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El madrileño barrio de Almagro fue un vergel regado por aguas subterráneas cuyas huertas daban de comer al Madrid de Felipe II. En el XIX, al ampliarse el recinto de la ciudad, la nobleza y la alta burguesía comenzaron a construir sus palacetes en esta zona alta y ventilada, creando los bulevares que conforman la zona más cara y cool de Madrid. Transformados muchos de aquellos palacetes en grandes manzanas de altos edificios de viviendas, se oculta a los ojos de los transeúntes un pacífico refugio verde y fresco construido con estudiada sencillez. Una última obra de arte: la casa que construyó el pintor y hoy es el Museo Sorolla.
Hablar de Sorolla es hablar de la estrecha relación del pintor con Clotilde García del Castillo, su esposa. Se conocieron muy jóvenes y se casaron en Valencia. Clotilde fue desde siempre "su carne, su vida y su cerebro". Su amor y generosidad derivaron en el legado de su casa familiar y sus colecciones al Estado, como memoria viva del artista. Clotilde, primer y único amor de Sorolla, fue su compañera, modelo, representante, consejera y madre de sus tres hijos, quienes, tras fallecer ella sin poder terminar el museo, renunciaron a parte de su herencia para contribuir al conocimiento de la obra del padre.
Los detalles de una casa hablan por su dueño. Este lugar expresa la reverencia al trabajo y a la diversión, la alegría de los sentidos. Tómete tu tiempo y notarás lo que Joaquín Sorolla y Bastida quiso mostrar: su mundo, que eran sus pinturas y sus seres queridos.
La hormona de la especulación propició que este barrio creciera en altura y las escasas viviendas unifamiliares antiguas son hoy edificios administrativos y sedes de embajadas. Tras pasar por manzanas de corpulentos edificios uno no espera que, en un sencillo muro de ladrillo de la calle General Martínez Campos, se abran las puertas de chapa repujada sobre cuyo dintel una inscripción en mármol indica que estamos ante la entrada del Museo Sorolla. A veces los turistas llegan aquí cuando el aforo matinal de los museos del Paseo del Prado está completo, por lo que el mejor momento para visitarlo es por las tardes, de martes a viernes.
La colección de pintura consta de 1.994 piezas, obra del propio Sorolla y 174 obras de otros pintores. El resto de colecciones las componen 4.985 dibujos del pintor y 289 esculturas. Además, 2.000 piezas de artes decorativas entre mobiliario, cerámica, textil o joyería que el maestro usaba para documentar sus cuadros regionales, y una miscelánea de objetos personales con piezas de vidrio, metales y reconocimientos oficiales. Todas ellas, así como los fondos documentales de fotografías, correspondencia o archivos históricos están catalogadas online pieza por pieza. Casualmente, yo encontré aquí una carta de mi abuelo Badenes dirigida a Sorolla, cuya existencia desconocía. Pero no te asustes: a los visitantes del museo solo se les ofrece ver un 30 % de estos fondos. Ese es el motivo por el que la institución realiza exposiciones temporales que permiten conocer la obra completa en diferentes visitas. La visita guiada dura aproximadamente una hora, perfectamente invertida.
El jardín, uno de los pocos privados visitables de la capital, denota en tres marcos diferentes lo personal de este escenario hecho con amor, gusto y cultura. Igual que la pintura de Sorolla, transmite inmediatamente emociones sensuales: el calor del verano, de la luz o las caricias de la brisa y de los sonidos del agua. La energía de las plantas, de las fuentes, de los recodos de luz y sombra que acogen al visitante, anuncian la atmósfera que les rodeará durante esta singular visita. Un lugar que fue creado por Sorolla tanto para pintar o relajarse como para las importantes visitas que recibía estando en la cumbre de su carrera. Es una de las casas de artistas mejor conservadas de Europa.
Al entrar nos recibe la calma del primer jardín, el de Sevilla, inspirado en los de los Reales Alcázares. Las cartas que Joaquín Sorolla enviaba a Clotilde durante su estancia en la ciudad del Guadalquivir iban perfumadas con los distintos aromas de flores que metía en el sobre. Mientras pintaba los jardines del Alcázar tomaba apuntes para el suyo, un lugar de entretenimiento y de trabajo donde trabajaría a su gusto. Como temas principales: las fuentes que arrullan y refrescan, los azulejos que blasonan, las columnas que evocan las glorias del pasado, las estatuas inmutables y los claroscuros de la vegetación.
Se divisa el acceso principal a la casa por el pórtico de arcos y columnas inspirado en el jardín de Troya, que es ahora la salida del museo. El otro más alejado, por donde entran ahora los visitantes, era la puerta de su estudio. Este primer jardín, ordenado con setos de boj y rosales, está presidido por una sencilla fuente traída de Granada. A la izquierda hay un banco de azulejos de Triana con escudos señoriales de piedra: sentarse en él ofrece una perspectiva hacia el segundo jardín. Se delimita al fondo por las columnas que sostienen dos esculturas de bronce, de Benlliure y de Clará.
Conocido como el de Roma y Granada, este segundo jardín, más arqueológico, está inspirado en los que el artista vio en la Alhambra. Bajando dos escalones entre dos columnas, se observa un canalillo de agua o riad típico granadino, que empieza en una fuente hundida adornada por amorcillos músicos de bronce y continúa con una serie de surtidores que llegan hasta un pequeño estanque. La panorámica se cierra con la escultura de un togado romano sin cabeza que Sorolla recibió como regalo en 1916.
La separación entre este segundo jardín y el tercero es una bancada corrida con columnas que sostienen emparrados y pequeñas esculturas de bronce pompeyanas. En este tercer jardín, delante del estanque y bajo el ventanal del salón, está la gran Fuente de las Confidencias, con sus dos figuras alegóricas que evocan la intimidad de un secreto. Y delante del conjunto, la pérgola bajo la que el pintor solía sentarse con su familia. Todo está entreverado de muretes y caminos, de naranjos, plantas acuáticas, jazmines, lilas, rosaledas, alhelíes, plantas trepadoras y engranado con bancos; recovecos, frisos, solados, y tiestos de cerámica. Es la marca del jardín neo-español, un conjunto ecléctico al gusto persa, romano e hispánico, del que Sorolla será precursor.
Accedemos por la escalera del tercer jardín y nos encontramos a la izquierda con la tienda y el recibimiento de la taquilla. De frente, pasando una estatua de Elena Sorolla, el patio Andaluz, que proporcionaba luz y ventilación, especialmente al estudio y al salón. Es cuadrado, sencillo, bordeado con columnas árabes y que mezcla los tres estilos de patio que Sorolla pintaba: cordobés, sevillano y granadino. Tiene palmeras enanas en las esquinas y una fuente octogonal en el centro recubierta de azulejos de Ruiz de Luna. Las galerías del patio están decoradas con un fuerte gusto popular. Aquí se situaban las cocinas de la casa. Ahora, en las paredes, un zócalo de Talavera de la Reina y muchas piezas de colección: paneles de Manises con los santos cocineros, cerámicas populares antiguas, bacías, mancerinas o pilas benditeras de Manises, Paterna o Alcora.
El estudio de Sorolla estaba compuesto por tres cámaras de trabajo, exposición y almacenaje, iluminadas con claraboyas y suelo de madera. Las tres están pintadas con el mismo color rojo oscuro original de la época. Así eran los estudios de los pintores académicos del último tercio del siglo XIX: espacios muy grandes debido al enorme tamaño de algunos encargos públicos de pintura histórica, por los que daban premios estatales. La intensidad de la luz se regulaba con telas o se usaban grandes ventanales al norte con el mismo sistema, que podían servir también como decorado.
El éxito de Fortuny llevó a muchos pintores de la época a imitar sus temas costumbristas y su estudio de Roma. El pintor fue famoso por sus colecciones de antigüedades: desde la cerámica nazarí a objetos de las excavaciones romanas, pero también objetos de arte religioso medieval que se vendían en la época de la desamortización, mobiliario y telas orientales.
Todos estos elementos servían igualmente como atrezo, acompañados de trajes para vestir a los modelos de vestales o campesinos de las comarcas, según los temas de la época. Los estudios, que recibían la visita de clientes y marchantes de alcurnia, se decoraban según la obra que se exponía y eran un escaparate del éxito económico, del cosmopolitismo, la cultura y las amistades del artista. Aunque claramente separadas de la vivienda, estas salas se comunican directamente desde el interior y en ellas se encuentran ahora las tres salas de la exposición permanente.
La primera de ellas nos introduce en una serie de cuadros en orden cronológico que explican la evolución de los temas más representativos e importantes de su obra, que se preceden de un autorretrato –dedicado a Clotilde–, un retrato de ella en el crucial año 1909, y otro de sus hijos. Esta sala era taller y almacén, y no tenía decoración.
La Sala II era el despacho donde Sorolla recibía a los clientes y exponía sus cuadros. Alberga cuadros familiares donados por su mujer y sus hijos, que fueron hechos por el placer del retrato. Hay un bronce de Elena Sorolla, que destacó en la escultura. Un retrato de Joaquín hijo con su perro Canelo. Y detalles familiares: porcelanas chinas, muebles de diferentes estilos, bustos de Voltaire y Montesquieu, un escritorio chippendale y un sofá tipo chesterfield –que los modernistas de hoy conocen como chester– con su tapicería original.
La III fue el espectacular estudio de Sorolla, con aspecto de almoneda o decorado de ópera romántica; el espacio más representativo del museo mantenido en una burbuja del tiempo. Conserva todavía los utensilios de trabajo del pintor, caballetes, paletas y pinceles metidos en tarros de farmacia, así como los objetos de arte de los que le gustaba rodearse o usar para los detalles de sus pinturas.
Una vitrina exhibe joyas de origen bereber, como un cinturón de la suerte, un sonajero para los dibujos de los infantes y otras alhajas populares de diversos sitios de España. En otra vitrina, una paleta con laureles secos premio de Alfonso XII. En una vitrina más, los soportes donde el pintor realizaba sus infinitos apuntes: tapas de cajas de los puros a los que era aficionado, papel fotográfico, pequeñas tablillas, cartones, y hasta la carta del restaurante donde comía, lo que tuviera a mano. Todo está casi en el mismo lugar que estaba. Los cuadros son los de mayor calidad y representan los paisajes de Valencia, los jardines de Andalucía, escenas captadas a la orilla del mar, con los efectos de la luz sobre las aguas profundas de Jávea, de Mallorca y la luz azul o violeta de sus calas.
En un lugar principal, el cuadro del Papa Inocencio del maestro Velázquez. Clotilde, en tamaño natural, vestida con un traje gris y joyas sencillas. También está el último cuadro que pintó, el retrato de la mujer del escritor Ramón Pérez de Ayala, que está sin terminar. Tantos viajes, esfuerzos para subir y bajar pintando los cuadros panorámicos y quizá la química de los pigmentos mermaron su salud. Mientras estaba pintando este retrato, le sobrevino una hemiplejía que le dejó paralizado de medio cuerpo.
Saliendo al distribuidor del salón y subiendo la escalera principal de madera, estaban las estancias privadas de la casa –dormitorios y cuarto de costura– que hoy ocupan las salas IV, V, VI y VII como espacios para exposiciones temporales.
El cambio de materiales con pavimentos de mármol, blanco italiano en el suelo y rojo de Alicante bordeando las puertas del salón recibidor, nos indica que estamos en la zona de la casa donde se recibía a las visitas. Es un espacio elegante con vistas al jardín desde el gran ventanal en forma de hemiciclo. Tiene retratos familiares y, en la rotonda del balcón, esculturas exquisitas de los amigos de la familia, además de mucho mobiliario.
Se puede apreciar la lámpara de techo realizada en bronce y vidrio opalescente en la casa Tiffany, encargada por Sorolla en su segundo viaje a Nueva York. Las flores que hay en esta estancia se cambian cada semana, como siempre se hizo. Y sobre un bargueño, se pueden observar fotos dedicadas de los reyes. En la de Alfonso XII se lee: "A Sorolla, suponiendo que le guste el contraste de luz". Dos sofás y una butaca tapizados de amarillo en pana permitían cómodas conversaciones. Y en un canapé hacía posar a sus clientas, como puede verse en varios retratos de colecciones particulares.
El antecomedor era una estancia en las casas acomodadas que se usaba para comidas informales. Su ventana da al primer jardín y la lámpara de Tiffany en el techo hace juego con las del salón y el comedor. Tiene una vitrina con una selección de cerámicas valencianas de reflejos dorados, fotografías, cuadros de toda la familia y un aspecto en general muy español, por los azulejos de Talavera de las paredes. También se puede ver la estufa cubierta con un mármol, pues la casa contaba con calefacción central.
El comedor es la sala mejor conservada del museo. El único espacio de ambiente levantino, donde el escultor José Capuz elaboró algunas de las decoraciones, como los faldones de la mesa de nogal con escenas báquicas. Sorolla pintó en las paredes un llamativo friso de guirnaldas de frutas –principalmente naranjas, granadas y uvas– entre espesos ramos de laureles. El retrato de Clotilde resalta sobre el dintel principal sujetando el largo festón y, en la pared de enfrente, el de sus hijas María y Elena, una con rodetes típicos valencianos y la otra con un hermoso traje amarillo.
Sobre la chimenea de este comedor hay una reproducción en escayola del Tondo Pitti de Miguel Ángel, que representa a la Virgen, el Niño y San Juan. En una pared de un espacio anexo, se puede apreciar una ventana de círculos de vidrio verde del Veneto emplomados, que estaba en el primer estudio en Madrid y se adaptó para filtrar la luz que entraba del jardín.
Tras este recorrido hemos llegado al vestíbulo, ricamente revestido en mármol, donde resaltan los azulejos más antiguos que Sorolla coleccionó. Recibe al visitante una fotografía del famoso autorretrato de Velázquez que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Valencia y también una imitación de la senyera regnícola, que ondeaba sobre su mástil en el estudio del pintor. Una vez acabado el recorrido, es un placer detenerse de nuevo en los jardines que Sorolla soñó, pintó, creó y vivió. Él plantó las flores y los árboles, cambió las fuentes y las estatuas hasta que estuvieron a su gusto. Es otra obra de arte que se podría disfrutar hasta con los cinco sentidos, solo si el agua de sus fuentes tuviera sabor.
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