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El próximo 6 de julio, durante las Fiestas del Orgullo, el Ayuntamiento de Madrid va a inaugurar una plaza en el distrito Centro que recordará a la figura de Raffaella Carrà. Según señalan desde el consistorio, la medida es un reconocimiento a la cantante, bailarina, coreógrafa y presentadora televisiva italiana.
El nombre de la plaza fue aprobado por el pleno municipal en julio de 2021, pocos días después del fallecimiento de la artista, a partir de una propuesta de Más Madrid. Fue ratificada por todos los grupos municipales, excepto Vox, que mostró su oposición. Finalmente, la placa con el nombre de la italiana no llegó a ponerse en la plaza. Hasta ahora.
La distinción servirá para visibilizar y poner en valor la memoria de una cantante enormemente popular y querida en la España de finales de los setenta, en los albores de la democracia. La Carrà fue entonces un icono referencial del desenfado y el entretenimiento, pero también de los derechos feministas y la visibilidad del colectivo LGTBIQ+. Las rupturistas canciones de La Carrà, en las que se gritaban consignas como Para hacer el amor hay que venir al sur y En el amor todo es empezar, fueron agua bendita en un país que se sacudía el embotamiento de más de cuatro décadas de una dictadura caracterizada por su conservadurismo, ausencia de libertad e implacable opresión a la mujer.
Raffaella Carrà saltó, como en uno de sus inconfundibles pasos de baile, desde el entretenimiento a convertirse en icono de causas de profunda carga social que hoy, cuatro décadas después, los colectivos feministas y LGTBIQ+ han convertido en bandera. Las letras de canciones como Lucas y 53 53 456 reivindicaban de manera abierta la homosexualidad, la masturbación y el placer femenino. En esencia, el derecho a decidir sobre el propio cuerpo. No es por tanto casualidad el espacio ni la fecha elegidos, la barriada de Chueca y las Fiestas del Orgullo, referencia mundial del citado colectivo.
La plaza Raffaella Carrà es un espacio abierto entre los números 43 y 45 de la calle Fuencarral. Conocida entre los vecinos como plaza de los Olivos, por el notable ejemplar de esta especie que crece en su centro, está ocupada por varias terrazas y un quiosco de prensa al lado de una fuente pública. No vive estos días la plaza su mejor momento. Las fachadas de los edificios de dos de sus cuatro lados están cubiertas de gigantescas lonas publicitarias. “Están arreglando las fachadas, que estaban un poco perjudicadas”, cuenta María, una joven camarera que atiende una de las terrazas de la plaza.
Aún no son las once de la mañana y varias camionetas de reparto ocupan lo que queda libre de la plaza. “Solo pueden estar aquí hasta las 11:00 horas, después las multan”, explica Pedro, un vecino jubilado a quien le cuesta pasar con su perrillo entre los vehículos. Pasa un camión de bebidas por la calle Fuencarral y levanta a su paso las losas de granito del pavimento. “Llevan así mucho tiempo, las rompen los camiones por lo que pesan y ahí quedan, hechas cachos. Mucha gente tropieza y se cae al suelo. Más valía que dedicasen el dinero a arreglar esto en vez de poner una placa que no vale para nada”, se lamenta.
Aunque por lo que más destaca esta plaza es por la capilla del Humilladero de Nuestra Señora de la Soledad. Situada en la esquina con la calle Augusto Figueroa, abre sus puertas justo enfrente de una conocida cadena internacional de material y ropa deportiva. La inauguración de la plaza es excusa excelente para divulgar la historia de este edificio, sin duda uno de los más curiosos de la capital madrileña. El templo muestra en sus hechuras los más de tres siglos de vida que tiene. Vestigio del pasado, sobrevive rodeado de tiendas de ropa de moda y típicos establecimientos que han traído al centro de las ciudades la gentrificación.
“Se construyó en 1712 junto al arco de Santa María, que estaba aquí y por el que se salía de la ciudad. A partir de aquí todo era campo. Aquí paraban los caminantes, se arrodillaban y rezaban a la Virgen antes de empezar el viaje. Por eso se llama humilladero”, explica José Luis Rodríguez, custodio de la pequeña ermita, de apenas cuarenta metros cuadrados.
Jubilado, José Luis tiene 75 años y es el único responsable del templo. “Vengo todos los días, no me sustituye nadie, pero no me quejo; aquí estoy muy bien y hago algo útil”, cuenta este voluntario de Mensajeros por la Paz, ONG ligada a la cercana iglesia de San Antón a la que está adscrita la capilla. “Viene mucha gente a rezar, también los turistas, que se sorprenden de que exista un templo así en el centro de la ciudad. Entran y me preguntan”, refiere Rodríguez, quien admite que ha habido veces que alguno ha entrado y se ha puesto a insultar la imagen del Papa a tamaño natural situada al lado del altar. “Por suerte ha pasado muy pocas veces”, dice.
El origen del humilladero, uno de los dos únicos que sobreviven en Madrid de tiempos pasados, es tan curioso como desconocido para la mayoría de los madrileños. Lo refiere su custodio. “Aquí al lado estaba la casa del Marqués de Navahermosa. En ella servía una mujer que fue acusada del robo de unas joyas de la marquesa. Ella lo negó, pero fue declarada culpable. Al cabo del tiempo se hicieron obras en el tejado y las joyas aparecieron debajo de una teja”.
“Las había cogido una urraca. Atormentado por el hallazgo, el marqués mandó construir la ermita en el lugar que ocupaban las caballerizas. En el interior se colocó la pintura de la Virgen de Nuestra Señora de la Soledad, que colgaba de un muro junto a la puerta de la cuadra”. Trescientos años después, la pintura de Nuestra Señora de la Soledad, acompañada de San Francisco de Paula, no se ha movido de la pared sobre el altar. En un lateral cuelga un Cristo del Consuelo, talla anónima del siglo XVI. “Es lo más valioso de la capilla”, reconoce Rodríguez. A sus pies, una Dolorosa de talla completa, de autor anónimo y tal vez de época contemporánea.
Enfrente del humilladero tiene Paco el quiosco de prensa. Casi tan grande como el templo, la fachada principal es un muestrario de productos de consumo instantáneo de lo más variado. Abajo, en una esquina, unos mínimos montoncitos de periódicos pasan desapercibidos. “Vendemos prensa, claro, pero muy pocos ejemplares, internet se los ha llevado por delante. No podríamos vivir si no vendiéramos otras cosas”, reconoce este representante de un oficio en extinción. “No, no sabía que iban a poner una placa”, cuenta Paco, que reconoce que no cerrará el próximo miércoles, ni tampoco ninguno del resto de los días de las Fiestas del Orgullo. “Nunca ha pasado nada. La gente solo viene a pasarlo bien, no a buscar problemas”.
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