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Estas mujeres peleonas, sucesoras de otras del mismo oficio, duras y bregadas en este puerto, bajo la lluvia o el sol, aprovechan la red también para hacer y vender artesanía de calidad y las ganas de luchar por un oficio que merece salvarse en la bellísima zona del Saja-Nansa. Otras rederas, en Galicia o País Vasco, también trabajan para recuperar este arte de pesca.
“Reciclamos, pero no olvidamos de dónde venimos. Desde que el barco llega a puerto, en cuanto que hay que reparar una red, dejamos todo y bajamos a nuestro primer deber, remendar la red para ese barco”, cuenta Silvia mientras sus dedos sujetan la red con agilidad para coserla.
Al fondo, una nube negrona amenaza sobre el puente de la Maza. Detrás se pierde la ría de San Vicente, no se avistan los Picos de Europa. Silvia no es “redera” de nacimiento, sino de casamiento. Su oficio era maestra, pero se casó con Iván, dueño de uno de los cuatro barcos de pesca de cerco que quedan aquí. Las necesidades de su familia la llevaron de la guardería donde trabajaba a centrarse en sus hijos. Un día, cumplida la misión, decidió que tenía que seguir creando algo. Su suegra era redera, bajó hasta aquí y dijo algo así como “quiero aprender”, y fue una decisión feliz aunque dura.
Tan consciente como Silvia de que este es un oficio y arte al borde de la extinción, Sandra -al lado de Silvia esta mañana, cosiendo a pie de barco- trabaja con aguja, tijera y sus manos. Ambas son jóvenes para la media de edad que tienen las mujeres de este arte, duro, hermoso y mal pagado. Lo saben.
“Yo no vengo de familia marinera. Soy de La Revilla -a cuatro kilómetros de San Vicente-, pero cuando empezó este proyecto, sabiendo lo que peligraba y lo bonito que es, decidí probar. Y aquí estoy”, cuenta orgullosa ante las miradas de las familias con niños -o sin ellos- que pasan a su lado, curioseando por el puerto y los barcos que esta mañana no han salido a faenar. En breve, podrán ser guiados por las rederas.
Atareada como sus compañeras, pero con un telar delante, Oana trabaja con igual intensidad. Está cosiendo-bordando las redes -en las últimas semanas han llegado desde Santoña o Colindres, por ejemplo- que transformarán en bolsas con telas, de calidad, a mano, artesanas y con buen diseño; o en bolsos que podrían estar diseñados por un taller italiano finolis -de Milán, por ejemplo- y lucir en cualquier escaparate de Hernán Cortés (Santander); Serrano (Madrid) o en el Paseo de Grácia (Barcelona). Pero son de aquí, auténticas.
Aún no han llegado tan lejos, de momento se consiguen en su taller de la Cofradía de Pescadores, en el Puerto o en los soportales de San Vicente de la Barquera. Quizá algún día lleguen a la vecina y elitista Comillas. Aunque son de producción nacional, resultan caros frente a lo que viene de Asia. Y las tiendas conocidas prefieren seguir trayendo todoasiático, mano de obra barata. No hay inconveniente en reconocerlo.
“Es que un bolso de mano, que lleva red, entretela y forro -estampado con telas de La Textil Santanderina o retales que han sobrado a sus compañeras de la Feria de Patchwork de San Vicente- me lleva entre 10 y 12 horas. Todo es a mano”, relata Oana, esta mujer, de marinero rumano, que hace tres lustros llegó a estas tierras con su marido. “Él va a artes de pesca menores. En cuanto a mí, cuando ví que había estos cursos, me acerqué, me apunté y aprobé. Me encanta”. Su disposición, sus manos, demuestran que cualquier cosa que se proponga la hará bien. Los diseños los hacen ellas, aclaran para evitar confusiones.
Silvia, Oana y Sandra dan un empujón al ánimo de Vania, la bióloga hija del médico de Pesués, como la conocen muchos entre San Vicente y Val de San Vicente, porque es esa profesional del Grupo de Acción Local de Pesca del Saja-Nansa quien se ha volcado en salvar el oficio. Desde pequeña, Vania las observaba aquí coser en el puerto. Después, "fascinada de su trabajo, hablaba con ellas cuando empecé con mi pasión medioambiental. Hasta que un día, una de ellas me dijo que sí, que mucho las admiraba, pero que con ellas moría el oficio. Y era verdad”.
Por eso Vania se esforzó en conseguir ayuda del Proyecto Saja-Nansa, del Ayuntamiento de San Vicente de la Barquera y de la Cámara de Comercio, para los cursos de formación. Estas tres mujeres son, por ahora, el relevo -escaso, pero muy bien formado- resultante de formarse también con La Hila y María Bulnes o el oficio tutelado desde la Cámara.
“Yo las admiro -añade Vania mientras las observamos trabajar en el muelle-. He intentado coser algunas veces y me queman los dedos; es increíble la paciencia y la destreza que se necesita”. Hace tiempo que las redes son de fibra, frente a las antiguas de algodón. Sí, hay que saber. Porque hay diferentes clases de redes, como explican a la chavalería de los colegios que a veces se han arrimado a verlas en el taller de la cercana Cofradía de Pescadores. “Les encanta cuando les explicamos los procesos”, cuenta Silvia.
O a las visitas turísticas que se proyectan por el puerto, a alguno de los barcos y al taller donde muestran las diferentes artes de pesca y de redes. “En San Vicente quedan cuatro barcos de pesca de cerco. Cada barco tiene una redera. Cada aparejo de cerco tiene unos 700 metros de largo y unos 150 de profundidad”. Silvia contrasta las cifras con su marido, Iván, que acaba de llegar al barco.
Estas mujeres recuerdan con admiración a sus antecesoras, de ellas aprendieron en los meses de formación también. Las mayores pocas veces tuvieron tiempo para mirar la belleza del paisaje mientras cosían para sobrevivir. Pero cuando se han jubilado y dejado el puerto, han reconocido ese sentimiento de pérdida que despierta el olor del salitre, de los mismos barcos de pescado y de la red.
Aromas y visiones que a veces fueron poco agradables y angustiosas -el pescado pasado o las galernas desatadas contra los barcos-. Paradojas de la vida, cuando una se aleja de la orilla del puerto, del soportal de la lonja donde has pasado una vida, hasta el olor del aceite y el gasoil quemados son evocadores.
Por eso, hacer turismo con estas rederas nuevas, redescubrir o descubrir el puerto de la mano de estas mujeres, cuyo oficio fue ninguneado -antes que rederas fueron madres, esposas o hijas de pescadores, no cotizaban, no existían-, es una de esas experiencias tan gratificantes que puede superar hasta a unas buenas rabas y cerveza a la salida del puerto. O no. Todo es compatible, complementario. Maridaje perfecto.
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