ante el maestro. Por cierto, el pintor ha asegurado que el próximo verano retomará el trabajo de este lienzo, que inició en 2010.
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