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Repican las campanas de San Agustín, de Santa Marina y de San Lorenzo en la recoleta plazuela de Don Gome. Los relojes marcan la misa de las doce y aquí, en el corazón del castizo barrio de Santa Marina, rodeados de iglesias construidas algunas sobre antiguas mezquitas, la llamada a la oración no pasa desapercibida.
Una de las estampas más típicas de Córdoba es la curiosa fachada en ángulo de la puerta del Palacio de Viana abierta a la plaza de par en par dejando entrever (hoy a través de una sencilla reja) un universo sensorial de patios señoriales donde habitaron catorce familias nobles desde el siglo XVI hasta el XX. Y aunque la entrada turística se ha desplazado al Patio de la Cancela, imaginar las cosas tal como eran permite entenderlas mejor.
"Sobre el balcón de la fachada puede verse el escudo de los Saavedra, el apellido de los marqueses de Viana, de 1925. Lo puso el II Marqués de Viana, José de Saavedra y Salamanca, uno de los inquilinos que tuvo más proyección en la Corte de Madrid y amigo íntimo de Alfonso XIII", explica Avelino Cazallo, director de Difusión del Palacio y Programador Cultural. "A los lados de las esculturas, se muestra el escudo de los Argote y Figueroa, del siglo XVI, y pertenece a los propietarios del palacio en esa primera época", señala.
Pasado el Patio de la Cancela se llega al de Recibo que sigue ejerciendo su poderosa función de impresionar a las visitas. Suelos enchinados con motivos geométricos, plantas por doquier, piezas arqueológicas a modo decorativo… Los arcos de medio punto y los soportales que sostienen este espacio trapezoidal trasmiten fuerza, tal vez por el porte de las columnas y la presencia del portón. Entrar por él, montado en un carruaje debía ser toda una experiencia de poderío y, dicho sea de paso, también de frescor, con las temperaturas que se manejan en Córdoba de mayo a octubre.
Conectados entre sí, los patios de Viana forman entidades totalmente diferenciadas, de manera que se fluye por los escenarios como si de una película se tratase: de lo señorial a lo popular en un santiamén. Una pequeña puerta te conduce al Patio de los Gatos, "un patio medieval comunal que los marqueses quisieron conservar y que alquilaron como viviendas hasta el siglo XVIII", explica Avelino. Su nombre hace referencia a los felinos que merodeaban por la cocina del palacio, que se entrevé a través de grandes ventanales y donde relucen las piezas de cobre marcadas con el escudo de la familia.
Paseando la vista por aquí, es fácil hacerse una idea de cómo era la vida entonces: el pozo, las tablas de lavar, un saladero en mármol (antepasado de nuestro frigorífico…). Y si a esta estampa le sumas el colorido de las macetas de geranios y las gitanillas colgadas en las paredes encaladas, tendrás una pintura costumbrista cordobesa al más puro estilo de Julio Romero de Torres.
La siguiente estación florida es el Patio de los Naranjos, la "reminiscencia del huerto árabe de aquella primera casa de planta baja". Los árabes usaban también los patios como huertas, de ahí la herencia andaluza de los limoneros y los naranjos. El sonido del agua en la alberca es refrescante y serena el ánimo. Y de entre sus arriates, plantas trepadoras como la glicinia recubren casi todo un testero. También aparecen el jazmín azul y las buganvillas que ponen color.
Un panel informa de las especies que podrás encontrar y del período de floración en cada uno de ellos, un pedagógico detalle que te hace caer en la cuenta de que esta es sin duda la ciudad de las flores.
La planta alargada y estrecha del patio sume a quien lo visita en una atmósfera íntima hasta que se alcanza el Patio de las Rejas, donde advierte Avelino "el habitual hermetismo de la aristocracia se transforma en deseos de ostentación". Algo que sucede en torno al siglo XVII, cuando fue mandado construir por Don Gómez de Figueroa y Córdoba, III Marqués de Villaseca.
Si te asomas por uno de los grandes ventanales enrejados de su fachada manierista (que da a la calle) puedes curiosear la profundidad del palacio y sus habitaciones. Por estas rejas, en Semana Santa, se asomaban los marqueses a ver pasar la procesión de la Virgen de las Angustias. La III Marquesa de Viana, Sofía Amelia de Lancaster (la última que habitó el palacio hasta los años 80), lo solía decorar con cineraria de varios colores, una de sus flores favoritas.
Luego está el Patio de la Madama presidido por una corona de cipreses que envuelve la escultura de una ninfa al estilo clásico del Renacimiento. Es el representante romántico de esta colección de jardines, y en él flota un fuerte aroma a jazmín que se mezcla con el de la buganvilla y la dama de noche. Una explosión olfativa que, cuando todo está florecido, según confiesa Avelino, llega a ser tan intenso que a veces es casi molesto, como cuando te subes a un ascensor con una de esas señoras que se ha volcado el frasco de perfume por la cabeza antes de salir de casa.
Las modas siempre llegaban de París. También hasta Viana. Y el gusto por el jardín francés aquí arrasó. Todos los aristócratas querían tener uno. Así que los marqueses de Villaseca "intercambiaron con los Condes de Torrecabrera unas casas colindantes con su palacio a cambio de unos cortijos", comenta Avelino. El resultado es este enorme jardín de decenas de árboles de más de 20 metros y 300 años de antigüedad, que lo han convertido en el pulmón del barrio, y donde al caer la tarde, los pájaros se arremolinan formando un jolgorio sobre las ramas, digno de presenciar.
"Estos terrenos prácticamente duplicaban el espacio de la casa, y permitieron además añadir los tres siguientes patios dedicados antaño al servicio: el de la Alberca, con un invernadero para cultivar las plantas; el de los Jardineros, que fue poco a poco decorado por la última marquesa hasta convertirlo en el más alegre de todos, y el del Pozo, que servía para extraer agua del mismo".
El más contemporáneo es el de Las Columnas, un espacio adquirido por la Caja de Ahorros Cajasur (de la que solo queda la Fundación, que fue y es propietaria del Palacio) para crear un espacio en el que poder realizar celebraciones, conciertos y actos.
Transitando las estancias, un cambio de temperatura de más de cinco grados levanta el ánimo. Son los primeros efectos del Patio de la Capilla, el más sombrío y fresco. Casi pudieras pensar que acabas de aterrizar en un claustro del norte de España.
La visita que se realiza en grupo a la vivienda, de no más de 45 minutos, apenas permite apreciar en detalle la cantidad de obras de arte y antigüedades que conserva el palacio, que es realmente apabullante. "Lo más parecido por el nivel de las colecciones que tenemos es el Museo Cerralbo de Madrid o el Museo del Romanticismo", explica uno de los guías.
Un mosaico romano del siglo IV, encontrado en la finca de Moratalla del II Marqués de Viana, en la localidad de Hornachuelos, da la bienvenida nada más abrir la puerta. La planta baja, más institucional, acoge la Sala de Firmas, el Salón de las Porcelanas y un salón principal donde se daban las cenas de gala, y en el que los frescos sobre las paredes relatan escenas de la vida del Arcángel Rafael (Ángel Custodio de Córdoba).
De vuelta al Patio del Recibo, se asciende por una gran escalera que es una auténtica joya en sí misma. Realizada en piedra en el siglo XVI (y atribuida al autor de la fachada, Juan Ochoa) está cubierta por un artesonado mudéjar realizado en madera de cedro del que cuelga una imponente lámpara. Por aquí han subido todas las visitas desde el origen del palacio. Un dato que le da un punto emocionante.
Una vez arriba, el ala izquierda de la vivienda está dedicada a los invitados, al servicio y a la residencia de los marqueses; y la derecha, a las colecciones. Fue el segundo Marqués de Salamanca quien se empeñó en convertir esta casa en un museo y divertir así a sus visitas. Y aunque consiguió poner la idea en marcha en los años veinte, no llegó a desarrollarla porque le sorprendió la muerte, en 1927.
Entre las habitaciones de los invitados, el Dormitorio Negro es, como su nombre indica, un elegante cubículo con muebles franceses lacados en negro e incrustaciones de nácar del siglo XIX. Frente a este, el Dormitorio Francés es un festival de luz y dorados al estilo Luis XIV, donde pernoctó el General Francisco Franco a su paso por la ciudad.
En el Salón del Artesonado, que da a la calle, el barroco se apodera de la estancia. Los tapices flamencos del siglo XVI de escenas mitológicas se combinan con las pinturas religiosas de los siglos XVI y XVII. Y, mientras la vista apenas puede posarse sobre algún rincón vacío, se avanza a través del Salón Portugués con más mobiliario barroco del país vecino.
Una zona del servicio permite que la vista descanse. Es la cocina campera que recuerda a la de los cortijos. Aquí se emplataba el menú que subía por el montaplatos desde la cocina principal del Patio de los Gatos. Sobre la pared aún pueden leerse las comidas: cocido, pollo asado, arroz a la valenciana…
En el comedor, la mesa está lista para ser servida. Vestida de platos, vajillas, servilletas con el escudo… sorprende que la estancia esté decorada con tres retratos de Alfonso XIII, un hecho que nos recuerda que esta fue la casa de su hombre de confianza. En uno de ellos se aprecia la firma de Sorolla y una dedicatoria del rey al II Marqués de Viana.
El Despacho de la Marquesa está presidido por una chimenea espectacular. Techumbre mudéjar y mobiliario barroco le dan un aire elegante. La lámpara de cristal de Baccarat debía iluminar coquetamente las tardes de té de la marquesa y sus amistades en el Salón de Los Sentidos. Pero donde verdaderamente se desplegaba toda la artillería pesada de sus posesiones y de sus riquezas era en la estancia conocida como el Salón Rojo.
Su decoración se debe a la última marquesa que lo habitó, Sofía Amelia de Lancaster: un biombo chino, la lámpara más espectacular de la casa, de cristal de Bohemia y un retrato de Sorolla de la esposa del rey Alfonso XIII, Victoria Eugenia, aportan feminidad a este espacio. Sin embargo, y aunque sería de esperar que sus aposentos sean tanto o más espectaculares que los salones, el dormitorio resulta de lo más básico. Y como los marqueses, siguiendo una tradición del siglo XVIII, dormían en camas separadas, la habitación del III Marqués de Viana (último morador de esta casa), evoca el camarote de un barco recordando así sus años de Almirante en la Armada Española. Las litografías de temas marinos decoran la estancia y una lente de faro tiene la función de mesilla para el teléfono.
La mayoría de ellas se deben al II Marqués de Viana. De hecho, su favorita, en torno al mundo de la caza, reúne armas de caza y arcabuces del siglo XVII hasta el XIX, entre las que destaca una escopeta con el cañón labrado y el punto de mira rodeado de diamantes. Libros de caza, colección de cueros, guadamecíes, cordobanes y azulejos cuelgan por las paredes. Más adelante, libros y tratados de aves del siglo XVI, volúmenes dedicados a la cetrería… expuestos en vitrinas y, al fondo, una biblioteca con más de 7.000 ejemplares donde los libros más antiguos pertenecen al siglo XVI.
La pintura es la protagonista de otra de las salas. Las vistas al Jardín desde la habitación no distraen ni si quiera un segundo de la belleza que tenemos antes nuestros ojos: pinturas flamencas del siglo XVII realizadas sobre láminas de cobre de talleres de Jan Brueghel de Velours y Jan Brueghel el Joven. La siguiente sala invita a zambullirse en la pintura romántica española, y en poco más de unos metros, el universo de Goya.
Todos los grandes tapices que cuelgan de las paredes proceden de la Real Fábrica y son escenas costumbristas del Goya más amable, que representan festejos de la Corte y temas similares. Y tan espectaculares como estos, los de la Sala de Gobelinos, una serie dedicada a las Viejas Indias del siglo XVII, perteneciente a Gobelinos, donde se mezclan animales y plantas de África, América y Oceanía.
Saciados de arte, aún te cruzas por los pasillos con un Zurbarán que durante su restauración ha sido redescubierto y algunas otras joyas como una colección de pinturas holandesas sobre la Guerra de los Treinta Años pues, como comenta el guía, algún Saavedra debió participar en estas batallas y encargó esta rica colección. Una sucesión de obras de arte que aquí, en Viana, no se agota y que se convierte en la perfecta excusa para volver y dejarte envolver por el aroma de sus patios.
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